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Leyendo a la sombra

Don DeLillo, Libra

Don DeLillo, <em>Libra</em>

   Casi todos los reporteros y tres cámaras de televisión se encontraban en la rampa  que comunicaba con Main Street, a la derecha de Jack. En lo alto de la otra rampa aguardaba un camión blindado. Ya lega. Ya llega. Ya llega. La puntualidad era absoluta, el emplazamiento era exacto. Se encendieron los focos. Todo fue en blanco u negro, toques de luz y grandes sombras. Vio que un grupo de agentes salía de la oficina de las celdas escoltando al detenido, que llevaba un jersey oscuro y parecía un don nadie salido de la nada. Los periodistas se estremecieron. Fogonazos, gritos que retumbaron en las paredes, a Jack todo le resultó extraño, como si ya lo hubiera vivido, y permaneció bajo la luz artificial del sótano húmedo, con las rampas sucias por el humo de los tubos de escape y una sobrecarga de octanos en la atmósfera.

   Ya llega.

   Jack se aparta del gentío y de antemano vio cómo ocurría todo. Sacó la pistola del bolsillo, la movió disimuladamente, la golpeó contra su muslo. Se abrió un sendero. Nadie se interponía entre Oswald y él. Jack levantó el arma. Dio una última zancada y disparó una vez, un tiro en el centro del cuerpo y apocos centímetros de distancia.

   Oswald cruzó los brazos y sus ojos se tensaron. Emitió un sonido, un gruñido ronco, grave y desolado. Inició la caída a través de un mundo de dolores.

   Una maraña de cuerpos cubrió al pistolero, todos aquellos hombres con Stetson que respiraban con dificultad y luchaban por hacerse con la pistola. Alguien clavó una rodilla en la barriga de Jack. No entendió por qué adoptaban esa actitud. Puesto que lo conocían, resultaba innecesaria. Se sintió aún peor al oír la voz de Russell Shively por encima de otros sonidos.

   —Jack, Jack, hijo de puta.

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   Así narra Don DeLillo en Libra el momento en que Jack Ryby dispara con su revólver del 38 a Lee Harvey Oswald en Dallas el 24 de noviembre de 1963, cuando iba a ser conducido de la comisaría de Dallas a la cárcel del distrito. Oswald había matado al presidente Jonh F. Kennedy a las 12:30 horas del día anterior.

   En principio toda ficción es por definición una impostura, una realidad que es sin serlo, y toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, pero en Libra, del escritor estadounidense Don DeLillo, los hechos narrados se circunscriben a un acontecimiento histórico que aún está presente en la conciencia norteamericana: el asesinato del presidente Kennedy en la ciudad de Dallas el 23 de noviembre de 1963.

   Aún se desconocen muchos aspectos del magnicidio y se han elaborado varias hipótesis para explicarlo, desde aquellas que suponen que el asesinato fue obra de un comunista desquiciado con afán de notoriedad, Lee H. Oswald, tal y como sostuvo la Comisión Warren, hasta quienes piensan, como Jim Garrison, fiscal del distrito de Nueva Orleans, Luosiana, que fue una conspiración en la que intervinieron principalmente la Mafia, agentes de la CIA y organizaciones de cubanos anticastristas refugiados en Miami.

   La novela nos narra los movimientos de esa hidra de múltiples cabezas que acaban desencadenando la tragedia en la que Oswald es también una víctima. El autor ha optado por dar a la novela un determinado esquema formal que refleja de alguna manera ese mundo informe e indefinible, de sutiles movimientos, que propició la muerte de Kennedy por un certero disparo en la cabeza.

   La obra se organiza en dos partes de similar extensión. La primera parte de la novela consta de 11 capítulos, y la segunda de 13; a su vez, cada capítulo tiene distintas secuencias organizadas mediante la técnica de fragmentación simultánea, lo que obliga al lector a realizar una lectura muy atenta, una lectura activa y participativa en la construcción de lo que se cuenta. En cierta manera, esta construcción nos recuerda el esquema constructivo de Manhattan Transfer, de John Dos Passos.

