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Leyendo a la sombra

Vidas ejemplares

La visita del inspector

   A últimos de abril, o tal vez en los primeros días de mayo, empezaba a ser consciente de que el final del curso se acercaba y con él llegaban las vacaciones  de verano. Esa sensación se acrecentaba y convertía en algo sólido con la visita del inspector a las escuelas del pueblo, el buen tiempo, los días soleados y los atardeceres limpios.

   En aquellos años, mitad de los sesenta, el inspector, o el Señor Inspector del Ministerio de Educación, como lo llamaban los maestros, venía de Madrid y visitaba durante un día las escuelas de los niños y luego las de las niñas. Recuerdo que vestía siempre un traje de color claro y portaba una cartera de piel marrón cuyo contenido nunca llegamos a ver. Era un hombre serio, solemne, cuya sola presencia nos imponía a los alumnos un miedo reverencial.

   Unos días antes de su llegada, los maestros nos advertían seriamente de la misma, y nos instaban a ir limpios y portarnos bien, a ver qué va a pensar el señor inspector si os portáis mal, nos decían. De alguna manera los alumnos intuíamos que los maestros también hablaban para sí, pues el día que el inspector aparecía ninguno se ponía el guardapolvos gris y también ellos vestían chaqueta.

   La visita a las clases consistía en una charla con el maestro y un recorrido por la clase mirando los libros y cuadernos abiertos sobre los pupitres y haciendo alguna breve pregunta a algún alumno, que respondía de pie lo mejor que podía ante la mirada del maestro y las de los demás alumnos, un poco asustados los más y algo envidiosos unos pocos. Siempre pensé que en aquella visita podía ocurrir cualquier cosa, pero nunca sucedió nada, y año tras años, invariablemente, se repetían los mismos gestos, las mismas palabras, y esa sensación de temor a que pasara algo que jamás pasó.

   Por aquellos años del sesenta y tantos, mi padre era uno de esos maestros en aquel pueblo de Toledo. No sé por qué extraños designios, el inspector aparecía en casa con mi padre a la hora de la comida y comíamos todos juntos. No lo hacíamos en la cocina, como sucedía a diario, sino en el comedor, y mi madre se esmeraba no solo en poner mantel, platos y cubiertos adecuados a la ocasión, sino también en la comida. Aquel día era especial, pues el inspector comía en casa. Mi hermana y yo no abríamos la boca salvo para comer, y nos convertíamos en espectadores de la conversación de mi padre con el inspector. Mi madre apenas hablaba y toda su atención se depositaba en la comida y la mesa.

   No recuerdo cuántas veces cominos con aquel inspector que cada año aparecía por el pueblo a llevar a cabo su labor. Pero sí que mi padre y él llegaron a trabar cierta amistad, que se revelaba en el trato y en una felicitación por Navidad que llegaba desde Madrid puntualmente. De él recuerdo perfectamente cómo se llamaba: José Ramón Fernández Oxea, y recuerdo que en una de esas visitas le regaló a mi padre un libro sobre los dichos y refranes de la provincia de Toledo que había publicado. Esto me impresionó vivamente, pues nunca había conocido personalmente a nadie que hubiera escrito un libro. Mi padre lo respetaba profundamente y nunca oí de su boca nada negativo o crítico sobre su persona.


   Pasaron los años y aquel inspector fue sustituido por otros que ya no comían en mi casa y me fui olvidando de aquel hombre del que en muy pocas ocasiones hablé con mi padre.

   Recientemente, por esos avatares de la vida, me he vuelto a encontrar con él en internet. Y he descubierto algo de lo que nunca oí hablar a mi padre e incluso, ahora, tantos años después, pienso que quizás ni siquiera él conocía. Aquel inspector, don José Ramón Fernández Oxea, fue un maestro represaliado por el régimen franquista por ser de izquierdas y participar como galleguista en diversos actos públicos antes de la Guerra Civil, lo que le valió un expediente de depuración.

   Me pregunto si ahora los vecinos de Ourense que van a hacer la compra al supermercado situado en la calle que lleva su nombre saben quién fue este hombre.

