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Leyendo a la sombra

Fotos veladas

Verano del sesenta y siete

   Aquel curso del sesenta y siete suspendí en junio dos asignaturas de tercero de Bachillerato, latín y matemáticas. No había hecho un mal curso, pero al final las cosas se me complicaron y no pude aprobarlo todo.

   Había estudiado hasta segundo en el pueblo, con  mi padre, que era maestro, y me examinaba en junio por libre en el instituto de la ciudad. Mi padre me marcaba las lecciones y por la tarde, después de volver de la escuela, me corregía los deberes, me explicaba las lecciones y me ponía la tarea del día siguiente. Yo estudiaba por las mañanas en mi cuarto, después de desayunar y de que mi madre hubiera arreglado la habitación. En el buen tiempo lo hacía en el jardín, contra la voluntad de mi madre, que pensaba que me distraía con cualquier cosa. Y era casi verdad. Debajo del emparrado me ensimismaba viendo los gatos pasear indolentes por entre las macetas o dormitar al sol en los peldaños de la escalera que llevaba al desván. Cuando oía los pasos de mi madre, me ponía a la tarea.

   Un día, después de saber que había aprobado segundo, mi padre me dijo muy serio que el próximo curso tenía que ir a estudiar a la ciudad, yo ya no te puedo preparar aquí en casa, y es mejor que tengas profesores para cada asignatura que sepan explicarte las cosas mejor que yo. Me lo dijo mirándome a los ojos y en ellos vi que había tomado una decisión que de alguna manera me cambiaba la vida. Apenas había salido del pueblo y la idea de ir a estudiar a la ciudad me inquietaba a ratos y a veces me daba miedo. Cuando me dijo que tendría que ir interno a un colegio y que vendría al pueblo todos los fines de semana, no dije nada, y entendí que había algo de inexorable en ello. Mi vida, en efecto, ya no sería la que había llevado hasta ahora.

   Y así fue como me marché a estudiar el tercer curso de bachillerato a la ciudad, en un colegio que albergaban los muros de piedra de un destartalado caserón, una especie de palacio pobre que contrastaba con el moderno edificio del casino, frente al cual se alzaba. El internado estaba próximo, en una calle oscura, de estrechas aceras, por las que casi nunca pasaba nadie.

   En junio suspendí latín y las matemáticas. Cuando mi padre me dijo que él no me podía ayudar y que lo mejor era ir a la ciudad a unas clases de repaso durante el verano, no dije nada. Es lo mejor, no te preocupes, y así las aprobarás con toda seguridad en septiembre. Además, dijo, sólo será un rato por la mañana, puedes ir en el ferrobús de las ocho y media y luego volver en el autobús de la una.

   Y así, aquel verano del sesenta y siete, comprendí que mi padre era un maestro de pueblo que ya no me podía ayudar más con mis estudios, y que mi andadura por los libros a partir de aquel momento la tendría que hacer solo.

   Nos levantábamos a las siete y cuarto, desayunábamos y antes de las ocho cogíamos cada uno nuestra bicicleta. Nos poníamos en el tobillo derecho una pinza de metal para no mancharnos el pantalón con la cadena y nos íbamos a la estación, que distaba del pueblo poco más de un quilómetro.

   Pedaleábamos a buen ritmo. Enseguida salíamos del pueblo y enfilábamos la carretera. Mi padre iba delante y marcaba la cadencia del pedaleo. No hablábamos, solo dábamos pedales suavemente. Yo iba viendo la espalda de mi padre, el movimiento acompasado de sus piernas, como si nada ofreciese resistencia, y a la vez sentía cómo la luz lo iba llenando todo, el aire fresco de la mañana me traía los olores del campo, especialmente el de la mies cortada. Aunque me desagradaba ir a la ciudad a repasar las asignaturas que había suspendido, ese paseo en bicicleta era para mí un verdadero lenitivo, y me hacía pensar en lo rápido que pasaría la mañana y que a mediodía comería en casa.

   Llegábamos a la estación bastante antes de la llegada del tren, apoyábamos las bicicletas en una pared y nos sentábamos a esperar. A veces salía a darnos los buenos días el factor, quien invariablemente miraba a las vías y luego a su reloj para decirnos a continuación a ver si hoy viene a su hora.

   El tren paraba apenas un minuto y casi  siempre yo era el único viajero. Me despedía de mi padre, subía al estribo y me sentaba junto a la ventanilla. Cuando el tren se ponía en marcha veía a mi padre coger las dos bicicletas y encaminarse andando al pueblo. En la curva en la que el tren salía de la estación, cuando los vagones ya empezaban a tomar velocidad, pegaba mi frente al cristal y lo volvía a ver, subiendo la leve cuesta caminando hacia el pueblo, sujetando las bicicletas, una a cada lado, por el centro del manillar. Al salir de aquella curva, el tren siempre pitaba.

   En aquella época yo no sabía que el futuro ensaya en la memoria.


El sobre

(Para Marián, que a veces se siente vencida por los recuerdos y la melancolía)
  

  Hasta el día en que su madre le dijo en el despacho dejó papá un sobre para ti, estará en uno de esos cajones llenos de cosas, y no volvió a mencionar nada más acerca de este asunto, la mujer siempre había pensado que era alguien con arrojo y decisión. Tuvieron que pasar varios meses desde la muerte del padre hasta que fue capaz de sentarse en el sillón de aquel despacho.

