De cuento
Si tuviera que definirme como lector, no dudaría en hacerlo como lector de cuentos.
También soy fiel a la novela, a esa novela que intenta abarcar toda una vida, pero leer cuentos es entrar en un fragmento, un episodio, un instante de vida que aspira a la eternidad.
Ya nadie menosprecia el cuento como hermano raquítico de la novela, y se reconoce ampliamente que este subgénero narrativo tiene, debido a su economía de medios, unas dificultades que hacen de él algo complejo, y que su complejidad radica precisamente en esa economía.
Es complicado definir qué es un cuento, y más si lo hacemos por oposición a la novela (1). También resulta difícil precisar qué es una novela. Tal vez solo se me ocurra decir ahora que aquél es más antiguo que ésta, y poco más. A veces el cuento se solapa con otros géneros, pensemos por ejemplo en los articuentos de Juan José Millás. Si para definir la novela aceptamos que en esta cabe todo, para el cuento digamos que puede ser casi cualquier cosa.
Gabriel García Márquez afirma que la intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.
No es cuestión de elaborar ahora una poética del cuento, pero podríamos convenir, para no liarnos demasiado, que un buen cuento es una ficción en prosa de corta extensión, un auténtico reto, en el que prescindiendo de cualquier elemento que no esté al servicio de lo narrado, el lector se vea abocado a un final que sea un auténtico quiebro, de tal manera que el enigma se produzca en la mente del lector y no en el texto. Ahí es nada: que lo pequeño se haga grande. Es por ello que un suceso cualquiera, sin importancia, puede ser el germen de un gran cuento, como han demostrado autores de la talla de Ana María Matute, Luis Mateo Díez, Cortázar, Ignacio Aldecoa, Medardo Fraile, etc., que supieron entender el cuento como un artefacto narrativo complejo, que incita al lector a descifrar un misterio que está más allá del propio texto. Tal vez por eso sea el cuento la modalidad literaria más inflexible, territorio fronterizo con la novela y la poesía. En muchos cuentos de esos y de otros autores he encontrado historias aparentemente insignificantes e insustanciales que se han convertido en magnífico observatorio de la conducta humana en su insignificancia y su grandeza.
(1) M. Baquero Goyanes, Qué es la novela, qué es el cuento. Universidad de Murcia.
También soy fiel a la novela, a esa novela que intenta abarcar toda una vida, pero leer cuentos es entrar en un fragmento, un episodio, un instante de vida que aspira a la eternidad.
Ya nadie menosprecia el cuento como hermano raquítico de la novela, y se reconoce ampliamente que este subgénero narrativo tiene, debido a su economía de medios, unas dificultades que hacen de él algo complejo, y que su complejidad radica precisamente en esa economía.
Es complicado definir qué es un cuento, y más si lo hacemos por oposición a la novela (1). También resulta difícil precisar qué es una novela. Tal vez solo se me ocurra decir ahora que aquél es más antiguo que ésta, y poco más. A veces el cuento se solapa con otros géneros, pensemos por ejemplo en los articuentos de Juan José Millás. Si para definir la novela aceptamos que en esta cabe todo, para el cuento digamos que puede ser casi cualquier cosa.
Gabriel García Márquez afirma que la intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.
No es cuestión de elaborar ahora una poética del cuento, pero podríamos convenir, para no liarnos demasiado, que un buen cuento es una ficción en prosa de corta extensión, un auténtico reto, en el que prescindiendo de cualquier elemento que no esté al servicio de lo narrado, el lector se vea abocado a un final que sea un auténtico quiebro, de tal manera que el enigma se produzca en la mente del lector y no en el texto. Ahí es nada: que lo pequeño se haga grande. Es por ello que un suceso cualquiera, sin importancia, puede ser el germen de un gran cuento, como han demostrado autores de la talla de Ana María Matute, Luis Mateo Díez, Cortázar, Ignacio Aldecoa, Medardo Fraile, etc., que supieron entender el cuento como un artefacto narrativo complejo, que incita al lector a descifrar un misterio que está más allá del propio texto. Tal vez por eso sea el cuento la modalidad literaria más inflexible, territorio fronterizo con la novela y la poesía. En muchos cuentos de esos y de otros autores he encontrado historias aparentemente insignificantes e insustanciales que se han convertido en magnífico observatorio de la conducta humana en su insignificancia y su grandeza.
(1) M. Baquero Goyanes, Qué es la novela, qué es el cuento. Universidad de Murcia.
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