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Leyendo a la sombra

Paula Fox, Personajes desesperados (o cuidado con el gato)

Paula Fox, <em>Personajes desesperados</em> (o cuidado con el gato)   Los Bentwood llevan diez años de feliz matrimonio sin hijos ni preocupaciones. Viven en una sólida y confortable casa del siglo XIX con dos pisos y un pequeño jardín en Brooklyn, finales de los años sesenta, en Nueva York. La zona se está empezando a poner de moda y las casas se revalorizan, aunque todavía se pueden ver por el vecindario a marginados, y no es infrecuente que haya algún robo o asalto.
  Otto Betwood es abogado; él y su socio Charlie  Russel regentan  un bufete con una buena cartera de clientes. Sophie, su mujer, traductora de literatura francesa, no trabaja, y a sus cuarenta años empieza a sentir una cierta desilusión por lo que la vida le está deparando.
  Un viernes por la noche, antes de salir a visitar a unos amigos, Sophie da de comer a un gato callejero que ha aparecido en el jardín, e inopinadamente este la araña y le muerde en una mano. Esta dolorosa agresión se diría que es el detonante que hace aflorar en ella su malestar. Pese a todo, intenta en un primer momento que su marido no lo note; no obstante, empieza a sentirse preocupada por si el gato le pueda contagiar la rabia. Esta inquietud se irá convirtiendo paulatinamente en angustia por contraer la enfermedad, aunque también se dice a sí misma que el gato está sano y decide no acudir de momento a un hospital, pese a que su marido le insta a ello.
  Otto, por su parte, le comenta a su mujer que Charlie, su socio, se ha marchado, rompiendo así una relación laboral y supuestamente amistosa de casi veinte años. Otto también se siente confuso por este hecho y las repercusiones que la nueva situación derivada del mismo pueda tener en la marcha del bufete.
  Se diría que el convencional y acomodado matrimonio Bentwood siente a su manera que el mundo se mueve bajo sus pies, que ese mundo sólido que creían conocer y disfrutar no es tan sólido como suponían y esos pequeños indicios que van jalonando tercamente unas horas de unos días de su existencia se empeñan en hacérselo ver: Sophie cree que el gato le ha transmitido una grave enfermedad pero no acude al hospital y Otto no sabe por qué razones se ha marchado su socio y qué va a ocurrir con el despacho.
  Cuando por fin acuden al hospital, allí les dicen que deberán llevar el gato a la Protectora para verificar si tenía o no la rabia, y que ya les llamarán para comunicarles el resultado. Al día siguiente de la visita al hospital Otto decide ir a Flynders, un pueblo donde poseen una casa de campo. Hacen el viaje en su Mercedes, mientras Sophie le lee a su marido Memorias de África...
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    Este es básicamente el esquema narrativo de Personajes desesperados, novela de la escritora estadounidense Paula Fox (Nueva York, 1923), con la que indaga en la pequeña tragedia existencial del matrimonio Bentwood y en su incapacidad para entender la esencia de la vida en un mundo en el que la ausencia de valores, la inseguridad y la violencia son la línea de un nuevo horizonte. La novela es un fino análisis de un mundo que se desmorona y cuyos actores no acaban de entender, incapaces de leer los significados que subyacen bajo la apariencia de las cosas, los sentimientos y la impostura de una sociedad.
  A lo largo de 160 páginas acompañaremos a Sophie y a Otto en la intimidada de su vida, asistiremos a las contradicciones que les embargan, seremos testigos de los pequeños cataclismos domésticos que van modulando su existencia a lo largo de un fin de semana y nos sorprenderá, como a ellos, el final.
  La edición cuenta con un entusiasta prólogo del también novelista Jonathan Franzen, capaz de convencer al más reacio de leer el texto.
  Muy recomendable para estas tardes de invierno, cielo gris, metálico, frío en las aceras, árboles desnudos y atardeceres en parques sin sentido. Un artefacto narrativo impecable, de fina factura, un texto, en fin, en el que, le tomo prestadas las palabras a Franzen, “es difícil hallar una palabra superflua o arbitraria. Un rigor y una densidad temática de tal magnitud no ocurren por casualidad y, no obstante, es casi imposible que un escritor los logre mientras se relaja lo suficiente para permitir que los personajes cobren vida. Y, sin embargo, aquí está la novela, muy superior a cualquier otra obra de ficción realista norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial”.
  Por si queda alguna duda, como muestra del saber hacer de la autora les ofrezco a continuación la llegada de Sophie y su marido al servicio de urgencias del hospital.
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  Era como una estación de autobús, como un solar abandonado, como el pasillo de un viejo vagón de tren, de un andén de metro, de una comisaría. Combinaba la cualidad transitoria, el ambiente desaliñado de una terminal pública, con el terror que se respira en una parada intermedia de la ruta al desastre.
