Blogia
Leyendo a la sombra

La visita del inspector

   A últimos de abril, o tal vez en los primeros días de mayo, empezaba a ser consciente de que el final del curso se acercaba y con él llegaban las vacaciones  de verano. Esa sensación se acrecentaba y convertía en algo sólido con la visita del inspector a las escuelas del pueblo, el buen tiempo, los días soleados y los atardeceres limpios.

   En aquellos años, mitad de los sesenta, el inspector, o el Señor Inspector del Ministerio de Educación, como lo llamaban los maestros, venía de Madrid y visitaba durante un día las escuelas de los niños y luego las de las niñas. Recuerdo que vestía siempre un traje de color claro y portaba una cartera de piel marrón cuyo contenido nunca llegamos a ver. Era un hombre serio, solemne, cuya sola presencia nos imponía a los alumnos un miedo reverencial.

   Unos días antes de su llegada, los maestros nos advertían seriamente de la misma, y nos instaban a ir limpios y portarnos bien, a ver qué va a pensar el señor inspector si os portáis mal, nos decían. De alguna manera los alumnos intuíamos que los maestros también hablaban para sí, pues el día que el inspector aparecía ninguno se ponía el guardapolvos gris y también ellos vestían chaqueta.

   La visita a las clases consistía en una charla con el maestro y un recorrido por la clase mirando los libros y cuadernos abiertos sobre los pupitres y haciendo alguna breve pregunta a algún alumno, que respondía de pie lo mejor que podía ante la mirada del maestro y las de los demás alumnos, un poco asustados los más y algo envidiosos unos pocos. Siempre pensé que en aquella visita podía ocurrir cualquier cosa, pero nunca sucedió nada, y año tras años, invariablemente, se repetían los mismos gestos, las mismas palabras, y esa sensación de temor a que pasara algo que jamás pasó.

   Por aquellos años del sesenta y tantos, mi padre era uno de esos maestros en aquel pueblo de Toledo. No sé por qué extraños designios, el inspector aparecía en casa con mi padre a la hora de la comida y comíamos todos juntos. No lo hacíamos en la cocina, como sucedía a diario, sino en el comedor, y mi madre se esmeraba no solo en poner mantel, platos y cubiertos adecuados a la ocasión, sino también en la comida. Aquel día era especial, pues el inspector comía en casa. Mi hermana y yo no abríamos la boca salvo para comer, y nos convertíamos en espectadores de la conversación de mi padre con el inspector. Mi madre apenas hablaba y toda su atención se depositaba en la comida y la mesa.

   No recuerdo cuántas veces cominos con aquel inspector que cada año aparecía por el pueblo a llevar a cabo su labor. Pero sí que mi padre y él llegaron a trabar cierta amistad, que se revelaba en el trato y en una felicitación por Navidad que llegaba desde Madrid puntualmente. De él recuerdo perfectamente cómo se llamaba: José Ramón Fernández Oxea, y recuerdo que en una de esas visitas le regaló a mi padre un libro sobre los dichos y refranes de la provincia de Toledo que había publicado. Esto me impresionó vivamente, pues nunca había conocido personalmente a nadie que hubiera escrito un libro. Mi padre lo respetaba profundamente y nunca oí de su boca nada negativo o crítico sobre su persona.


   Pasaron los años y aquel inspector fue sustituido por otros que ya no comían en mi casa y me fui olvidando de aquel hombre del que en muy pocas ocasiones hablé con mi padre.

   Recientemente, por esos avatares de la vida, me he vuelto a encontrar con él en internet. Y he descubierto algo de lo que nunca oí hablar a mi padre e incluso, ahora, tantos años después, pienso que quizás ni siquiera él conocía. Aquel inspector, don José Ramón Fernández Oxea, fue un maestro represaliado por el régimen franquista por ser de izquierdas y participar como galleguista en diversos actos públicos antes de la Guerra Civil, lo que le valió un expediente de depuración.

   Me pregunto si ahora los vecinos de Ourense que van a hacer la compra al supermercado situado en la calle que lleva su nombre saben quién fue este hombre.

   El tiempo va limando los recuerdos, hasta ese punto en que uno ya incluso duda si no será la imaginación la que realmente alimenta la memoria en muchas ocasiones.

   He terminado de leer estos días el último libro de Luis Landero y me he visto empujado a la nostalgia del recuerdo de aquel maestro de escuela que fue mi padre, hijo de un carretero y hermano de un carpintero enamorado de su jardín. Su afán en el colegio, su bonhomía y carácter conciliador. Sus clases en el verano, una inestimable y exigua ayuda económica a su escaso sueldo. El orgullo con el que se definía: maestro nacional. Pero sobre todo, pienso en aquello que nunca le dije: que le admiraba y le quería, y que siento que si hay algo de bueno en mí, a él se lo debo.

   La noche en que murió estábamos en la habitación del hospital solos él y yo. Miro a la ventana y el cristal me devuelve el reflejo de la estancia, mi padre en la cama respirando fatigosamente y yo a su lado, de pie. Hay algo ajeno y extraño en esa imagen, pero hace horas que sé que esta noche va a suceder. Desde ese instante, me siento un poco más solo y desamparado, sabedor de que ahí comienza de alguna manera mi última andadura.

   Aquel mundo del que formé parte ya solo existe en la memoria de quienes lo vivimos. Me gustaría poder hablarle a mis hijas de él, evocarlo para ellas, y decirles: leed este libro de Luis Landero, hacedlo con cariño y ternura, quizás así sepáis un poco mejor quién soy.

 

Luis Landero. El balcón en invierno.

Edit. Tusquets. 245 páginas. 17 €.


0 comentarios