Eso es lo que no dejo de preguntarme desde hace meses: ¿Qué habremos hecho mal? Y no me puedo contestar. No señor, no puedo.
Y es que son tantas las respuestas que enseguida me surgen otras preguntas: ¿Nadie se dio cuenta? ¿Nadie? ¿Verdaderamente nos merecemos esto?
Y cada vez que leo el periódico, escucho las noticias o veo los informativos de alguna cadena de televisión, las caras de Bárcenas, de Jesús Sepúlveda, de Fabra, de Javier Guerrero, de Rato…, me llevan a hacerme la misma reflexión: esto no debería estar pasando, no debería. Y si está pasando, aquí debe haber necesariamente un plan superior que explique lo inexplicable, esta especie de revolución de ricos. Porque esto es lo que a mí me parece que está pasando: la inversión de la lógica, los ricos están haciendo su revolución y la estamos pagando los demás, y cuando la ciudadanía levanta la voz y alza la palabra se la criminaliza, no se puede protestar, hay que aguantarse, ahora vais a pagar vuestros excesos.
Aguantar. Maldita palabra. Aguantar Bankia, el expolio de las cajas de ahorro, la red Gürtel, la reforma laboral, sí, aquella que iba a crear empleo, miles de empleos, la privatización de la sanidad pública, los ERE de Andalucía, y etc., etc., etc.
Imagino a uno de esos oscuros oligarcas de las viñetas de El Roto diciéndoles a otros como él: “Se acabó, hasta aquí hemos llegado. Es hora ya de hacer caja como sea, con lo que sea y a costa de quien sea”.
Porque si no, no me lo explico. Esto no ha podido ser de otra manera. Y a partir de ahí los fines se disparan sin importar los medios. Y nos dicen que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que nos creíamos suecos cuando en realidad somos pobres. Ay, esa España mía, esa España nuestra…
La España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, de espíritu burlón y alma inquieta, ha de tener su mármol y su día, su infalible mañana y su poeta. El vano ayer engendrará un mañana vacío y ¡por ventura! pasajero…
Yo no sé si don Antonio Machado nos dejó esa foto fija inamovible para siempre. No sé si ese mañana vacío y pasajero será nuestro hoy. No sé si, como dice el poeta, después de ese mañana efímero surgirá la España de la rabia y de la idea. Tal vez la rabia sí. Pero la idea… ¿Dónde están las ideas? ¿Dónde ese español que quiere vivir y a vivir empieza?
En esta pesadilla no es posible sino la náusea. Otro poeta, Francisco de Quevedo, a principios del siglo XVII, lo expresó así:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salime al campo. Vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa. Vi que amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
La muerte, dueña y señora. La muerte de la dignidad, de las ideas, de la esperanza, del futuro, de la imaginación.
Tengo la sensación de que algo ha acabado, de que algo se ha muerto para siempre y tal vez nunca vuelva. Queda poco lugar para el optimismo, y solamente esos patéticos políticos con las espaldas bien cubiertas se atreven a hablar de futuro. ¿Qué futuro?
Solo me viene a la cabeza el pasado y veo que nunca tuvimos una revolución burguesa, que en el largo y oscuro franquismo no existía una cultura de izquierdas; había, eso sí, determinada gente de izquierdas, pero nada más. Y esa mentalidad de izquierdas se acabó cuando esa gente llegó al poder. Cultura democrática verdadera, eso es lo que echo de menos en este país.
Lo explica muy bien Antonio Muñoz Molina en su ensayo Todo lo que era sólido:
En Granada, hacia mediados de los ochenta, un concejal comunista enamorado de las pompas barrocas inventó una Ofrenda Floral a la Virgen de las Angustias: un día determinado, creo que en septiembre, particulares, instituciones, colegios profesionales, cofradías, escuelas, equipos deportivos, llevaban ramos y coronas de flores que iban cubriendo poco a poco la fachada entera de la basílica de la Virgen. El entusiasmo de los medios fue inmediato: los periódicos de la ciudad invitaban a participar en la convocatoria y publicaban imágenes de las ofrendas en la primera página; las emisoras de radio la transmitían en directo. Al cabo de dos o tres años aquella iniciativa ya se había convertido en una tradición de la ciudad. Lo decía el periódico, lo repetían los locutores en la televisión y en la radio: «la tradicional ofrenda a la Virgen de las Angustias» (página 71).
Ese ha sido el poder en nuestro país, esa es la viva imagen de la perversión de las ideas. Ese el nuevo lenguaje, el nuevo léxico que hoy y ahora más que nunca sigue dando sus frutos: despido diferido, simulación de despido, reajustes… Una verdadera ocupación del lenguaje, brutal, descarada, filofascista.
En fin, ya lo dijo Orwell: El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen a verdades y que sea respetable el crimen. Y si no, que se lo digan a muchos de nuestros “políticos ejemplares”, esos que se van de rositas porque vuelven a ser elegidos una y otra vez a pesar de sus corruptelas y chanchullos.
Solo nos falta un Beppo Grillo… Al tiempo.
