Para siempre
Aquella última noche de diciembre
los niños descubrieron que su mundo
al mismo tiempo era y no existía
más allá de la luz de la memoria.
Es por eso que hoy dudo de que tengan
un rango superior al espejismo
las cosas
que van siendo
desde entonces.
Ariadna G. García, Apátrida
Es muy probable que ni Elena ni Estefanía sepan que hasta los años setenta la entrada al pueblo de su madre se hacía por la curva de las monjas. La llamábamos así por un accidente que tuvieron unas monjas con una furgoneta en aquella extraña curva en cuesta que salvaba la vía del tren. Murieron dos de ellas, tal vez tres. No puedo recordarlo ahora con precisión.
La carretera pasaba sobre un puente antes de entrar al pueblo. Debajo de aquel puente no había ninguna vía de tren, pero no nos costaba trabajo imaginar aquellos raíles y traviesas que nunca se pusieron y nunca se pondrían en aquella vía de la época de la República. La carretera, que venía de la ciudad distante quince quilómetros y que todos conocíamos como la carretera de Talavera a Puente, atravesaba el pueblo como una arteria que nos comunicaba con el mundo. La otra era la vía del tren.
El pueblo latía entonces por aquella carretera de paso. Incluso hubo una vez en el sesenta y tantos que pasó Franco, aunque sólo vimos un coche negro, que cruzó veloz el pueblo mientras los niños de las escuelas agitábamos unas banderitas de papel que se rompían al momento. Como las ilusiones de muchos por aquellos años. Imagino que su excelencia (¿o tal vez debería escribir Su Excelencia?) iría a inaugurar algún pantano, aunque hubo alguno que dijo que había venido a visitar su pueblo, Alberche del Caudillo. Pero eso nunca lo vimos en el No-Do, o al menos yo no lo recuerdo. El viajero ahora sólo leerá en los indicadores Alberche, y el pueblo ya no es de nadie, salvo de sus habitantes, supongo. Alberche dista apenas cinco quilómetros del pueblo, y ciertamente, el nombre de antes era algo excesivo, aunque en esa época nadie lo decía, y seguro que más de uno habría al que la segunda parte del nombre le traería a la memoria cosas que en aquella época muchos no podían olvidar y tal vez alguno aún recuerde.
También llegaban al pueblo, o nacían de él, otras tres carreteras: la del cementerio, la de Velada y la del río. Frente a lo que pudiera parecer, raramente salíamos del allí, y cuando lo hacíamos era casi siempre hacia el este, hacia la ciudad, pues en Talavera era donde se podía encontrar todo aquello que no había en el pueblo en aquellos años. Es decir, todo lo importante. Y así, íbamos a Talavera al médico, a hacernos unas gafas, a comprar el traje de la boda o el vestido de la primera comunión, a sacarnos una muela, o a estudiar el Bachillerato. También había alguno que allí compraba libros y los leía después.
La carretera del cementerio era la más insignificante de todas, pues era la más corta –yo creo que no llegaría ni al quilómetro–, y ni siquiera estaba asfaltada. A pesar de lo cual, curiosamente, era conocida por otros dos nombres más: carretera del cuartel, y carretera de la estación. Como el avisado lector habrá notado, en esa carretera estaba el cuartel de la guardia civil, el cementerio y la estación de tren. Pero además, también estaba el pilón, donde se cogía el agua para beber antes de que nuestro tío Benito instalase la red de agua potable. No recuerdo que nadie la llamase carretera del pilón y tampoco recuerdo que a nadie le pareciera excesivo que aquella carretera niña que nunca crecería tuviese tantos nombres. Y ahí sigue, asfaltada en algún tramo, aunque ya no lleva a la estación, que se llevó el progreso para traernos otra más alejada del pueblo que nadie utiliza. Muchos años después supe por mi padre que hubo quien se opuso a la llegada al pueblo del agua corriente, y sin saberlo tuve mi primera experiencia literaria con aquel claro ejemplo de la razón de la sinrazón, que todavía sigo sin comprender.