   El tiempo va limando los recuerdos, hasta ese punto en que uno ya incluso duda si no será la imaginación la que realmente alimenta la memoria en muchas ocasiones.

   He terminado de leer estos días el último libro de Luis Landero y me he visto empujado a la nostalgia del recuerdo de aquel maestro de escuela que fue mi padre, hijo de un carretero y hermano de un carpintero enamorado de su jardín. Su afán en el colegio, su bonhomía y carácter conciliador. Sus clases en el verano, una inestimable y exigua ayuda económica a su escaso sueldo. El orgullo con el que se definía: maestro nacional. Pero sobre todo, pienso en aquello que nunca le dije: que le admiraba y le quería, y que siento que si hay algo de bueno en mí, a él se lo debo.

   La noche en que murió estábamos en la habitación del hospital solos él y yo. Miro a la ventana y el cristal me devuelve el reflejo de la estancia, mi padre en la cama respirando fatigosamente y yo a su lado, de pie. Hay algo ajeno y extraño en esa imagen, pero hace horas que sé que esta noche va a suceder. Desde ese instante, me siento un poco más solo y desamparado, sabedor de que ahí comienza de alguna manera mi última andadura.

   Aquel mundo del que formé parte ya solo existe en la memoria de quienes lo vivimos. Me gustaría poder hablarle a mis hijas de él, evocarlo para ellas, y decirles: leed este libro de Luis Landero, hacedlo con cariño y ternura, quizás así sepáis un poco mejor quién soy.

 

Luis Landero. El balcón en invierno.

Edit. Tusquets. 245 páginas. 17 €.


Mujeres que leen

   Navalmanzano es un pequeño pueblo de la provincia de Segovia. Si el viajero da con él, lo más probable es que tal hecho sea fruto de la pura casualidad ya que la autovía que enlaza la capital de la provincia con Valladolid deja el pueblo a un lado, y continuar hasta la cercana villa de Cuéllar para dejar la carretera y detenerse a tomar un café o tal vez comer parece la única opción razonable cuando uno pasa por allí si va en dirección a Valladolid, y si viene del norte y se dirige a Segovia, quizás ni siquiera repare en él.

   Suelo pasar algunos días de finales de agosto por esas tierras, en un pueblo aún más pequeño, más distante de la autovía y al que ni los viajeros que se pierden llegan hasta allí. A media mañana cojo el coche y me acerco a Navalmanzano a comprar el periódico y tomar un café en el bar de la plaza, a esa hora prácticamente vacío de parroquianos. El camarero, un muchacho fornido con el pelo cortado de una manera que recuerda vagamente a un indio mohicano, me saluda y me pone un café solo.

   Le pregunto si me puedo conectar a internet en algún sitio y me dice que en la biblioteca, nada más salir, a la derecha. Pago el café y salgo a la plaza. Miro a la derecha y veo un pequeño callejón que linda con el ayuntamiento. Al fondo, efectivamente, sobre una pequeña puerta se puede leer BIBLIOTECA MUNICIPAL. Unos niños charlan animadamente en la entrada.

   Entro y veo una sala espaciosa, con un alto techo y una galería que circunda todo el espacio. Intuyo que originalmente era un edificio de dos plantas, y de la superior proviene la galería a la que se accede por una escalera. Debajo de esta, un pequeño mostrador y detrás una mujer joven que me sonríe y saluda amablemente. Es la bibliotecaria.

   Me dice que me puedo conectar a internet sin ningún problema, le pregunto por los lectores y sin dejar de sonreír me comenta que prestan más de trescientos libros al mes a lectores de Navalmanzano y de otros pequeños pueblos cercanos. Que suelen estar atentos a las novedades y que además de la financiación de la Junta de Castilla y León reciben ayuda del ayuntamiento. Esto último lo corrobora un hombre joven que parece estar leyendo u ordenando unos papeles. Es el alcalde, me dice la bibliotecaria. Por un instante pienso que este sería el último lugar en el que uno imaginaría encontrar al alcalde de este pueblo, pero no comento nada.

