Cormac McCarthy, La carretera
Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico, se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras del agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.
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Se levantó con la primen luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. Debía de ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba calendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.
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Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los prismáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. La suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algún indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.
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Cuando volvió el chico seguía durmiendo. Retiró la lona de plástico azul que lo cubría y la dobló y la llevó al carrito de supermercado y la metió dentro y regresó con los platos y unos copos de avena en su bolsa de plástico y una botella de plástico de sirope. Extendió en el suelo la pequeña lona que les servía de mesa y colocó las cosas y se sacó la pistola del cinturón y la dejó sobre el mantel y luego se quedó mirando cómo dormía el chico. Se había quitado la mascarilla por la noche y estaba sepultada bajo las mantas. Observó al chico y miró entre los árboles hacia la carretera. Ese lugar no era seguro. Ahora que era de día podían verlos desde la carretera. El chico se movió. Luego abrió los ojos. Hola papá dijo.
Aquí estoy.
Ya lo sé.
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Una hora después estaban en la carretera. Él empujaba el carrito y entre los dos cargaban las mochilas. En las mochilas había cosas básicas. Por si tenían que abandonar el carrito y echar a correr. Asegurado al asa del carrito había un retrovisor de motocicleta que él utilizaba para mirar la carretera a sus espaldas. Se subió un poco más la mochila y observó el campo devastado. La carretera estaba desierta. En el pequeño valle la serpiente todavía gris de un río. Inmóvil y precisa. A lo largo de la orilla unos carrizos secos. ¿Estás bien?, dijo. El chico asintió con la cabeza. Luego echaron a andar por el asfalto bajo una luz gris plomo, arrastrando los pies por la ceniza, cada cual el mundo entero para el otro.
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oo0oo
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Así comienza La carretera, la última novela del escritor estadounidense Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933), premiada con el Pulitzer de este año. Frío, luz gris. Árboles muertos.
Ante los ojos del lector se despliega una sencilla y tremenda historia, la de un padre, de unos cuarenta años, y su hijo de ocho, que recorren a pie una carretera interestatal de Estados Unidos camino del sur, donde esperan encontrar posibilidades de sobrevivir. Van buscando el mar y rehuyen las zonas abiertas en un paisaje desolado, donde no hay vegetación, sólo árboles muertos, ríos de color gris ceniza, casi minerales. El cielo está oscuro y apenas se distingue la luz del sol. Con frecuencia llueve y nieva. El frío parece invadirlo todo. Por equipaje llevan mochilas y un carrito de supermercado, eso son todas sus pertenencias.
No sabemos con exactitud qué ha ocurrido, pero es fácil conjeturar que la acción transcurre en un mundo en el que se ha producido un holocausto nuclear y el padre y el hijo, no los conoceremos de otra manera a lo largo de la novela, son supervivientes buscando un destino en el que apenas creen. Otros como ellos también vagan por carreteras y caminos robándose las pocas cosas que transportan, incluso algunos practican el canibalismo.
El hombre lleva una pistola, con dos únicas balas, su única defensa frente a los malos, esos que cubiertos de harapos y famélicos vagan al acecho de otros. El hombre y su hijo son los buenos, y creen que en alguna aparte podrán encontrar a otros como ellos. En esa búsqueda atraviesan ciudades desiertas, esquilmadas. “No había señales de vida. Coches en la calle con una costra de ceniza, todo cubierto de ceniza y polvo. Rastros fósiles en el fango reseco. Un cadáver en un portal, tieso como el cuero”. Baten las calles como zapadores en busca de comida o cualquier cosa que les pueda servir, un trozo de plástico, una chaqueta vieja, un destornillador. Los objetos poseen otro valor. El hombre está enfermo, tose sangre, pero no deja que el desánimo venza a su hijo.
La carretera es más que una novela de ciencia ficción, más que un texto épico de carácter simbólico. Aunque tal vez también sea todo eso. Lo que sí es cierto es que es su lectura no deja indiferente. Poderosa, escrita con un estilo de frase corta, sin ninguna complicación sintáctica, en breves párrafos, con diálogos concisos, casi al borde del silencio, este libro se levanta poco a poco hasta la cima de los grandes textos.
Una novela que atrapa poderosamente al lector, que lo introduce en su mundo sin cartas marcadas: aquí no hay ni trampa ni cartón, no hay concesiones. Novela del conocimiento, pues como afirma Martin Amis, todo escritor sabe que la verdad está en la ficción. Con esta novela, el lector también. El final, una sorpresa.
No se la pierdan por nada. La carretera les está esperando.
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Cormac McCarthy, La carretera
Edit.Mondadori. Barcelona 2007
210 pág. 18.90 €
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