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Leyendo a la sombra

La caja de conchas (y II)

   En el porche, arrumbadas en un rincón,  se pudrían la mesita verde y las butacas de madera, que aun conservaban jirones de la pintura rojiza que a su madre tanto le gustaba. Las persianas estaban subidas, lo que interpretó como una señal de la visita a la casa de su hermana. Junto a la puerta, a la altura de sus ojos, brillaba el azulejo de cerámica de Talavera, “Aquí vive un médico”, como si lo hubieran puesto ayer; era lo único del jardín que parecía ajeno al paso del tiempo.

   Rodear la casa e inspeccionar lo que había sido el jardín le ocupó apenas unos minutos. No había nada que ver, o mejor dicho, no se podía ver nada. Los sarmientos de la parra caían del emparrado por todos lados; el suelo estaba cubierto por una espesa capa de hojas que le mojó los zapatos, trasmitiéndole una incómoda impresión de humedad. Todo era desolación y decrepitud, y esa sensación parecía contaminar también a la casa, lo que acentuaba el abandono en el que se sumía desde hace años, ¿cuántos ya?, se preguntó. Le conmovió la visión del sauce, que le trajo el recuerdo de su madre sentada bajo sus ramas en los días calurosos de verano. Cuando uno recuerda a los viejos, pensó, siempre aparece la imagen de un anciano sentado, siempre un viejo sentado, ensimismado, mirando con ojos húmedos a un punto distante, sin ver nada.

   En verano colocaban el velador y las butacas de madera debajo del sauce, la zona más fresca del jardín. Ahí se sentaba con su padre después de cenar y le oía hablar de la guerra. Siempre hablaban de la guerra. Ya son ganas, decía la madre, otra vez la maldita guerra, como si no hubiéramos tenido bastante. Y el padre le hablaba del frente, de la toma de Talavera, de las barbaridades de Badajoz, de las tropas dirigiéndose a liberar Toledo. El padre era entonces un muchacho. Mi padre, el abuelo Luis, estaba entonces de médico en Talavera. Cuando las tropas rebeldes tomaron la ciudad, dirigía un improvisado hospital de campaña cerca del puente viejo. Los primeros soldados que entraron, por la carretera de Badajoz, fueron los regulares y legionarios del comandante Castejón. Tu abuelo no consintió que lo evacuaran, y se quedó en el hospital con los enfermos más graves, cinco o seis milicianos que no habrían aguantado el viaje a Madrid. Por lo visto, salió a recibir a los soldados a la puerta del hospital junto con una enfermera y pidió hablar con un mando de la legión. Sin mediar palabra, unos regulares se los llevaron al puente y allí los fusilaron. Tiraron sus cadáveres al Tajo. La abuela y yo buscamos su cuerpo río abajo, hasta Puente del Arzobispo, durante tres días.

   La cerradura cedió al primer intento, aunque con cierta resistencia. La penumbra del interior aumentó en él la sensación real de frío. Ciertamente, la casa estaba helada, y ese frío contribuía a hacer más patente su soledad, sentirse un intruso en un lugar que no pisaba desde hacía años, tantos que la memoria se resiste a concretar algo más que no sea esta idea de desvalimiento que parece adueñarse de él. Fue recorriendo pausadamente las estancias, notando en su mano el frío de la manija de las puertas conforme iba entrando en las distintas habitaciones. Reconoció las fotografías colgadas de las paredes o expuestas sobre los muebles. El mundo interior revelado. El tiempo de otro tiempo.

   Se asomó a la habitación de sus padres y contempló su reflejo en el espejo del fondo. Una figura extraña, pensó, pero ese soy yo. Recordó la última vez que entró en esa habitación, la mañana del día en que se marchó definitivamente. El padre parecía dormir sobre la cama, vestido, ni siquiera se había quitado los zapatos. Se marchó con la idea firme de no volver. Lo sentía por su madre, pero quedaba la hermana. Los gritos, las humillaciones eran ya algo demasiado habitual. La madre se empeñaba inútilmente en ocultar las ojeras, los restos del naufragio de una falsa, imposible convivencia con el padre. Los silencios. El secreto. Sin saber que lo que esconde todo secreto es la traición, que antes o después alguien llega a una situación en la que tiene necesidad de contar lo que sabe, acaso para saber más. Aquella mañana el padre no respondió a sus preguntas, tampoco la madre. El secreto quemaba, como los ácidos recuerdos regurgitados por la memoria en las madrugadas de duermevela.

