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Leyendo a la sombra

El libro

El libro

[...] El requerido es camarero en la cantina de la estación del Norte y está domiciliado en la calle Espíritu Santo 18 bajo 1ª, manifiesta no saber nada de dicho libro y no conocer a su autor. Preguntado por el Señor Comisario sobre el dueño del libro que el guardia Morrazo aquí presente encontró sobre una de las mesas de la cantina de la estación dice no recordar bien al hombre que estuvo sentado en  dicha mesa si bien recuerda que tomo un tazón de café con leche y unos churros y que le preguntó de qué estaban hechos dichos churros explicándole que los mismos son una masa de harina y agua y que luego se fríen en aceite muy caliente. También manifiesta que le llamó la atención el bulto que a modo de equipaje el hombre había depositado en el suelo pues tenía bordado un dibujo de una playa con palmeras. Afirma que apenas cruzó unas palabras con el hombre y que por lo poco que le oyó decir notó que hablaba español pero no como se habla aquí. Dice le preguntó que si era gallego pero el hombre no respondió. A la pregunta de que por qué cree que el hombre dejó el libro sobre la mesa tratándose como se trata de un libro de un autor prohibido por las Autoridades el cantinero manifiesta desconocer la razón o razones que llevaron al hombre a ello. Advertido por el Señor Comisario de que deberá avisar inmediatamente a la Autoridad si este hombre volviera a hacer acto de presencia el requerido manifiesta si puede llevarse el libro por si su propietario vuelve a recogerlo [...]

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  Ignacio Jurado recordó nada más salir de la Estación del Norte aquella fría mañana de febrero por qué acera no debía caminar. Se había bajado del tren que lo había traído de Francia con el cuerpo entumecido por la dureza del asiento y las horas interminables de un paisaje apenas visto que creía reconocer. La Castilla mesetaria, había oído en más de una ocasión a más de uno, pensó. El viaje lo había ocupado en repasar lo que llamaba ‘el plan’, comer dos bocadillos, releer Campos de Castilla y dormir lo que buenamente pudo.

  Después de bajar del tren recorrió durante unos minutos los andenes de la estación. Era la primera vez que pisaba Madrid y sabía que nunca volvería, lo había sabido cuando cambió de tren en Hendaya, a donde había llegado procedente de París. Ni siquiera unos minutos antes de pasar el control fronterizo tuvo dudas del motivo de su viaje.

  El frío del andén de la estación del Norte le arrancó las últimas hebras de sueño. Tomó un café y churros en la cantina de la estación, y al salir dejó sobre la mesa el libro de Antonio Machado que le había regalado el señor Arana, “¡qué mejor manera de entrar en España que hacerlo por los poemas de Machado”! Le daba reparo tirarlo a un cubo de basura como le había aconsejado don José Ramón, y prefirió dejarlo allí, como olvidado. El libro estaba forrado con dos hojas de El Popular, el periódico donde el señor Arana escribía una sección llamada “La hora de España”, que era lo primero que leía en cuanto tenía ocasión. En un primer momento pensó arrojarlo a la basura, como le había dicho el señor Arana, pero luego se hizo otras cuentas. Tal vez en aquella mesa alguien lo encontrara y le sirviera de provecho. Lo que Ignacio Jurado nunca supo es que el libro lo encontró Pedro Morrazo, un policía armada de Orense, que entró en Madrid con las tropas por la Moncloa y decidió que bastantes méritos había hecho ya en aquella guerra.

  Don José Ramón Arana nunca entendió los motivos de Ignacio Jurado y tampoco se lo propuso, ciertamente, pero sí pretendió disuadirlo desde el primer momento. Aquel empeño le pareció algo totalmente descabellado y sin ningún fundamento. Es más, aquello no podía salir bien, de ninguna manera. ¿Pero qué se le había metido en la cabeza a este hombre?