En la carretera de la estación, o del cuartel, o como se prefiera llamar, estaba la casa de tío Emilio. Era una casa de dos plantas, aunque la de arriba era de mentira, pues tenía ventanas pero por dentro no había nada. A mí lo que más me gustaba de la casa de tío Emilio era que tenía perro, que mis primos mayores tenían una escopeta de plomos, que mis primas tenían una casa de muñecas con luz, que había una tele en la que veíamos Bonanza y un cuarto con juguetes, aunque de esto último no estoy muy seguro. Cuando mi tío Eduardo, hermano de tío Emilio, hizo la casa nueva de la carretera, también hizo una planta de arriba de mentira, y llegué a pensar que esto era una manía de familia o una extraña costumbre que yo no entendía. Pero nunca pregunté nada. Allá ellos, pensaba.
Me gustaba ir a casa de mi tío Emilio porque a veces mi primo Eduardo me dejaba disparar con la escopeta de aire comprimido, a pesar de que mi puntería era lamentable, e incluso a veces inexistente. Tirábamos en el patio a algún bote o a algún pájaro que desconocía lo que allí se cocía cuando aparecía mi primo Eduardo con la escopeta al hombro y la caja de plomos en el bolsillo. Ahora en las casas ya no hay patio, hay jardín, pero cuando voy a la vieja casa de mis padres, que ya nadie habita salvo el olvido y la memoria, yo sigo viendo el patio y mis hijas ven un jardín (tengo que pensar más en esto).
Con el tiempo, mis primos se pasaron a la escopeta de cartuchos –del doce, decían– y yo a degustar ocasionalmente alguna pieza que traían a casa colgando de la canana. Nunca se me olvidarán los pastelillos de liebre que hacía mi madre.
Mis primos Emilio y Eduardo salían a cazar con su padre, mi tío Emilio. Luego se les uniría Javier, el hermano menor. Aquel era un extraño patriarcado cinegético, pues, que yo sepa, ni mi prima Pili, la hermana mayor, ni mi prima Rosi, la madre de Elena y Estefanía, salieron nunca de caza, ni a mí me consta que se quedaran con las ganas de hacerlo.
Pili, Emilio y Eduardo eran mayores que yo. Rosi, más o menos de mi edad, y Javier algo más pequeño. De alguna manera percibía entonces que los mayores formaban parte de un mundo diferente al mío. Ellos eran como mis primas Encarnita y Marigel, distintos y distantes. Y yo me veía a mí, a mi hermana y a Rosi en una dimensión, y a los demás en otra que apenas me interesaba.
Sin embargo, recuerdo bien a Rosi como compañera de juegos. Y en estos tiempos en que se acentúa la sensación de ir formando parte de un mundo en blanco y negro que se empieza a diluir en el gris de la memoria, evoco aquellos largos días de verano sin escuela, en los que corríamos entre los cardos del olivar mi hermana Perli, Rosi y yo. La felicidad casi se tocaba con las manos en aquellas tardes.
Éramos niños y aquel mundo que habitábamos ya solo existe en el recuerdo. Un mundo de pantalón corto y enciclopedia Álvarez, sabañones y jerséis de lana tejidos por las madres, botas katiuskas, calles encharcadas y sin aceras. El mundo feliz de la infancia del que un día se nos echó sin preguntarnos.
Tal vez Rosi les haya hablado a sus hijas de aquel mundo, y todo aquello que ella vivió entonces, continúe ahora vivo de alguna manera en Elena y Estefanía, depositarias así de una memoria que quizás pueda paliar en algo la sensación de desamparo que están obligadas a vivir cuando el dolor nos sume en la tristeza y algo dentro de nosotros se ha hecho líquido definitivamente.
Quiero pensar que ahora saben que su madre ya es niña para siempre.
Ello me consuela.
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María P.M -