Estas reflexiones surgen de la lectura del magnífico ensayo de Antonio Muñoz Molina sobre la situación actual, muy lejos ya de aquella Transición supuestamente ejemplar que abrió tantas esperanzas, en el que afirma que esto está liquidado, que en treinta y tantos años de democracia y después de cuarenta de dictadura no se ha hecho en nuestro país ninguna pedagogía democrática. ¿Y quién la va a hacer ahora?, se pregunta, ¿los partidos políticos? Esto debe excluirse, dice Muñoz Molina, pues los partidos son una de las causas de nuestra postración democrática. La regeneración habrá de llevarla a cabo la ciudadanía. Este es el dictamen, estremecedor, del autor:
Hace falta una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano por los derechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política. Hay que exigir de manera eficaz la limitación de mandatos, las listas electorales abiertas, la profesionalidad y la independencia de la administración, la revisión cuidadosa de toda la maraña de organismos y empresas oficiales para decidir qué puede aligerarse o suprimirse, a qué límites estrictos tienen que estar sujetos el número de puestos y las remuneraciones, qué normas se deben eliminar para que no interfieran dañinamente con las iniciativas empresariales capaces de crear verdadera riqueza, qué hay que hacer para alentar y atraer el talento en vez de ponerle obstáculos y someterlo a chantajes políticos. Hay que defender sin timidez ni mala conciencia el valor de lo público, que lleva tantos años sometido obstinadamente al descrédito, a la interesada hipocresía de los que lo identifican siempre con la burocracia y la ineficiencia y celebran por comparación el presunto dinamismo de la gestión privada, y a continuación aprovechan contratos públicos amañados para enriquecerse, y renegando del estado saquean sus bienes y se quedan a bajo precio y a beneficio de unos pocos lo que había pertenecido a todos, lo mismo una red de trenes que el suministro de agua de una ciudad, el patrimonio común convertido en despojos. (página 245)
Creo que este desgarrador libro es ahora más que nunca una lectura necesaria para rearmarnos de civismo, de lealtad a unos valores que están desgastándose cada día, para entender el supremo valor de lo público, la grandeza de servir al bien común.
Lean, si no, lo siguiente y anímense a leer el resto. Merece realmente la pena:
En treinta y tantos años de democracia y después de casi cuarenta de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática. La democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, porque va en contra de inclinaciones muy arraigadas en los seres humanos. Lo natural no es la igualdad sino el dominio de los fuertes sobre los débiles. Lo natural es el clan familiar y la tribu, los lazos de sangre, el recelo hacia los forasteros, el apego a lo conocido, el rechazo de quien habla otra lengua o tiene otro color de pelo o de piel. Y la tendencia infantil y adolescente a poner las propias apetencias por encima de todo, sin reparar en las consecuencias que pueden tener para los otros, es tan poderosa que hacen falta muchos años de constante educación para corregirla. Lo natural es exigir límites a los demás y no aceptarlos en uno mismo. Creerse uno el centro del mundo es tan natural como creer que la Tierra ocupa el centro del universo y que el Sol gira alrededor de ella. El prejuicio es mucho más natural que la vocación sincera de saber. Lo natural es la barbarie, no la civilización, el grito o el puñetazo y no el argumento persuasivo, la fruición inmediata y no el empeño a largo plazo. Lo natural es que haya señores y súbditos, no ciudadanos que delegan en otros, temporalmente y bajo estrictas condiciones, el ejercicio de la soberanía y la administración del bien común. Lo natural es la ignorancia: no hay aprendizaje que no requiera un esfuerzo y que no tarde en dar fruto. Y si la democracia no se enseña con paciencia y dedicación y no se aprende en la práctica cotidiana, sus grandes principios quedan en el vacío o sirven como pantalla a la corrupción y a la demagogia.
La única manera de predicar la democracia es con el ejemplo. Y con el ejemplo de sus actos y de sus palabras lo que han predicado con abrumadora frecuencia en España la mayoría de los dirigentes políticos y de sus propagandistas ha sido lo contrario de la democracia. Han predicado la greña, la violencia verbal, la irresponsabilidad personal y colectiva, el halago, la intransigencia, la palabrería embustera, la falta de rigor, la indulgencia hacia el robo, el victimismo, el narcisismo, la paletería satisfecha, el odio, la grosería populista, el desprecio a las leyes. Han incumplido las normas legales que ellos mismos aprobaban. Han declarado intocable un paisaje natural y a continuación no han hecho nada para impedir que un especulador inmobiliario protegido por ellos talara miles de árboles o desecara un humedal para construir viviendas de lujo y campos de golf.
En la persecución de sus intereses no han tenido reparos en desacreditar y socavar cuando les convenía las bases mismas del sistema que nos sustenta a todos. Si una sentencia judicial no les ha favorecido han negado la legitimidad de los tribunales. Si una investigación policial ha dañado sus intereses o no ha dado los resultados que ellos deseaban han procurado desacreditar a la policía y en cuanto han recobrado el poder han castigado a quienes por cumplir con su deber profesional los incomodaban. Pero no habrían tenido tanto éxito en esa tarea si no hubieran contado con tantos cómplices entre esa clase entre periodística e intelectual que es la parte más visible de la opinión pública.
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Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido.
Edit. Seix Barral. Barcelona 2013.
253 páginas. 18.50 €