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Leyendo a la sombra

E. L. Doctorow, La gran marcha

E. L. Doctorow, <em>La gran marcha</em>

  La gran marcha, la nueva novela de E.L. Doctorow, es un inmenso mosaico de piezas que constituyen un rompecabezas de historias y personajes que se van entrelazando finamente entre sí hasta constituir una excelente narración de los momentos finales de la Guerra de Secesión americana. La novela es una pieza más (excelente, en este caso) de ese ejercicio de reconstrucción de la historia de los Estados Unidos que viene haciendo Doctorow, con títulos tan notables como El libro de Daniel (1971) o Ragtime (1975), y en ella se narra la gran marcha de más de sesenta mil hombres que condujo el general Sherman por Georgia y las dos Carolinas arrasando plantaciones, pueblos, ciudades, y liberando esclavos.

  Por la novela desfilan personajes reales y ficticios, en la tradición americana de fact and fiction que también pudimos ver en Libra de Don DeLillo, y al lado de Sherman o el presidente Lincoln encontramos a Pearl, la esclava manumitida, los soldados Arly y Will —una especie de criminales nihilistas y uno de los logros de la novela—, el periodista Hugh Pryce, el soldado Calvin y otros que recorren el texto se diría que con precisión militar sustentados por una depurada técnica narrativa (fíjese el lector atento especialmente en los diálogos sin entrecomillar ni guión fundidos en la narración, una auténtica exhibición de poderío estilístico).

  En el año 1864, después de incendiar Atlanta, el general unionista William T. Sherman inicia una terrible marcha hacia el mar por los estados de Georgia y las dos Carolinas con un ejército de 60.000 soldados a los que se van uniendo miles de negros liberados, como atraídos por una extraña fuerza que no hace sino aumentar esta marea humana. Es la Guerra de Secesión, una guerra implacable, como piensa Hugh Pryce, enviado especial del Times de Londres y corresponsal con el Ejército del Oeste.

  ¿Qué guerra se libraba de manera tan implacable y con tanto fervor e intensidad como una guerra civil? Ninguna contienda entre naciones podría igualarla. Los generales del Norte y del Sur se conocían: habían coincidido en West Point o luchado codo con codo en la guerra de México. Inglaterra tenía, desde luego, un largo y sangriento historial de guerras civiles, pero eran hechos antiguos que se estudiaban en los colegios privados. Lo que sucedía en América era algo que uno tenía que ver con sus propios ojos. Y por cruentas y brutales que fueran las contiendas de Lancaster y York, el combate era cuerpo a cuerpo: con hachas de guerra, picas, mazas. Estos hombres eran asesinos de la era industrial: tenían fusiles de repetición capaces de matar a cien metros, metralla capaz de diezmar una fila mientras avanzaba, cañones fijos y móviles, munición capaz de destruir ciudades enteras. Su guerra era tan impersonal y mortífera que, en comparación con cualquier hecho anterior, resultaba poco más que pintoresco.

  Sin embargo, todavía quedaba algo de la antigua cultura militar. El brutal romanticismo de la guerra aún era posible en el momento de hacerse con el botín. Cada población por la que pasaba el ejército era un trofeo. En tal pueblo había una gran provisión de vino, en tal otro un granero lleno a rebosar, aquí un rebaño de vacas, allá un arsenal, casa que saquear, esclavos que reclutar. Había algo innegablemente clásico en todo eso, ya que, ¿cómo, si no, se habían abastecido los ejércitos de Grecia y Roma? ¿Cómo, si no, los soldados de Alejandro habían creado un imperio? El ejército invasor, cuando acampaba, se establecía como propietario de la tierra, con todos los elementos de la domesticidad, incluidas las mujeres, ampliando la función puramente comercial de su orden social.

  Los hacendados sureños pronto intuyen lo que sucederá, tal es el caso de John Jameson, de Fieldstone, que engrilletó a una docena de sus mejores esclavos y los mandó a un negrero de Columbia —ninguno de mis negros llevará el uniforme federal, eso te lo aseguro— pese a la oposición de Mattie, su mujer. Pero ha llegado el momento de huir.

  Ya vienen, Mattie, ya marchan hacia aquí. Es un ejército de perros salvajes bajo el mando de ese apóstata, ese canalla repugnante, ese demonio que primero se beberá tu té y saludará con una reverencia y luego te lo arrebatará todo.

  Los ricos terratenientes recogen sus más valiosas pertenencias y abandonan sus plantaciones. Es entonces cuando los esclavos comprenden, al ver el miedo en los ojos de sus amos, que el tiempo de la liberación ha llegado y dirigen sus miradas al horizonte, esperando la llegada del ejército unionista.

  Y luego, en la periferia de ese ruido de tierra pisoteada, oyeron, por fin, el vocerío de hombres vivos. Y los mugidos del ganado. Y los chirridos de las ruedas. Peo no vieron nada. Involuntariamente bajaron hacia la carretera, pero siguieron sin ver nada. Aquel clamor sinfónico lo invadía todo, llenando el cielo igual que la nube de polvo rojo que pasaba como una flecha  por el sur y empañaba el cielo, era la gran procesión de los ejércitos de la Unión, pero sin más sustancia que un ejército de fantasmas.