   Me habla de los gustos de los lectores más jóvenes, me cita algunos de los títulos más solicitados. Me dice que la gestión de libros y préstamos está informatizada y con una sonrisa complaciente me informa de que quienes más leen son las mujeres, incluso sospecha que algunos hombres, por un extraño pudor que les impide acercarse a esta bonita biblioteca, envían a sus mujeres a por libros.

   Me despido de la mujer y del alcalde y salgo a la plaza. Voy a buscar el coche y me fijo por un momento en las mujeres con las que me cruzo. Imagino que por la tarde o por la noche alguna de ellas se sumergirá en la lectura de un libro, probablemente una novela, y por unas horas vivirán las vidas y avatares de los personajes que pueblan esas historias, haciendo suyos sus desventuras, fracasos, pensamientos, deseos…

   Siento curiosidad por las lecturas de esas mujeres, pienso en qué le comentarán a la bibliotecaria de esos libros que leen, qué sentimientos les provocan y si hablan de ello con alguien. ¿Les aconseja la bibliotecaria algún título?, ¿comentan entre ellas sus lecturas?

   Imagino a esta peculiar cofradía de lectoras de este pueblo segoviano hablando con complicidad de libros, recomendándose títulos, pidiendo consejo a la bibliotecaria, y cuando enfilo la carretera de salida, de alguna manera me siento cercano a estas mujeres que leen, que imaginan, que viven otras vidas diferentes a las suyas en sus lecturas.

   Mañana, cuando vaya a comprar el periódico y me tome un café en el bar de la plaza, me sentiré un poco como en casa. En la gran casa de la lectura.


Tu quoque

Allí, tumbado en el suelo, mientras se le entra la muerte entre sus manos y su perfil blanquecino apenas deja ver la mueca de sonrisa, lo que va dejando de ser su cuerpo dibuja como un quiebro en la acera de los pares de la Gran Vía. Los que le rodean, ejecutantes rituales de esa coreografía de tubos, inyecciones de adrenalina y cables, no saben que este es el último lance del Bolerito, torero fracasado, aficionado al latín desde sus años mozos en Sevilla y lector de Julio César. Él mismo se quitó la navaja, le dice el policía al médico, que suelta en la acera los guantes que ya no son blancos. Cuando el Bolerito se llevó las manos al costado se acordó de las clases de latín de don Luis, allí, en su Sevilla, y cuando supo que de esta no salía dijo, sonriendo apenas, ¡me has jodido, tío! El conductor de la ambulancia ha apagado los destellos naranjas y enciende un cigarrillo. La muerte vuelve a ser otra vez del color de la noche, pero esto ya no lo sabe el Bolerito.

Volviendo a casa

Llegó al barrio una mañana de domingo, cargada con dos grandes bolsas en las que, como después supimos, arrastraba todo su equipaje. Tomaba el sol en un rincón apartado del parque. Un sol apenas tibio que compartía con abuelos y nietos a los que miraba indiferente con sus grandes ojos mientras a ratos escribía en un cuaderno escolar de tapas azules. Uno dijo que dormía en un cajero; otro comentó sorprendido que no pedía dinero, pero que le dio unos euros que aceptó agradecida mirándole a los ojos. A veces la veíamos hablar con doña Concha, la anciana del décimo, que raramente salía a la calle, excepto para proveerse de sus medicinas en la farmacia de la esquina. Cuando toma el sol, hierática en su rincón del parque, su figura adquiere una extraña dignidad. Los perros y los niños lo saben, se acercan a ella y parecen  mirarla con respeto; ella los mira y sonríe vagamente, apenas desvía su mirada del imposible horizonte de este barrio de Madrid. Esta mañana me he sentado en un banco del parque a leer el periódico. Un olor dulzón me ha hecho levantar la vista del diario y ahí estaba, a mi lado, dándose crema en los brazos, con sus dos grandes bolsas y su cuaderno de tapas azules. He reanudado la lectura, pero no podía sustraerme a su presencia y por un momento pensé que deberíamos ofrecer una estampa curiosa; una escribiendo en su cuaderno, las mangas de su jersey arremangadas ofreciendo al sol su piel dorada, yo leyendo y mirándola de reojo. Al cabo de una hora, he separado el suplemento cultural y mientras me levantaba para marcharme a casa le he ofrecido el periódico, yo ya lo he leído, me ha sonreído, gracias, ha cerrado el cuaderno y lo ha cogido. De nada. ¿Qué tal por el barrio? ¿Le gusta? Ha sonreído y afirmando con la cabeza me ha dicho sí, no está mal, hay gente muy amable, como en muchas partes. Claro, como en muchos sitios. Cuando me disponía a irme me ha vuelto a dar las gracias por el periódico. Está bien saber cómo está el mundo, ¿verdad?, aunque a veces dé miedo. He sonreído y le he dicho adiós con la mano. ¿Vive por aquí? Sí, ahí, al otro lado del parque, en ese edificio alto de color gris. Yo vivo por aquí, ha dicho extendiendo los brazos y la sonrisa. Pero estoy sólo de paso, ¿sabe?, hace un tiempo me fui de casa, tenía demasiadas preguntas en mi cabeza y pensé que era bueno buscarles respuestas, ¿verdad?, no conviene vivir con tanto interrogante, ¿no cree?; ahora ya sé que estoy volviendo y que mi hijo me estará esperando en casa, y eso está bien. Claro, feliz regreso. Y he cruzado el parque preguntándome por las preguntas de esa mujer. Desde el ventanal del salón la he visto leyendo el periódico, allá abajo. Va camino a casa, he pensado. Feliz regreso.