No había vuelto a pisar la casa hasta ahora. Supo de la muerte del padre por una llamada de la hermana. Quería sentir cierto pesar, pero sólo experimentó una incómoda sensación de indiferencia. Como forense, la muerte tenía para él sólo una cara clínica, profesional, indiferente. No buscó razones, explicaciones, justificaciones. Ni siquiera afloró la cara emocional que cualquiera hubiera creído propia del momento, no así él. Se había jurado no volver a saber nada más y nunca quiso saberlo.

   —¿A qué has venido? ¿Por qué has vuelto? —oyó a la hermana hablar a su espalda. No la había oído llegar, pero allí estaba. Miró el reloj: veinte minutos exactos—. Sabía que no vendrías al entierro y estaba convencida de que tampoco vendrías hoy. Me llamarías con cualquier excusa...

   —He venido por la caja.

   —¿La caja?

   —Esta caja de conchas. La compró mamá el verano en que se casaron, creo que en Valencia.

   Conducía despacio. Concentrado en la carretera. Lloviznaba suavemente y el movimiento intermitente y monótono de los limpiaparabrisas distraía su atención de cualquier otro pensamiento.

   Le había dicho a su hermana que de pronto se acordó de esa caja. No sabía por qué, pero fue así. Eso le empujó a venir. La caja de conchas. Sólo por eso, nada más, fue como una visión, algo que le empuja a uno a ponerse en marcha, a la acción. Le preguntó si podía llevársela.

   —Claro. Mamá siempre dijo que te podías llevar lo que quisieras, ya lo sabes.  —La hermana no dijo nada más, apagó el cigarrillo y le miró a los ojos por primera vez mientras le daba la caja.

   Se detuvo en una gasolinera. Llenó el depósito, aparcó el coche y entró a la cafetería. Desde la mesa podía ver los puntos de luz entre la neblina de agua. Puntos blancos y puntos rojos. Madrid era una masa negra con puntos que se intuía al final de la autopista. Se bebió la cerveza y sacó la caja de la bolsa. Era una de esas inútiles cajas de concha que siempre le habían parecido estúpidas, vulgares. Sobre una valva que aún conservaba el brillo del barniz se podía leer Castellón, 1950. La estuvo mirando durante unos minutos sin encontrar el significado último que creía que la caja poseía. Pero sólo veía ante sí una caja de conchas. Levantó la tapa y observó el interior.

   Dos mechones de pelo atados cada uno con hilo rojo, dos dientes de leche envueltos en un trozo de papel de periódico, una alianza con la fecha de 1950 grabada en su interior, un recorte de revista con una receta de pastel de manzana, una foto en la que se veía a su padre y a él subidos a unos autos de choque, en su reverso su padre había escrito Segovia, verano de 1955, y una carta dirigida a los Reyes Magos en la que reconoció la letra de su madre. Debajo de la lista de juguetes y muñecas la madre había firmado, Carlitos y Anita.

   Cerró la caja y apuró la cerveza. Fuera seguía lloviendo. La autopista era una tira de goma negra que llevaba hasta una ciudad negra con pequeños puntos de luz brillando a lo lejos. Es tarde, pero da lo mismo, pensó.

2 comentarios

Meritxellgris -

Vuelvo a decir lo mismo: me ha encantado el tono del relato, ese desencanto o indiferencia que no es tanta al final, que se aferra irracionalmente a una cosa insignificante como es la caja de conchas, pero que le sigue aferrando a su pasado.
Me gusta también la historia intercalada de su abuelo en la guerra civil. Ya sabes que ese tema me puede...

Un abrazo.

Portorosa -

Lector, me ha gustado. Me ha gustado, sobre todo la descripción del jardín y del contenido de la caja (muy emotivo). Pero, si no te molesta, te diré que me parece que no queda muy claro lo del padre, ni por qué, si el problema era con él y él ya estaba muerto, no había ido al entierro de la madre.
En fin, perdona el comentario; está hecho con la mejor de las intenciones.

Un saludo.