   Por una parte, se nos van contando los diferentes acontecimientos de los distintos actores que van a ir confluyendo a la mañana del fatídico día 23 en Dallas, en que Kennedy recorre en coches descubierto junto a su esposa. De Lillo se adentra en la personalidad del Oswald adolescente, un chico marginado, idealista, objeto de burlas por parte de sus amigos, que se refugia en las lecturas de textos marxistas. Deja muy pronto los estudios y se alista en los marines. Es destinado a una base aérea en Japón desde la que despegan los aviones espías U-2 que sobrevuelan territorio ruso. Allí decide desertar y pedir asilo en la URSS, ofreciéndose como informador al KGB. En Rusia se casa y pronto se desengaña del paraíso comunista. Regresa con Marina, su mujer, a los EEUU y allí cae en manos de oscuros y turbios hombres que representan oscuros y turbios intereses: refugiados anticastristas, resentidos de la bahía de Cochinos que responsabilizan directamente a Kennedy del desastre, agentes de la CIA que deciden corregir a su manera la política del presidente que consideran entreguista y blanda después de la fallida invasión de la bahía de Cochinos (abril de 1961) y la crisis de los misiles (octubre de 1962).

   Por otra parte, tenemos a un analista de la CIA jubilado, Nicholas Branch, encerrado permanentemente en un despacho y rodeado de miles de informes y documentos, que está escribiendo la historia del asesinato, una historia secreta que nunca se hará pública. Esa historia crece constantemente y se desparrama en múltiples meandros que le confieren a partes iguales el ideal de grandeza y de obra absurda. Branch continúa recibiendo informes y material literario (novelas y obras de teatro sobre el magnicidio) en los que trata de encontrar un sentido a lo que está investigando. Está persuadido de que la conspiración contra el presidente fue un asunto tortuoso, un asunto que, a corto plazo, triunfó sobre todo gracias al azar.

   Y por último está la voz de Marguerite, la madre de Oswald. Es una voz en primera persona que nos habla de su condición de mujer abandonada, que ha luchado para sacar adelante a sus hijos en una vida llena de carencias, tanto materiales como afectivas. Es una mujer vulgar, que en su soledad se identifica con la soledad de su hijo y ahora que lo ha perdido todo, sólo quiere justicia para él:

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   Aquí estoy, sobre la tierra, con el corazón destrozado, y miro las lápidas sepulcrales, el campo ondulado de los muertos, la capilla en lo alto de la colina, los cedros inclinados por el viento, y sé que se espera que el funeral consuele a los deudos con la cualidad de la ceremonia y del escenario. Pero yo no ten­go consuelo.
   Esto viene de muy lejos; los hombres se matarán entre sí y las mujeres permanecerán en pie ante las tumbas. Señoría, yo no me doy por satisfecha con permanecer en pie.
   Cronometraré sus movimientos durante aquel día fatídico. Entrevistaré hasta el último testigo. No hablo por hablar. En tanto madre del acusado, sé que debo contar con hechos. Es­cúcheme. ¿Sabe que asistí a clases de ruso en la biblioteca? Una vez por semana, en mi día libre, iba a estudiar, esperando de corazón que si algún día Lee se ponía en contacto conmigo, Marina y yo podríamos hablar con normalidad. Escúcheme, preste atención. No puedo vivir de pequeñas donaciones. Ma­rina ya tiene un contrato y un escritor que redactará sus textos. Se negó a ponerse los pantalones cortos que le compré. Un do­mingo, en Fort Worth mi chico no tenía preparada la maleta, y al día siguiente desapareció con su esposa y su hija para irse a trabajar a Dallas, de la noche a la mañana, sin avisar a su pa­trón ni a su madre. Un trabajo fotográfico cuyos detalles se desconocen. Da que pensar. ¿Quién organizó la vida de Lee Harvey Oswald? Es un tema que se prolonga hasta el infinito. Lee tenía una colección de sellos. Lee nadaba en la piscina de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Solía verlo por Ewing Street con el pelo mojado. Cariño, corre a casa o cogerás un buen res­friado. Señor juez, no es que yo sea muy lista pero me las he apañado. He trabajado en muchas casas de buenas familias. He visto cómo un caballero pegaba a su esposa en mi presencia. Ocasionalmente tiene lugar un crimen en las casas de la gente bien. Este chico y su esposa rusa ni siquiera tenían teléfono o televisor en Estados Unidos. Ya podemos acabar con el mito. Escúcheme, Soy incapaz de enumerar en frío. Necesito desa­rrollar el relato. Volvió a casa con una jaula de pie y portamaletas. Había hiedra en la maceta, estaba la jaula, el periquito, había toda una variedad de alimentos para el pájaro. El chico le compraba regalos a su madre. Se sentía demasiado aislado para leer.