El libro

El libro

[...] El requerido es camarero en la cantina de la estación del Norte y está domiciliado en la calle Espíritu Santo 18 bajo 1ª, manifiesta no saber nada de dicho libro y no conocer a su autor. Preguntado por el Señor Comisario sobre el dueño del libro que el guardia Morrazo aquí presente encontró sobre una de las mesas de la cantina de la estación dice no recordar bien al hombre que estuvo sentado en  dicha mesa si bien recuerda que tomo un tazón de café con leche y unos churros y que le preguntó de qué estaban hechos dichos churros explicándole que los mismos son una masa de harina y agua y que luego se fríen en aceite muy caliente. También manifiesta que le llamó la atención el bulto que a modo de equipaje el hombre había depositado en el suelo pues tenía bordado un dibujo de una playa con palmeras. Afirma que apenas cruzó unas palabras con el hombre y que por lo poco que le oyó decir notó que hablaba español pero no como se habla aquí. Dice le preguntó que si era gallego pero el hombre no respondió. A la pregunta de que por qué cree que el hombre dejó el libro sobre la mesa tratándose como se trata de un libro de un autor prohibido por las Autoridades el cantinero manifiesta desconocer la razón o razones que llevaron al hombre a ello. Advertido por el Señor Comisario de que deberá avisar inmediatamente a la Autoridad si este hombre volviera a hacer acto de presencia el requerido manifiesta si puede llevarse el libro por si su propietario vuelve a recogerlo [...]

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  Ignacio Jurado recordó nada más salir de la Estación del Norte aquella fría mañana de febrero por qué acera no debía caminar. Se había bajado del tren que lo había traído de Francia con el cuerpo entumecido por la dureza del asiento y las horas interminables de un paisaje apenas visto que creía reconocer. La Castilla mesetaria, había oído en más de una ocasión a más de uno, pensó. El viaje lo había ocupado en repasar lo que llamaba ‘el plan’, comer dos bocadillos, releer Campos de Castilla y dormir lo que buenamente pudo.

  Después de bajar del tren recorrió durante unos minutos los andenes de la estación. Era la primera vez que pisaba Madrid y sabía que nunca volvería, lo había sabido cuando cambió de tren en Hendaya, a donde había llegado procedente de París. Ni siquiera unos minutos antes de pasar el control fronterizo tuvo dudas del motivo de su viaje.

