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Leyendo a la sombra

Laberinto

Es difícil imaginar la cara que se le puede poner a un hombre en el instante en que siente que su vida cambia por completo en un giro inesperado. La vida y la cara de Alberto cambiaron en la barra de un bar y en un instante fugaz en el que se sintió solo y desvalido, desamparado, una sensación que no había vuelto a sentir desde aquella noche en que, de niño, soñó la muerte de su padre. Acodado y aturdido en la barra del bar al que acude casi a diario con los compañeros del trabajo Alberto no oye nada. Ve moverse los labios de los demás. Asiente apenas, pero no sabe de qué le están hablando. Su mirada recorre los límites del local y los espejos de la pared se la devuelven turbia y extrañamente multiplicada. Días después, recordando este momento, creerá entender la ingrávida soledad del pez en el acuario. Ahora sólo siente que algo se ha roto, un fino hilo que ya no lo une a nada cruza brillante su cerebro de lado a lado arrastrando sus pensamientos. La sensación de mareo le hace concentrar su mirada en el vacío, tal vez, piensa, el mejor de los sitios al que llevar la mirada de niño que contempla su juguete hecho añicos en el suelo. Si ahora fuera capaz de hablar sólo pronunciaría una palabra: laberinto. El murmullo del bar recobra su sentido. A pesar de que está bebiendo una cerveza nota la boca seca y siente que le falta el aire; es una sensación momentánea pero tan poderosa que las aletas de su nariz se agiten rítmicamente como las agallas de un pez. La imagen de su padre mostrándole una trucha cobra cuerpo en su memoria; las agallas del pez también se agitan y el pecho del niño se encoge. Cuando su padre lo llevaba con él a pescar no soportaba las miradas redondas y agonizantes. Quizás por eso, cuando ahora mira compasivo al pez del acuario se acuerda de aquellas tardes con su padre en el río. Siente que alguien le agarra del brazo y le habla, pero apenas logra entender lo que dice; aunque asiente disciplinadamente, su cabeza es un espacio vacío en el que las palabras golpean una superficie mullida buscando un eco imposible y arrastran el recuerdo del padre. Atina a decir que está un poco mareado, que se va a sentar un momento y que enseguida se le pasará. Se sienta y desde la silla observa al hombre y piensa en un laberinto. El hombre es joven, tal vez uno o dos años menos que él; le da la espalda y con gesto preciso guarda en el bolsillo interior de su chaqueta una cartera. Acaba de pagar su consumición y deja unas monedas sobre el mostrador. Dobla su periódico bajo el brazo y sale a la calle. Por un momento pensó en seguirlo, pero desechó inmediatamente esa idea, pues le resultaría complicado justificar su comportamiento ante los demás. Por otra parte, daba igual; es un desconocido, piensa, él y yo nos ignoramos, estamos en peceras diferentes, bebemos aguas distintas y vivimos vidas distantes. Pero a pesar de todo nos hemos encontrado en un punto, como esas rectas que se cortaban en el colegio y tenían un punto en común llamado punto de intersección. Elena es ese punto de intersección. Los compañeros del trabajo hablan de irse a casa a comer, pero él prefiere quedarse a comer en el bar, porque Elena le dijo anoche que hoy no podrían comer juntos. La mentira lo alivia momentáneamente. Se despiden y pide otra cerveza. Los ve salir y dispersarse por la acera. Desde donde está puede ver un buen tramo de la calle. Busca al hombre entre la gente pero no lo ve. Tal vez esté en un coche camino de su casa. Quizás no tenga coche. Quizás tampoco tenga casa. Otra vez vuelve a sentirse aturdido. Llama al camarero. Lo conoce desde hace años pero sólo sabe que es el dueño del bar y que su mujer es la cocinera; se llama Luis, pero no sabe el nombre de ella. Se tratan como amigos, con esa rara familiaridad que se da entre los clientes y el dueño de un bar a donde los de la oficina bajan a desayunar por inercia y más tarde a tomar unas cervezas antes de marcharse a casa. El dueño los trata bien y ellos corresponden con una fidelidad monótona. Cuando Luis puso el acuario en la pared del fondo le pidió consejo a Alberto y éste se ocupó prácticamente de todo, incluso le ha regalado un pez de su acuario. Alberto le pregunta indolente al dueño del bar por el hombre que ha estado aquí hace un rato, el que leía el periódico, si lo conoce. Alberto finge indeferencia y dice que su cara le suena, que le suena de algo y no sabe de qué. Luis le dice que ha venido por el bar en las últimas semanas, después del verano, que toma siempre dos cervezas, dobla su periódico y se va. Alberto no insiste, no quiere mostrar un interés excesivo por un desconocido que le acaba de joder la vida en un instante, se dice. Mira distraído el acuario donde un único pez levita indiferente ajeno a todo. Piensa en Elena. Elena, llevan juntos seis años, tal vez siete. Comparten el piso, una buena biblioteca, el coche, el acuario y poco más. Elena, siempre la ha sentido cercana y al mismo tiempo distante. Elena, han ido construyendo una vida que se ha ido haciendo poco a poco, con la minuciosidad de un orfebre. Cuando ella le propuso que vivieran juntos él le preguntó si le gustaría tener un acuario. Es extraño –piensa–, mi vida con Elena se ha ido pareciendo cada vez más a un laberinto, sabes cuando entras, pero desconoces la salida. Hace unos minutos ha mirado distraídamente al hombre que estaba a su lado, ha visto cómo sacaba un billete de su cartera para pagar su consumición. Alberto se ha fijado en él como podría haberlo hecho en cualquier otro cliente del bar. La cartera del hombre ha permanecido abierta unos segundos en su mano, el tiempo suficiente para que Alberto haya visto en ella una fotografía de Elena, que permanece en su retina cuando cierra sus ojos. Es una fotografía reciente, de este verano, en la playa. La cara de Elena es un laberinto que Alberto imagina con los ojos cerrados, ajeno a todo. La sincronía del tic-tac de las agallas del único pez del acuario mide el tiempo en la pecera.

5 comentarios

diego -

nesesitos cuales son las aletas para armar un octaedro en carton piedra

El lector a la sombra -

No sé por qué, pero me parece que la clave va a estar en el pez...

Meritxell -

Es que del laberinto se puede salir totalmente mareado o no salir; se puede quedar uno dando vueltas y vueltas,mareando la perdiz.
Muy bueno este relato. Qué disciplinado estás en este blog, has escrito más que yo en el mío...

Vailima -

¡Ah! se me había olvidado darte las gracias por el enlace.

Vailima -

Eres un buen cuentista. También hay otra salida del laberinto: volar, pero quizás es la más cobarde.
¿cómo saldrá tu personaje?
Un saludo