  Pearl, la esclava negra de piel blanca, hijastra de Jameson, decide como muchos otros unirse al ejército. También se une a la gran marcha la dama sureña Emily Thomson, quien trabajará como enfermera ayudando al doctor Drede Sartorius. No sentirá el menor remordimiento por haber traicionado sus lealtades sureñas y será capaz de contemplar imperturbable todo el horror y la miseria de la guerra.

  Otros, como Josiah Culp, fotógrafo, comisionado por el Gobierno para fotografiar la guerra y sus intérpretes, sigue a los ejércitos con el propósito de fotografiar a ambos: Soy fotógrafo con licencia del Ejército de Estados Unidos, explicó Culp. ¿Y por qué cree que es así? Porque el Gobierno es consciente de que, por primera vez en la historia, la guerra quedará grabada para la posteridad. Hago un registro pictórico de este terrible conflicto, caballero. Por eso estoy aquí. Ésa es mi contribución. Retrato la gran marcha del general Sherman para las generaciones venideras.

  Josiah todavía no sabe que un soldado rebelde desertor le hará cavar su propia tumba, vestirá sus ropas y a punta de pistola obligará a su ayudante negro a seguirlo hasta el cuartel general de Sherman, donde intentará matar al general. Este personaje recuerda a  Mathew Brady, uno de los fotógrafos más importantes que recogió la guerra en sus daguerrotipos.

  Pero Sherman sobrevive al atentado y sigue encaminando la guerra hacia su final, con los soldados exhaustos: Esta gente está dando de sí un poco más de  lo que yo creía posible, dijo Sherman. [...] Los hombres estaban famélicos y extenuados, y tan consumidos por los meses de marcha y escaramuzas y batallas que ya no quedaba nada de ellos salvo tendón y músculo. Estaban tan coléricos como sólo pueden estarlo los hombres agotados. La ropa que llevaban puesta ni siquiera llegaba a la categoría de harapos, y tenían hinchados y ensangrentados los pies descalzos. No había tamborileros para marcar el paso. No marcaban el paso. Mírelos, dijo Sherman a Teak, montados ambos en sus caballos al pasar revista. ¿Alguna vez ha visto un ejército mejor que éste? Me han dado todo lo que he pedido y más. Cuando acaba esta maldita guerra, los haría marchar Por Pensylvania Avenue en este mismo estado lamentable, apara que la gente se dé cuanta de lo que significa luchar en una guerra, cómo despoja a un hombre de todo lo intrascendente y deja a un luchador aguerrido con entrañas de hierro y el robusto corazón de un héroe.

  El General Lee se rinde con todo su ejército ante el general Grant el 9 de abril en el palacio de justicia de Appotomatox, Virginia. La Guerra Civil había terminado, aunque la mente de algunos hombres todavía guarde rescoldos que tardarán tiempo en apagarse.

  Aunque esta marcha ha acabado, y airosamente, ahora, y que Dios me perdone, siento nostalgia: no por la sangre y la muerte, sino porque ha dado sentido al suelo mismo que pisó, por cómo ha otorgado trascendencia moral a los campos, ciénagas, ríos y caminos, en tanto que ahora, conforme se disuelve la marcha, también se disuelve su sentido, a la vez que el ejército se disgrega en las intenciones aisladas de la difusa vida privada, y por tanto el terreno queda vacío y también difuso, e inefable, convertido una vez más en objeto, y queda, en la victoria, despojado de su razón de ser, y, ya sea iluminado por el día o a oscuras, ya sea estéril o fértil, aya sea violento o sereno, también queda completamente insensible y sin un objetivo propio.

  Y por qué Grant está hoy tan solemne frente a nuestro gran logro si no es porque este planeta inhumano y sin sentido necesitará nuestra huella guerrera para concederle valor, y porque nuestra guerra civil, la fábrica devastadora de los huesos de nuestros hijos, no es más que una guerra posterior a otra guerra, una guerra anterior a otra guerra.

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E.L. Doctorow, La gran marcha. Traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla. Roca Editorial. Barcelona 2006. 379 páginas. 18 €.

5 comentarios

kiku -

Es un gran libro, te narra muy bien lo sucedido durante la gran marcha y tambien la ambientacion es muy buena, yo me lo he leido en Catalàn, el unico pero es k tendrian k incorporar un mapa de nexo por donde transcurre toda la marxa, ya k cuando me lo estava leiendo he tenido k ir mirando un mapa de internet.

Dael -

Diantres! una obra buenisima de un buen escritor, espero tenerlo pronto en mis manos, aunque aqui en mexico parece ser que o no existe o existe con otro nombre, que mal que pase eso, pero ya que.

JJ -

¡Eh, que Calvin es el ayudante del fotógrafo! Por lo demás, gran crítica.

solodelibros -

También yo estoy detrás del libro desde hace unos días. He leído reseñas muy buenas sobre él y me despierta la curiosidad.

kafkaprocesado -

Doctorow es un genio. No tengo aún este libro, pero lo he tenido entre las manos varias veces. Terminaré comprándolo.
Saludos