  El frío del andén de la estación del Norte le arrancó las últimas hebras de sueño. Tomó un café y churros en la cantina de la estación, y al salir dejó sobre la mesa el libro de Antonio Machado que le había regalado el señor Arana, “¡qué mejor manera de entrar en España que hacerlo por los poemas de Machado”! Le daba reparo tirarlo a un cubo de basura como le había aconsejado don José Ramón, y prefirió dejarlo allí, como olvidado. El libro estaba forrado con dos hojas de El Popular, el periódico donde el señor Arana escribía una sección llamada “La hora de España”, que era lo primero que leía en cuanto tenía ocasión. En un primer momento pensó arrojarlo a la basura, como le había dicho el señor Arana, pero luego se hizo otras cuentas. Tal vez en aquella mesa alguien lo encontrara y le sirviera de provecho. Lo que Ignacio Jurado nunca supo es que el libro lo encontró Pedro Morrazo, un policía armada de Orense, que entró en Madrid con las tropas por la Moncloa y decidió que bastantes méritos había hecho ya en aquella guerra.

  Don José Ramón Arana nunca entendió los motivos de Ignacio Jurado y tampoco se lo propuso, ciertamente, pero sí pretendió disuadirlo desde el primer momento. Aquel empeño le pareció algo totalmente descabellado y sin ningún fundamento. Es más, aquello no podía salir bien, de ninguna manera. ¿Pero qué se le había metido en la cabeza a este hombre?

  Se conocían desde que empezó a acudir regularmente a aquel café en la calle 15 de Mayo, en la capital de la República, y en más de una ocasión le había referido a aquel mesero, ‘camarero’ se le escapaba a veces, los avatares de exiliado desde que terminó la guerra de España hasta su llegada a México. Ignacio Jurado apenas pestañeaba al oírlo, como si escuchase la historia por primera vez. Era en aquellos ratos en los que el café casi se vaciaba, cuando Ignacio Jurado se arrimaba  a la mesa de los españoles y les escuchaba con devoción, con una extraña devoción que más de uno creyó admiración. Allí le oyó referir al señor Arana lo que tantas otras veces tendría ocasión de oír.

  —Cuando en la primavera del 38 se hundió el frente de Aragón comprendí que la guerra terminaría inevitablemente como luego acabó terminando. Estuve en el campo de Gurs, hasta que me pude instalar en Bayona. Tenía miedo de la Gestapo y de la policía de Franco. Todos teníamos miedo. Yo ya estaba en Francia antes de que acabase la guerra y conocía bien aquello. De Bayona nos fuimos a Marsella con la intención de embarcar, cosa que hicimos gracias a la ayuda de Margaret Palmer, una cuáquera que nos consiguió los pasajes en el La Salle, el vapor que nos llevó hasta La Martinica, donde nació Federico. De allí pasamos a la República Dominicana. Luego quise ir a Cuba, pues allí estaban algunos conocidos, como Manolo Altolaguirrre y Juan Chabás, de los que ya te he hablado en alguna ocasión.

  “Vine aquí, a México, con la ayuda de Manuel Andújar, que nos ofreció su casa. Manolo y yo fundamos en 1946 Las Españas... Manolo fue el que me trajo a este café y el que nos presentó: a ti, el mesero que lee lo que los exiliados españoles publican, y a mí, el periodista de El Popular. En fin, de sobra sabes ya mi historia, como la de tantos otros de por aquí.

  El señor Arana creía entender el interés de Ignacio por España, admiraba en él ese tesón con el que leía algunas obras de españoles exiliados en México, pero lo que nunca entendió fue la decisión que tomó Ignacio en los primeros días del mes de febrero. Alguno hubo después, de aquellos que inicialmente creyeron ver en él admiración, que vieron luego demencia o algo parecido.

  El señor Arana se lo comentó a Max Aub, y este le dijo que veía en ello un buen motivo para una novela, la última del franquismo. Arana quería que Aub hablara con él y le convenciera del despropósito en el que estaba a punto de embarcarse.

  No hubo ocasión. El 20 de febrero de 1959 Ignacio Jurado habló con su patrón, don Rogelio García, y le dijo que tomaba vacaciones, algo que nunca había hecho en los veinte años que llevaba de mesero en el café. Unos días antes le había dicho al señor Arana que se iba a España a matar a Franco. Desde esa fecha no se le volvió a ver por el café de la calle 15 de mayo.