  Era un agujero infecto, olía a piel sintética y a desinfectante, aromas que parecían emanar de los asientos rajados que se distribuían a lo largo de tres paredes. Olía a las cenizas de tabaco que inundaban los dos ceniceros metálicos de pie. En borde cromado de uno, había una colilla de puro encendida que parecía un trozo de carne masticada. Olía a las cáscaras cacahuete y a los céreos envoltorios de caramelo que había esparcidos por el suelo, olía a periódicos viejos, un seco aroma a tinta, asfixiante y ligeramente parecido al de la orina, olía a sudor de axilas, entrepiernas, espaldas y caras, saliendo a raudales y secándose en aquel aire exánime, olía a ropa —productos de limpieza embebidos en el tejido que proliferaban sin piedad en aquel ambiente tibio y sudoroso, clavándose como púas en los orificios nasales—, todas las exudaciones de la carne mana, el aroma de la esencia animal, secretándose, secándose pero dejando un olor peculiar y perpetuo a desesperación en la sala, como si la química se transformara en espíritu, en una suerte de ascensión.
  Apoyada contra la cuarta pared había una mesa larga poco sólida que contenía unas cuantas revistas. Las páginas de una de ellas se levantaban bajo un chorro de calor expulsado por el respiradero de una caja metálica colgada del techo. La luz emitida por los focos del techo era agria y cegadora como el aliento de un enfermo.
  Reinaba en aquella sala una confusión implícita sobre la función de los sentidos. El olor se tornaba color, el color, olor. Los mudos miraban a los mudos con tanta atención que podrían haber estado escuchando con los ojos, y el oído se tornaba excepcionalmente agudo, pero sólo aguardaba las familiares sílabas de los apellidos. El sabor moría, abiertas las bocas por el negativo sopor de la espera.
  Había dos niños dormidos en los asientos. Su padre, con la cabeza echada hacia atrás, la boca floja, se quejaba regularmente. Su esposa estaba acurrucada junto a él; llevaba un pa­ñuelo atado a la cabeza y las piernas, cubiertas de vello negro, apenas le llegaban al suelo. Era pequeña, oscura y huesuda, y estaba tan inquieta que parecía la única persona de la sala que había encontrado refugio en ella —como si viniera de un lugar aún más desolador—. A su lado, había tres hombres sentados muy juntos que llevaban sombreros negros de ala estrecha. El del centro tenía el brazo sujeto por un tosco cabestrillo y no apartaba los ojos del reloj de la pared, mirando fijamente las interminables vueltas de la segundera. Frente a ellos había una anciana bien vestida con la pierna profusamente vendada. Ju­gaba distraídamente con el puño curvo de un bastón negro, y en una ocasión golpeó con él uno de los ceniceros de pie. El hombre que se quejaba levantó bruscamente la cabeza, se agarró la panza y la fulminó con la mirada. La anciana frunció su boca surcada de arrugas y, con mucha delicadeza, pero a propósito, volvió a golpear el cenicero.
—Vámonos —susurró Sophie en tono apremiante—. Iré a ver a Noel el martes. Ahora ya da igual. No hace falta que sigamos sentados aquí. —Otto la sujetó por el antebrazo y se lo estrujó violentamente,
  —¡Aguanta! —le exigió apretando los dientes—. ¡Aguanta! —repitió—. Todos los demás lo hacen.
  Al cabo de una hora, tal vez dos, la madre despertó a sus hijos cuando intentó acompañar a su esposo a la sala de curas. Él, soltándose la panza un instante, la empujó para que se que­dara sentada. El hijo mayor se echó a reír y le asestó un puñe­tazo en el cuello a su hermano. Éste se puso a llorar ruidosa­mente y la mujer se sujetó la mandíbula como si le doliera una muela. Luego volvió a levantarse. El hombre le habló rápidamente en español mientras la enfermera que había venido en su busca lo observaba con impaciencia. Sólo Sophie alzó la para mirar al niño que lloraba, al hombre que ahora comenzaba a gritar, la obstinada figura de la mujer. El resto de los heridos apartaron los ojos de la escena; su atención continuaba fija en la segundera del reloj, el bastón negro, las páginas de revista que levantaba el aire caliente del respiradero.
  Al fin, la mujer volvió a desplomarse en el banco. Su hijo apoyó la cabeza en su regazo, sonándose la nariz con su falda. Pronto, el hombre regresó, agitando un trozo de papel, una amedrantadora expresión de felicidad en el rostro. Llamaron a la mujer del bastón, que al fin cruzó la sala de espera renqueando de camino a la salida, con otra venda en la pierna. Los tres hombres permanecieron en silencio, inmutables, como los extras de una escena, contratados y luego olvidados.
  —¿Y si alguien se estuviera desangrando? —susurró Sophie. Otto no respondió. Se había quedado dormido, con mentón hundido en el cuello de la camisa.
  —¡Señora Bentwood! —dijo la enfermera desde la puerta. Otto se levantó de un salto. A lo mejor no estaba dormido, pensó Sophie, sino que había estado fingiéndolo porque no la soportaba, no soportaba otra palabra suya.
  —No hace falta que me acompañes —dijo ella.
  —¡Venga! —dijo el, y la tomó del brazo.
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Paula Fox, Personajes desesperados. Introducción de Jonathan Franzen. Edit. El Aleph. Barcelona 2005. 175 páginas. 17 €.

 


1 comentario

Portorosa -

Pues fíjate que el interés que me había despertado tu comentario se me ha ido un poco al leer el fragmente; no me ha gustado mucho el estilo.
Lo que me ha llamado la atención es lo de los parques sin sentido.

Un abrazo.