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Leyendo a la sombra

Sueño de arena

   Supo en aquel momento que decía la verdad y ni siquiera por un segundo lo dudó. También supo en aquel instante que se quitaría la vida, y esta vez no era un simple comentario a pesar de que lo dijo sonriendo, mientras encendía un cigarrillo, el humo enredándosele en los ojos, enturbiando su mirada más de lo que habitualmente se enturbiaba aquellas tardes en el fondo del campo de fútbol, junto a las vías del tren, donde los alumnos de los cursos superiores fumaban tumbados en el suelo, desafiando la prohibición de los cuidadores del internado, que no dudaban en castigar severamente a quienes pillasen con el pitillo en la mano o en los labios.
   Fumar en el fondo del patio grande del colegio y no hacerlo en los servicios era algo reservado exclusivamente a los alumnos mayores, los de sexto y COU. Los demás solían hacerlo en los baños del edificio del internado, en el piso superior, donde estaban los dormitorios, y raramente se veía fumar a alguno en los baños del edificio del colegio, donde estaban las clases, pues allí no era extraño ver a algún profesor o cuidador especialmente celoso de su cometido, como don Demetrio o el Culebras, los más temidos y odiados de todos, que no pasaban ni una,  siempre andando al acecho, casi nunca fallando en la caza.
   Don Demetrio y don Paco, el Culebras, tenían un olfato especial y podían distinguir fácilmente entre el humo de un cigarro negro y uno rubio.
   —¡A ver, qué está pasando aquí! ¿Quién de vosotros estaba fumado?
   —Nadie, don Demetrio. Se lo juro.
   —¿Cómo que nadie, si huele a rubio desde el pasillo?
   —Que no, don Demetrio, que no hemos fumado.
   —A ver, Fernández, y tú, Adánez, las manos. ¡Rubio, ya lo decía yo!
   Y don Demetrio les olía las manos mirándoles fijamente a los ojos. Nunca se supo si era su mirada o su olfato, pero dicen que jamás se equivocó.
El Culebras no se gastaba tanto protocolo ni sofisticación. Le agarraba al sospechoso de una oreja amenazándole con castigarlo varias tardes en el estudio, sin salir al patio, apuntaba su nombre y curso en papeles doblados que siempre llevaba en los bolsillos, y a partir de ese momento la vida del interno se convertía poco menos que en una pesadilla. El Culebras era el cuidador que desempeñaba el papel de cabrón, como decían los de COU, un requetecabrón, eso es lo que es este. Con él no se podía negociar nada y por mucho que se insistiera con él no había nada que hacer.
   La tarde en que dijo me voy a suicidar pero antes le voy a dar una patada en los huevos al hijoputa ese del Culebra que se va acordar de mí toda su puta vida, Fernández no dudó que su compañero de dormitorio decía la verdad. Le había oído decir lo mismo otras veces, pero nunca había pensado que fuera capaz de hacerlo. Fernández sabía que tomaba pastillas para la epilepsia, le había oído decir muchas veces que acabaría loco, que tal vez ya lo estaba y que todo le daba igual. Decía que sus padres lo habían mandado interno porque no podían soportar su enfermedad y que todo eso se iba a terminar algún día. También dijo en alguna ocasión que dejaría una nota metida en un hueco de los ladrillos del internado, en la pared del edificio que daba al campo de fútbol.
   Epilepsia. Tengo epilepsia, y sé que me volveré loco, por eso quiero matarme, así todo será más fácil. Lo llevo pensando desde hace tiempo y lo tengo decidido. Hablaba totalmente convencido, repitiendo algunas palabras, a veces vacilando en otras. Estoy guardando pastillas. Algunos días no me tomo las cinco y guardo alguna. Cuando tenga un buen montón me las tomaré todas de una vez. Será como un sueño. Como un sueño de arena. Decía como un sueño de arena y Fernández no entendía nada, pero no le preguntaba. Fernández sólo le decía deberías tomarte las medicinas como te ha dicho el médico, no digas que te vas a suicidar, no digas burradas. Venga, vamos a fumar un cigarro. Y el Loco le contaba extraños sueños, sueños de arena que achacaba a las pastillas.
   Fernández nunca le llamaba Loco, acaso porque en su fuero interno pensase que un poco loco sí lo estaba, y aunque el Loco raras veces diera razones, a Fernández siempre lo trató con deferencia desde el primer día en que coincidieron en el dormitorio y el muchacho cogió la cama de abajo, a pesar de que la bolsa de Fernández sobre la colcha azul indicaba que esa cama ya estaba cogida.
   En el dormitorio había cuatro literas y era costumbre que los alumnos eligiesen cama según fueran llegando. Las camas de abajo eran generalmente las primeras en ser elegidas, y rara vez había disputas entre los internos por este motivo, y menos entre veteranos. Los nuevos que elegían la cama de abajo eran desalojados sin contemplaciones por los veteranos que hacían valer la ley del internado, y si alguna vez alguno protestaba y decía que él había llegado antes y los que llegan antes eligen y que iba a decírselo al cuidador, los veteranos lo rodeaban y tranquilamente ¿cómo te llamas? Mira, Luis, aquí siempre han elegido cama primero los veteranos, y tú eres un novato, y a los novatos les conviene llevarse bien con los veteranos de su dormitorio, verás cómo el curso que viene, si vuelves, lo entenderás. La cosa no pasaba de ahí, y en los casos más difíciles se llamaba a uno de los repetidores de COU, que le volvía a decir lo mismo poniéndole una mano en el hombro al novato y dándole un par o tres de argumentos más, y asunto solucionado. Lo importante era que ni don Demetrio ni el Culebras se enterasen del tema.