  Tuvieron que pasar muchos años para que el guardia Morrazo entrase un día a una librería en la calle de San Bernardo y comprase un ejemplar de las Poesías completas de Antonio Machado. El único libro que este hombre leería en su vida. Todavía hoy, en alguna ocasión, sus hijos lo recuerdan sacando el libro de un cajón del aparador y sosteniéndolo entre sus manos reverencialmente. Leía en voz baja, despacio, apenas moviendo los labios, y algunas veces callaba sin levantar la vista del libro. Leía cuatro o cinco poemas, y luego de cerrar el libro lo guardaba cuidadosamente en el cajón de donde lo había sacado. Raro fue el mes que no hubiera un día en que cogiese aquel libro y leyera algún poema. Sólo él pudo saber, si es que alguna vez lo supo, las veces que lo leyó.

Navidad en el distrito ario (diciembre de 1942)

Navidad en el distrito ario (diciembre de 1942)

El periodista polaco Henryk  Ryszewski no era judío. Vivía en Varsovia, en el distrito ario, muy cerca del gueto. Era un ferviente antisemita, pero esta actitud cambió cuando empezó a conocer el comportamiento de los alemanes en Polonia y especialmente en Varsovia, la capital, donde vivía.

Allí, en el número 7 de la calle Novy Zjazd, él e Irena, su mujer, escondieron a 13 judíos del gueto, con los que celebraron la Navidad de 1942, bajo la amenaza permanente de ser descubiertos o delatados por vecinos que buscaban una ganancias fáciles.

El propio Ryszewski nos lo relata así: Nos vimos rodeados por todas partes  por una omnipresente vigilancia, perfectamente organizada, que había aprendido en la mejor escuela. Las escaleras de los grandes edificios de alquiler se hicieron transparentes como el cristal. Un gran ojo lo veía todo, lo atravesaba todo, lo observaba todo sin cesar, siempre estaba en el lugar y el  omento oportunos. Desde que habíamos escondido a fugitivos del gueto en nuestra casa, sentíamos con fuerza la presencia de ese gran ojo. ¡Deseábamos ardientemente formular un conjuro para convertir a los proscritos en invisibles, impedir que pudieran verlos todas aquellas personas con las que nos cruzábamos en el portal, por mucho que fueran personas de confianza o seres queridos! Y es que en aquellos tiempos no era posible fiarse de nadie, ni siquiera de los parientes. Estaba en juego la vida y la seguridad de las personas a las que dábamos refugio.

Como pueden leer, Ryszewski no dice “estaba en juego la vida de todos nosotros” en su relato de aquellos hechos. Sólo se está refiriendo a las personas que tiene escondidas en su casa y que celosamente oculta de las miradas de los demás. Esta actitud moral le valió el reconocimiento en 1972, después de su muerte, del Instituto Yad Vashem de Jerusalén, concediéndosele el título de Justo entre las Naciones.