  Se conocían desde que empezó a acudir regularmente a aquel café en la calle 15 de Mayo, en la capital de la República, y en más de una ocasión le había referido a aquel mesero, ‘camarero’ se le escapaba a veces, los avatares de exiliado desde que terminó la guerra de España hasta su llegada a México. Ignacio Jurado apenas pestañeaba al oírlo, como si escuchase la historia por primera vez. Era en aquellos ratos en los que el café casi se vaciaba, cuando Ignacio Jurado se arrimaba  a la mesa de los españoles y les escuchaba con devoción, con una extraña devoción que más de uno creyó admiración. Allí le oyó referir al señor Arana lo que tantas otras veces tendría ocasión de oír.

  —Cuando en la primavera del 38 se hundió el frente de Aragón comprendí que la guerra terminaría inevitablemente como luego acabó terminando. Estuve en el campo de Gurs, hasta que me pude instalar en Bayona. Tenía miedo de la Gestapo y de la policía de Franco. Todos teníamos miedo. Yo ya estaba en Francia antes de que acabase la guerra y conocía bien aquello. De Bayona nos fuimos a Marsella con la intención de embarcar, cosa que hicimos gracias a la ayuda de Margaret Palmer, una cuáquera que nos consiguió los pasajes en el La Salle, el vapor que nos llevó hasta La Martinica, donde nació Federico. De allí pasamos a la República Dominicana. Luego quise ir a Cuba, pues allí estaban algunos conocidos, como Manolo Altolaguirrre y Juan Chabás, de los que ya te he hablado en alguna ocasión.

  “Vine aquí, a México, con la ayuda de Manuel Andújar, que nos ofreció su casa. Manolo y yo fundamos en 1946 Las Españas... Manolo fue el que me trajo a este café y el que nos presentó: a ti, el mesero que lee lo que los exiliados españoles publican, y a mí, el periodista de El Popular. En fin, de sobra sabes ya mi historia, como la de tantos otros de por aquí.

  El señor Arana creía entender el interés de Ignacio por España, admiraba en él ese tesón con el que leía algunas obras de españoles exiliados en México, pero lo que nunca entendió fue la decisión que tomó Ignacio en los primeros días del mes de febrero. Alguno hubo después, de aquellos que inicialmente creyeron ver en él admiración, que vieron luego demencia o algo parecido.

  El señor Arana se lo comentó a Max Aub, y este le dijo que veía en ello un buen motivo para una novela, la última del franquismo. Arana quería que Aub hablara con él y le convenciera del despropósito en el que estaba a punto de embarcarse.

  No hubo ocasión. El 20 de febrero de 1959 Ignacio Jurado habló con su patrón, don Rogelio García, y le dijo que tomaba vacaciones, algo que nunca había hecho en los veinte años que llevaba de mesero en el café. Unos días antes le había dicho al señor Arana que se iba a España a matar a Franco. Desde esa fecha no se le volvió a ver por el café de la calle 15 de mayo.

  Tuvieron que pasar muchos años para que el guardia Morrazo entrase un día a una librería en la calle de San Bernardo y comprase un ejemplar de las Poesías completas de Antonio Machado. El único libro que este hombre leería en su vida. Todavía hoy, en alguna ocasión, sus hijos lo recuerdan sacando el libro de un cajón del aparador y sosteniéndolo entre sus manos reverencialmente. Leía en voz baja, despacio, apenas moviendo los labios, y algunas veces callaba sin levantar la vista del libro. Leía cuatro o cinco poemas, y luego de cerrar el libro lo guardaba cuidadosamente en el cajón de donde lo había sacado. Raro fue el mes que no hubiera un día en que cogiese aquel libro y leyera algún poema. Sólo él pudo saber, si es que alguna vez lo supo, las veces que lo leyó.

3 comentarios

Portorosa -

Pero esto, esto... ¡esto es una maravilla, Lector!
Una verdadera maravilla, en mi opinión, me ha gustado muchísimo.

Meritxell -

Vaya, qué buen relato. Me ha dado verdadera pena cuando vi que ponías punto final a la historia.

Feliz año y que siga la inspiración del 2006.

Un saludo.

Palimp -

Te prodigas poco, pero cuando lo haces, dejas huella.