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Leyendo a la sombra

Carretera y manta (I)

—Sí, papá, ya sé que fumo demasiado. No hace falta que me lo estés recordando constantemente —rezonga suavemente la mujer, prolongando la afirmación y la negación—. Duérmete un poco, que el viaje es largo.

La mujer conduce con el cigarrillo en la boca. El humo azulado asciende suavemente pegado a una de sus mejillas y le hace guiñar un ojo. La carretera brilla de una manera extraña. Debe ser el sol que me da de espaldas —piensa —, ¡bonito día!

Está amaneciendo y el vehículo enfila la nacional 5 dejando atrás Madrid. Los carrilles de la autovía en dirección a la ciudad son un amasijo coloreado de coches. Los de salida presentan un tráfico fluido, piensa la mujer recordando la voz del locutor que acaba de oír en la radio. El sol empieza a calentar el interior del vehículo y el anciano siente que los párpados le pesan. Apenas duerme por la noche y hoy se ha levantado muy temprano; pese a ello, ha tomado la determinación de no dormirse y estar atento a la carretera. No es que no se fíe de su hija. No, no es eso —se dice—. Quiero ver todo bien.

Pero el viejo no sabe que el paisaje es muy distinto al que vio la última vez que volvió al pueblo, hace de ello ya más de cuarenta años. No obstante, los ratos que esté despierto mirará fijamente con sus pequeños ojos húmedos ambos lados de la carretera y no hará apenas comentarios.

—Entonces la carretera era más estrecha y pasaba por los pueblos: Móstoles, Navalcarnero, Santa Cruz del Retamar. En Talavera parábamos a comer. A veces hacíamos noche allí. Ya sabes, tu madre no soportaba los viajes. Parábamos en un hotel que había en la estación de autobuses, creo que por aquella época era el único que había. Antes de reemprender el viaje nos dábamos un paseo por un parque que hay junto a la plaza de toros.

»En esa plaza murió un torero muy famoso, Joselito el Gallo, que había dado la alternativa a otro torero también muy conocido, ya sabes, Ignacio Sánchez Mejías, que toreaba con él la tarde en que murió. Mi padre estuvo ese día en aquella corrida.

La mujer conduce concentrada en la carretera. Mantiene uno de sus ojos entrecerrado, aunque ahora no está fumando. Apenas presta atención a las palabras de su padre. Tal vez ya conozca la historia, o quizás no le interese.

—Le oí decir a mi padre muchas veces, cuando contaba lo que sucedió aquella tarde —prosigue el hombre—, que cuando la gente supo que Joselito había muerto en la enfermería de la plaza, una ola de consternación corrió por toda la ciudad. ¡Una ola de consternación! Sí, eso decía siempre.

»Cuando el público abandonó la plaza mi padre se dirigió a una taberna en la que se juntaban los aficionados a los toros. Allí todos lo tenían por un entendido y sabían que no se perdía ninguna corrida de la feria de mayo. Enseguida se hizo un corro alrededor de la mesa en la que él y un amigo con el que había visto la lidia comentaban lo que habían visto en la plaza. Los parroquianos callaban ante las palabras de los dos hombres. Entonces, el dueño de la taberna le dijo a mi padre: “Don Eduardo, píntelo usted”, y retiró los vasos de la  mesa, pasó una bayeta al mármol con esmero y le dio a mi padre un trozo de lápiz que llevaba en la oreja.

»Ya sabes que tu abuelo pintaba y dibujaba, y no lo hacía nada mal. Y Allí, delante de todos, dibujó en el mármol de la mesa el instante  de la cogida. Aquel dibujo permaneció en el mármol del velador durante muchos años, en un rincón de aquella taberna, debajo de un inmenso cartel que anunciaba aquella corrida, y que iba del suelo al techo. Lo recuerdo perfectamente.

»Alguna vez fui de chico con él a los toros. A la salida, siempre le pedía que me llevase a ver aquel dibujo, y allí que nos íbamos. Yo miraba el mármol atentamente mientras mi padre tomaba un chato de vino. Una de esas veces me habló de Ignacio Sánchez Mejías, que dejó los toros en 1927 para dedicarse a la literatura, ¡nada menos!, exclamaba mi padre. Luego, en voz baja, me decía que fue amigo de muchos poetas de la Generación del 27, especialmente de Lorca, que le compuso un extraordinario poema cuando un toro mató a Sánchez Mejías en Manzanares. Y bajando más la voz, casi susurrando me recitaba:

A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana

a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida

a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte

a las cinco de la tarde.