   Don Demetrio y el Culebras eran los cuidadores del internado y hacían prácticamente la misma vida que los internos. El Culebras vivía en la ciudad y al final de la tarde, cuando los internos salían del estudio a jugar a los patios antes de la hora de la cena, se marchaba a su casa en un viejo seat de color azul. Don Demetrio vivía en el internado y dormía en una habitación al fondo del pasillo, donde estaban los dormitorios de los internos más pequeños. A las once iba tocando las palmas por lo pasillos y todos sabían que era la hora de acostarse. Apagaba las luces de la sala de juegos, donde estaba la televisión, regañaba a los que armaban jaleo y se quedaba viendo la tele a oscuras hasta las doce y media, momento en que hacía la última ronda y se acostaba.
   Fernández no hizo uso de su condición de veterano y consintió en ocupar la cama de arriba y que el Loco ocupara la de abajo. Esa noche, coincidieron en el comedor y Fernández le preguntó por las pastillas de colores que sacó de una caja. Tengo que tomármelas antes de la cena. Dos. Y otra en el desayuno y otras dos en la comida. Cinco diarias. Soy epiléptico. Nadie hizo caso. Sólo Fernández dejó de comer y lo miró, quizás esperando más explicaciones. Pero el Loco siguió cenando y le dijo quieres la cama de abajo, no me importa dormir arriba.
   Aquella mañana de primeros de mayo los internos del dormitorio 10 no bajaron a desayunar. Don Demetrio les dijo os vais a la sala de televisión y me esperáis ahí. Voy a llamar al director. Tampoco les dejó que se vistieran en el dormitorio. Les hizo coger rápidamente la ropa, venga, cualquier cosa, daos prisa, hombre, y les dijo que se vistieran en el baño, ¡y no pongáis la tele! Que nadie entre en la habitación. El Culebras se encargó de bajar a los demás al comedor y los internos se vistieron en silencio y se fueron a la sala de televisión. Algunos se pusieron a fumar, sabían que nadie les diría nada.
   Con el tiempo, casi todos los internos del dormitorio 10 conocían las intenciones del Loco, pero todos creían que era una más de sus cosas, de sus rarezas. Incluso los alumnos  con los que más hablaba, Fernández y Silván, así lo pensaban y a veces bromeaban con ello. De vez en cuando el tema salía en alguna conversación pero era engullido rápidamente por otros. El Loco se mostraba cada vez más retraído y rara vez acudía a la valla de las vías del tren a fumar con los demás. Después de las vacaciones de Semana Santa no se volvió a hablar de aquello y todos parecían concentrarse en el inminente final del curso y las próximas vacaciones de verano. El Loco volvió al fondo del patio a fumar, donde las vías del tren, y aquella tarde de finales de abril, cuando dijo que le iba a dar una patada en los huevos al hijoputa del Culebras, Fernández supo que lo haría, y así lo manifestó en el despacho del director, mientras el juez levantaba el cadáver. No. No se lo había dicho a nadie y no sabía por qué. Los otros compañeros dijeron que eso lo habían oído muchas veces, que nadie hacía caso y nunca pensaron que fuera a hacer lo que había hecho.
   El director no quiso hablar más. Antes de hablar con los internos del dormitorio 10 lo hizo con don Demetrio. Fue este quien le dijo que el primero que notó algo raro había sido Silván, uno de COU. Cuando sonó el timbre a las ocho menos cuarto los internos se levantaron, cogieron las toallas y sus cosas de aseo y se fueron a los lavabos. Todos menos él. Silván fue el primero en volver y antes de hacer su cama lo llamó a voces; como no respondía se acercó y lo zarandeó. Notó que se movía como un saco de arena, pesado y frío. Entonces salió corriendo a llamar a los demás y avisar a don Demetrio.
   El colegio ya no está a las afueras de la ciudad, en el campo, como lo estaba en aquellos años, en los que había que ir andando hasta allí, a las huertas, junto a la vía del ferrocarril. El edificio del internado es ahora una residencia de ancianos que toman el sol en butacas de plástico blanco, junto a la pared del antiguo campo de fútbol. La carretera por la que se llegaba desde la ciudad comunica ahora esta con la autovía de Extremadura. Silván suele entrar a la ciudad por esta carretera y cuando pasa por delante del edificio del colegio recuerda siempre aquella tarde de mayo en la que recorrió todas las grietas de la pared del internado buscando un papel que nunca encontró. Ya no recuerda el nombre del Loco, aquel alumno que no llegó a estar ni siquiera un curso y del que no se volvió a hablar en el colegio, por respeto a él y a la familia, se decía siempre. Por recomendación de los psicólogos, les decía el Culebras que había dicho el forense.
   Desde aquel día permitieron fumar a los internos mayores en la sala de televisión. Algunos dieron las gracias por ello a los internos del dormitorio 10, donde llamaban la atención los alambres desnudos del somier de una de las literas.
   Silván ha dejado de fumar. A veces recuerda aquellos años en el internado y recita en voz alta los nombres de algunos de sus compañeros del dormitorio 10. No ha vuelto a ver a ninguno desde entonces.

   A la semana siguiente se celebró un funeral en el salón de actos del colegio. Lo ofició don Augusto, el profesor de Religión. Cuando dijo aquello de vuestro compañero duerme ahora el sueño eterno, todos pudieron oír a Fernández, esperemos que este no sea de arena.

4 comentarios

Vailima -

¿Dónde estáis que no os veo?
Espero que bien.
Un saludo, lector.

Gatito viejo -

Me ha gustado mucho el relato. Suscita un gran interés y está muy bien escrito. Felicitaciones. Saludos

Portorosa -

Me ha encantado, encantado, Lector.
Un abrazo.

Palimp -

Menudo regreso. Los pelos de punta.