Almudena Grandes, El corazón helado
Decía un buen amigo que le encantaban las aceitunas negras porque eran las mejores que había, de manera que cuando surgía la ocasión, no cabía controversia alguna: aceitunas negras. Y las comía sin pasión, como asumiendo que no cabía hacer otra cosa. Compadecía sinceramente a los que no sabían, o no querían o no podían apreciar la bondad de aquellas olivas. El problema es de los otros, decía, no de las aceitunas. Me he acordado de este amigo hoy, cuando he terminado de leer las más de novecientas páginas de la última novela de Almudena Grandes.
Empecé la novela convencido de que iba a ser una buena novela, que iba a disfrutar de su lectura. Nada nuevo a estas alturas tratándose de otra obra de Almudena Grandes, me dije. Por otra parte, había leído la anterior novela, Los aires difíciles (Edit. Tusquets, 593 páginas), ciertamente magnífica, que apareció en febrero de 2002. Leí después los cinco relatos tirando a novelas cortas de Estaciones de paso (Edit. Tusquets, 287 páginas, septiembre de 2005), que me convencieron definitivamente de que esta escritora se maneja mejor en la larga distancia que en la corta y que comenté en su día. Y ahora, ya digo, acabo de terminar la última: El corazón helado.
Es una extensa novela, tal vez algunos pensarán que demasiado. A pesar de ello, empecé su lectura totalmente convencido de que entraba en un libro excelente, y según y conforme avanzaba por el texto me iba persuadiendo cada vez de más de estar en lo cierto, como el de las aceitunas, vaya.
Prejuicios de lector aparte —y reconozco que los tengo—, esta novela me ha parecido magnífica, desbordante de literatura. Por momentos, una auténtica desmesura. Un texto que va creciendo, creciendo, levantándose poco a poco hasta hacerse verdad.
La novela es una tremenda historia de amor, de esas que hay tantas por ahí y tan parecidas, grandes o pequeñas, grandiosas o sórdidas, que parece que no van a ir a ningún lado y al final terminan por ser verdad. Pero también es algo más, mucho más que eso. Es la voluntad de contar lo que sucedió en un pasado próximo, reciente, en la época turbulenta de los años inmediatamente anteriores a la Guerra Civil, y la larga posguerra, con sus exiliados, sus vencedores y sus perdedores, su hambre, su dolor y su miseria, y también su dignidad. Un pasado que se nos viene al momento presente en los hijos y nietos de aquellos que lo vivieron y protagonizaron de alguna manera.
Es la historia de un traidor, Julio Carrión, un hombre que se hace a sí mismo sin escrúpulo alguno, que no dudará en marchar a Rusia después de la guerra civil como soldado de la División Azul, escondiendo entre sus ropas un carné de las Juventudes Socialistas. Y un traicionado, Ignacio Fernández, republicano, soldado defensor de Madrid, exiliado. Y esta historia va hilvanándose con otras que van armando un tejido narrativo fluido, una novela de novelas, subyugante y maciza, sin fisuras, que es capaz de convulsionar al lector, que de ninguna manera queda indiferente, sino más bien todo lo contrario. Tocado, pero no hundido.
La obra se articula formalmente en tres partes: “El corazón” (113 páginas), “El hielo” (610 páginas), y “El corazón helado” (176 páginas), a las que hay que sumar una nota de la autora bajo el título “Al otro lado del hielo” (10 páginas). La estructura en tríptico, con ese gran bloque central flanqueado por los otros de menor extensión, consigue un eficaz despliegue de la materia narrada ya que cada una de esas tres partes se divide a su vez en capítulos en los que se van alternando y sucediendo las voces de dos narradoras con un grado diferente de implicación con lo narrado.
En los capítulos impares de cada parte aparece un narrador interno en primera persona que es la voz de un personaje, el hijo de Julio Carrión, Álvaro. Él es quien nos introduce en la novela y su focalización perceptual (vista, oído, olfato, tacto…), psicológica e ideológica van dosificándose con oficio a lo largo de todo el texto según va narrando el encuentro y enamoramiento entre él y Raquel, que les llevará a ambos a descubrir la fractura que supuso la guerra civil y cómo ese pasado todavía alcanza hasta el presente.