»Federico García Lorca, ¡un gran poeta!, aseguraba. Cuando crezcas ya te dejaré alguno de sus libros y de otros poetas, como Cernuda, Salinas, Alberti. En fin, ya los leerás, me decía mi padre, pero no le hables de esto a tu madre, y me daba un suave pescozón sonriendo.

»Yo no sabía entonces de qué me hablaba mi padre, pero intuía que era algo de lo que no se podía hablar, porque en una ocasión cuando le pregunté por los libros de aquellos poetas después de haber mirado concienzudamente en la biblioteca de su despacho sin llegar a ver ninguno, me insistía en que no dijera nada, que en su momento él me los dejaría.

—Pero papá, ¿aquellos libros realmente existieron alguna vez? —pregunta la mujer sin despegar la mirada de la banda negra de la carretera.

—Supongo, hija. Pero nunca los llegué a encontrar. Y mira que los busqué la misma tarde en que enterraron a mi padre. Nada más volver del cementerio me fui derecho a su despacho y estuve buscándolos hasta la hora de la cena. Tu abuela sabía bien lo que estaba haciendo, porque cuando me senté a cenar me miró fijamente y me dijo: ¡Los libros, los malditos libros! ¡Y no me preguntes!

—¿La abuela sabía lo de los libros?

—¡Cómo no lo iba a saber! Y si en alguna ocasión volvía a salir el tema, ya sabes lo que me decía, que por aquellos libros estuvo a punto de entrar la desgracia en la casa. Y nunca habló más de ellos. Llegué a pensar más de una vez que mi padre los había quemado, que no existían. En cierta ocasión, unos meses antes de su muerte le pregunté a tu abuela por los libros, si estaban escondidos o se los habían llevado aquellos legionarios que bajo el mando de un capitán de las tropas de Castejón registraron la casa. Tampoco obtuve respuesta. Ya ves. Lo que sea, murió con ella en el 64. Y fíjate si ya había pasado tiempo de la guerra, ¡como que Fraga estaba entonces con aquello de los 25 años de paz!

—¿Y nadie en el pueblo lo sabía? No sé, algún amigo del abuelo, o su hermano, alguien que lo conociera.

—No. Pregunté a varios, y nada. Mi tío Jesús tampoco sabía nada, pero me aseguró que había visto aquellos libros en una balda de la librería de mi padre.

El viejo calla y parece rumiar sus recuerdos al compás del suave sonido del motor. La sombra del coche es ahora más pequeña. El sol ya no le da a la mujer en los ojos reflejado en el espejo retrovisor. La carretera ha cambiado ligeramente de color. Ahora es más clara y los remiendos de los baches más evidentes. La mujer piensa que tal vez no haya sido una buena idea emprender este viaje e inconscientemente levanta por unos instantes el pie del acelerador. Se pone unas gafas de sol. Oscuras. La carretera vuelve a cambiar de color. Su padre parece dormir o tal vez dormitar. Piensa en los libros. Ha leído a esos poetas y muchos de sus textos los ha recitado incluso en sus clases. Recuerda la cara de indiferencia de muchos de los alumnos. Algunos de ellos le han llegado a decir que les gustaban los poemas que leía, cuando les propone que lean al autor, esbozan una medio sonrisa y dan la conversación por terminada.

El viejo reposa la cabeza sobre el cristal de la ventanilla, buscando tal vez el calor del sol de este día de primavera. Ahora parece dormir. Mueve levemente los labios. La mujer recuerda a Ignacio Sánchez Mejías, torero, novelista, poeta, actor de cine y presidente del Betis. Le quitó la novia a Joselito. No sabe si su padre conoce el poema que le dedicó Miguel Hernández. No recuerda el título.

 Un letrero deja una cifra y una frase en la retina de la mujer: Talavera de la Reina 22 Km.

2 comentarios

Gatito viejo -

Disfruté mucho con este magnífico relato lleno de guiños literarios. Un placer leerte siempre.
Saludos

Meritxell -

Un buenísimo relato. Cuántas posibilidades en un viaje.

No nos importaría que tuviera continuación...

Aunque las vacaciones se acaban ya. La vuelta al trabajo nos tiene que unir a los del gremio. ¿No echas de menos a esos alumnos como los del relato? A nuestro pesar...

Saludos cordiales.