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   DeLillo ha escrito una novela realista en el sentido de que ha escrito una obra literaria “verídica” cuya lectura le induce al lector a pensar que lo que nos cuenta sucedió así, que esas cosas pudieron suceder en aquel momento en ese lugar. Creo que la intención del autor es que el lector vea una determinada realidad con otros ojos, que sea capaz de ensayar hipótesis, especulaciones, que no se contente con la propia y única visión de aquellos hechos. Como afrimaba C. S. Lewis, “la persona que se contenta con ser sólo ella misma, y por tanto, con ser menos persona, está encerrada en una cár­cel. Siento que mis ojos no me bastan; necesito ver también por los de los demás. La realidad, incluso vista a través de muchos ojos, no me basta; necesito ver lo que otros han inventado. Tampoco me bastarían los ojos de toda la humanidad; lamen­to que los animales no puedan escribir libros. Me agradaría muchísimo saber qué aspecto tienen las cosas para un ratón o una abeja; y más aún percibir el mundo olfativo de un perro, tan cargado de datos y emociones.

   La experiencia literaria cura la herida de la individualidad, sin socavar sus privilegios. Hay emociones colectivas que tam­bién curan esa herida, pero destruyen los privilegios. En ellas nuestra identidad personal se funde con la de los demás y retrocedemos hasta el nivel de la sub-individualidad. En cam­bio, cuando leo gran literatura me convierto en mil personas diferentes sin dejar de ser yo mismo. Como el cielo nocturno en el poema griego veo con una miríada de ojos, pero sigo siendo yo el que ve. Aquí, como en el acto religioso, en el amor, en la acción moral y en el conocimiento, me trasciendo a mí mismo y en ninguna otra actividad logro ser más yo”.

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   Al final de la novela, que ya fue publicada aquí por ediciones B en 1988, aparece la siguiente nota del autor, reveladora de lo que la novela es y, sobre todo, el autor quiere que sea. La transcribo en su integridad (y llamo especialmente su atención sobre el último párrafo):

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   Este libro es una obra de ficción. Aunque me he basado en los archivos históricos, no he intentado proporcionar respuestas objetivas a las cuestiones planteadas por el asesinato.

   Toda novela que trata de un importante acontecimiento no resuelto aspira a llenar algunos de los vacíos de la versión cono­cida. Para conseguirlo, modifiqué y embellecí la realidad, inven­té incidentes y diálogos, prolongué las personas de carne y hue­so en un espacio y tiempo imaginarios.

   En un caso en el que los rumores, los hechos, las sospe­chas, los subterfugios oficiales, los contradictorios conjuntos de pruebas y una docena de teorías laberínticas se funden, a ve­ces de forma indiscernible, algunos pueden pensar que una obra de ficción sólo es un punto oscuro más en la crónica de lo desconocido.

   Como esta novela no pretende aludir a la verdad literal; como sólo es lo que es, separada y completa, es posible que los lectores encuentren refugio en ella: un modo de pensar en el asesinato sin las limitaciones de las verdades a medias y sin de­jarse abrumar por las posibilidades ni por la marea de especu­laciones que con el paso de los años se acrecienta.

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Don DeLillo, Libra. Edit. Seix Barral. Barcelona 2005. 498 páginas, 23 euros.

 

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