Por otra parte, en los capítulos pares un narrador omnisciente en tercera persona va contando fragmentariamente la historia familiar de la familia de Ignacio Fernández, el abuelo de Raquel.
La técnica básica es la realista, pero sabiamente combinada con procedimientos que vienen de la renovación de la novela en el siglo XX, como el estilo indirecto libre o el monólogo interior. Lo moderno y lo tradicional se funden sin estridencias en algunos momentos clave de la novela, como la desgarradora lectura que hace Álvaro de la carta de su abuela Teresa que su padre le ocultó en vida (páginas 302 a 307).
En fin, en estos tiempos en los que parece que no es lícito revisar una inamovible visión histórica, en los que se quiere perpetuar el olvido interesado —algunos voceros hablan de remover el pasado, cuando tal vez deberían decir hacer, por fin, justicia a tantos a los que se les negó durante tanto tiempo—, la lectura de esta novela se hace necesaria.
Permítaseme añadir un dato anecdótico. El texto que les propuse en el examen de la tercera evaluación a mis alumnos de 2º de Bachillerato para que analizaran sus características lingüísticas y literarias, es el siguiente fragmento de la novela, un pasaje en el que se narra la celebración de la muerte de Franco que hacen los exiliados en París (pág. 41-42).
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Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por la milagrosa transformación de su abuela, que parecía de repente una mujer muy joven, porque le brillaban los ojos, y los labios, ni por la forma en que su abuelo Ignacio miraba a su mujer, pozos salvajes, sombríos, también sus ojos salvo cuando la seguían como si estuviera a punto de enamorarse de ella, treinta y tres años después de que ella le enamorara por primera vez. Los dos se besaron en la boca durante mucho tiempo cuando terminaron de bailar en una plaza donde otros españoles mucho más jóvenes y muy distintos, frutos amargos de la España de Franco, estudiantes y exiliados voluntarios de última hora mezclados con pseudoaventureros izquierdistas de buena familia y trabajadores a secas, habían improvisado una verbena con el acordeón de un argentino que sabía tocar pasodobles.
Eran españoles y bebían champán. Eran españoles y por eso bailaban, y cantaban, y hacían ruido, e invitaban a beber, a bailar, a cantar, a cualquiera que se acercara a mirarlos, pero su alegría era distinta, mucho más pura, rotunda y luminosa, más trivial quizás que la que iluminaba las mejillas hundidas de quienes habían pagado un precio elevadísimo por sonreír aquella noche, pero también más entera, más cercana a la felicidad auténtica. Los vieron por casualidad, cuando iban a recoger el coche para volver a casa, y se quedaron mirándoles por pura diversión, sólo porque eran tan jóvenes y hablaban tan alto y se reían tan fuerte y hacían tanto ruido y estaban tan contentos.
—¿Sois españoles? —preguntó a la tía Olga el que se fijó en ellos, y Olga bebió de la botella antes de contestar.
—Sí.
—¿Emigrantes? —insistió, y Olga volvió a beber, negó con la cabeza, hizo una pausa para tomar aire y señaló al abuelo.
—Ese es mi padre —dijo—. Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo y español —y en su voz tembló una emoción, un orgullo que Raquel no pudo interpretar..
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Cuando se pasa la última página de esta magnífica, intensa y terrible historia uno se encuentra con esta emotiva cita de don Antonio Machado: para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente no estoy tan seguro... Quizás la hemos ganado.
Pero mejor que oigan las palabras de la propia autora. Les propongo para ello varias opciones: una breve e informal entrevista (2.30 minutos), también pueden ver (se accede directamente a la descarga del archivo) esta entrevista con Almudena Grandes de casi una hora de duración en un programa cultural de una televisión chilena en la que habla de Atlas de geografía humana, y les recomiendo especialmente la grabación de esta entrevista que le hizo a la escritora el periodista Antonio San José para CNN+ con motivo de la publicación de El corazón helado.
Y después, lean esta excelente novela. Merece la pena, es aceitunas negras.
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Almudena Grandes, El corazón helado. Edit. Tusquets. Barcelona 2007. 933 páginas. 25 €.
5 comentarios
Maria -
Gatito viejo -
El corazón helado= aceitunas negras.
Saludos
El lector a la sombra -
R -
Palimp -
Un saludo.