Francisco Boix, una Leica en Mauthausen

Francisco Boix, una Leica en Mauthausen

   Francisco Boix Campo nació en Barcelona en 1920, en el seno de una familia catalanista. Su padre era sastre y había pertenecido en sus años jóvenes a la CNT; se dice de él que era muy aficionado a la fotografía, y parece ser que el joven Boix compartió esta afición con su padre.
   Al inicio de la Guerra Civil encontramos a Boix  en los ambientes de la Juventudes Socialistas Unificadas de Cataluña siempre con su Leica en la mano. En aquellos años empieza a trabajar como fotógrafo de prensa y todos lo recuerdan como un fotógrafo apasionado, pendiente las veinticuatro horas del día de hacer fotografías. No sabemos si llegó a participar en alguna acción armada como combatiente, pero sí estuvo en diversos frentes como fotógrafo.
   Cuando se derrumba la Segunda República, Boix pasa a Francia camino del exilio. Su padre fue encarcelado y liberado en 1942, cuando su muerte era inminente.
   Poco sabemos de los primeros meses de Boix en Francia. Estuvo internado un tiempo en los campos de Vernet d’Ariege y de Septfonds. De este último salió hacia el norte en septiembre de 1939 junto con excombatientes republicanos encuadrados en la 28 Compañía de Trabajadores extranjeros. En mayo de 1940 las líneas defensivas francesas son destrozadas por la Wehrmacht, Boix es hecho prisionero por los alemanes, pasa por diversos campos  y es conducido a Mauthausen, junto con 1506 republicanos españoles, a donde llegan el 27 de enero de 1941.
   En Mauthausen existía un Kommando llamado Erkennungsdients, oficialmente era un laboratorio fotográfico destinado a los retratos policiales de identificación de los presos, aunque en la práctica se hacían fotografías de muertes por arma  de fuego, suicidios, accidentes, asuntos de naturaleza médica y acontecimientos varios del campo, como las visitas de altas jerarquías, por ejemplo las de Himmler y otros altos cargos de las SS. A este Kommando se incorpora Boix a finales de 1942, y allí trabajó como fotógrafo y técnico de laboratorio con dos españoles más.
   Boix y la organización clandestina del Partido Comunista español deciden ese año de 1942 esconder los negativos del Erkennungsdients. Como esconder los negativos dentro del campo era muy peligroso, deciden sacarlos de allí. Para ello, se ponen en contacto con españoles que trabajaban en el llamado Bahnholkommando, un grupo de trabajo que salí a diario desde el campo hasta la estación de Mauthausen. El preso Jacinto Cortés y otros españoles de ese kommando habían hecho una cierta amistad con una familia del pueblo. Fue Jacinto el que le pidió a Anna Pointer que ocultase el paquete de fotografías y negativos que habían robado a los SS en el campo.
   Cuando Mauthausen es liberado, Boix marcha a París. Allí da a conocer algunas de las fotografías sacadas del campo de concentración en periódicos y revistas próximos al Partido Comunista francés. Enseguida se publican varios libros y las autoridades francesas se interesan por quien podría ser un testigo de gran valor en los juicios contra criminales de guerra que se estaban preparando.
   En 1946 Boix declaró como testigo en dos de esos procesos: el proceso de Nuremberg (Tribunal Militar Internacional) contra la cúpula dirigente del Tercer Reich, y unas semanas después en Dachau, en el proceso de la Sección Crímenes de Guerra contra 61 antiguos SS de Mauthausen. En ambos casos las acusaciones presentaron como pruebas las fotografías que Boix había hecho y robado en Mauthausen. Su testimonio y las fotografías presentadas fueron determinantes para sostener varias acusaciones y condenas.

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MAUTHAUSEN. CUADRAGÉSIMA QUINTA JORNADA. Martes 29 de enero de 1949. Sesión de la mañana.
(Se hace entrar al testigo Francisco Boix)
Dubost.- Continuamos. El tribunal recuerda que ayer por la tarde proyectamos seis fotografías de Mauthausen que nos han sido proporcionadas por el testigo que todavía está en el estrado y que fueron comentadas por él. Este testigo indicó particularmente en qué condiciones fue tomada la fotografía que representa a Kaltenbrunner en la cantera de Mauthausen. Depositamos estas fotografías bajo el número RF-332 como documento francés. Permítanme hacer una pregunta más a este testigo y habré terminado con él, al menos en cuanto a lo esencial de esta declaración. (Dirigiéndose a Boix) testigo, ¿reconoce usted entre los acusados a algunos de los visitantes del campo de Mauthausen a quienes haya visto cuando estaba internado?
(El testigo se vuelve hacia el banco de los acusados, se levanta y señala con el dedo)
Boix.- Speer.

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   Boix residió en París desde el verano de 1945 hasta su muerte, en 1951. En París trabajó como reportero gráfico en diversas publicaciones, entre ellas L’Humanité, órgano del PC francés. Escribió un libro sobre su estancia en Mauthausen, al que tituló Spaniaker, la forma despectiva con que se referían a los españoles algunos SS, e hizo llegar el manuscrito al escritor André Wurmser. Cuando en los setenta la escritora catalana Montserrat Roig se interesó por el texto, Wurmser le dijo que se lo había dejado a Pierre Courtade, fallecido unos años después que Boix. Aún hoy se desconoce el paradero de dicho libro.

Francisco Boix, un fotógrafo en el infierno. DVD documental de Francisco Llorenç Soler. Planeta Historia. 55 minutos.

Benito Bermejo, Francisco Boix, el fotógrafo de Mauthausen. Edit. RBA. Barcelona 2002. 255 páginas. 30 €.