    Los cajones del escritorio siempre habían ejercido en ella una rara fascinación. Allí tenían cabida lo maravilloso, lo extraño y lo desconocido, y raro era el mes en el que de niña no los abría un día y se asomaba a su interior y contemplaba con fúlgidos ojos aquel maravilloso mapa. La última vez que lo hizo fue apenas una semana antes del fallecimiento del padre. Allí estaban la pluma y los viejos relojes, juegos de llaves, mecheros, pequeñas libretas de un azul desvaído, frascos de pastillas vacíos, un paquete de picadura de tabaco... Pero no recuerda haber visto el sobre. Igual que entonces, no tocó nada y un brillo antiguo asomó a sus ojos por un instante.

    Hoy la ciudad ha amanecido de un gris dulce, pegajoso, y la melancolía ha hecho que la mujer se sintiera más huérfana que ayer. Vencida una vez más por los recuerdos, ha decidido ir a la casa de sus padres y buscar ese sobre del que solo una vez le habló su madre.

    Ahora, sentada en el sillón, sostiene en sus manos un sobre amarillo que ni siquiera está cerrado y en el que lee su nombre escrito con una letra azul, temblona y redonda. El sobre guarda un pequeño papel primorosamente recortado en sus esquinas. Enciende la lámpara, y bajo la blanquecina luz deposita el papel en el que vuelve a reconocer la caligrafía de su padre. Escritas en trazo firme, una fecha, la de su nacimiento, y debajo una frase: Siente gratitud en tu vida, es una forma auténtica de felicidad.

    La mujer mira por la ventana. Al otro lado del cristal el manto de la tarde gris casi negra va envolviendo acuoso y salado la ciudad.


(A)brazos

 

 

     Déjame que vaya a brazadas hacia ti, con mis brazos hacia tus brazos en ese remar juntos del abrazo. Y que los cuatro brazos se fundan en ese mar en el que las palabras escritas a trazos en tu espalda te traigan, como olas, otras palabras ya dichas y acaso olvidadas, que ahora vuelven y vuelven renovadas. En ese ir y venir sé tú misma, no otra. Déjame sumergir tus brazos en mi abrazo, y a brazadas y abrazados, cerremos nuestros ojos al espejismo que invariablemente nos devuelve siempre la misma imagen: cuatro brazos que no saben que desean bracear hacia el abrazo.

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Cinco apuestas para hoy

Cuando esta tarde se acercó a echar las cinco apuestas de lotería primitiva que invariablemente juega todos los jueves, al otro lado del cristal blindado la mujer a la que llevaba varias semanas sin ver había vuelto.

El gesto mecánico de depositar el billete de cinco euros adquiría hoy un tinte extraño. La mujer se cubría la cabeza con un pañuelo de flores y deambulaba de un lado a otro como ensimismada en pequeños quehaceres.

Él no sabe nada de ella, apenas su nombre, que ha oído muchas veces en boca de otros clientes: Mamen. Pero esta tarde, sin saber por qué, ha pensado que tal vez tenga hijos, y al salir de aquí les hará algo de cena, tal vez comente con su marido algo sobre el calor que está haciendo en Madrid y más tarde se sentará delante de un televisor y parecerá concentrada en la pantalla, aunque su mente esté en otra cosa, acaso en nada.

La cola de clientes avanzaba hacia la ventanilla y él ha recordado el breve diálogo que ha mantenido con ella desde hace años casi todos los jueves:

—No tiene premio.

—Cinco apuestas para hoy, por favor.

—Suerte.

—Gracias.

Pero hoy no atendía la ventanilla y parecía estar ocupada en otra cosa al otro lado de la pecera. Ha sido otra mujer, más joven, la que lo ha atendido.

Cuando ha recogido su boleto y depositado el billete la ha mirado de soslayo, en busca de la expresión de sus ojos. Le hubiera gustado que lo hubiera atendido ella, como en otras ocasiones, y después del gracias haberle deseado a ella suerte, mucha suerte también.

Fuera de servicio

Un mensaje parpadea en la pantalla verde del cajero automático. Fuera de servicio. Fuera de servicio.

Bonito resumen, sí, fuera de servicio, piensa la mujer. Su bolso reposa a sus pies. Fuera de servicio, así estoy yo también en este mismo instante: fuera de servicio, piensa.

El taxista espera. Tiene paciencia, hace una buena noche y eso le concede una extraña animosidad. Espera a que la mujer saque dinero para abonarle la carrera. Todavía queda un buen trayecto hasta la estación de autobuses. No hay prisa. Intuye que a ella le da igual subirse a un autobús o a otro.

La mujer tiene ganas de golpear la pantalla verde. No debo pensar en lo que estoy haciendo, se dice, es igual, le diré al taxista que paremos en otro cajero. En su mano derecha sujeta con fuerza un juego de llaves, que levanta sorprendida y observa, como si no supiera por qué están en su mano. Pero se ha propuesto no pensar y con decisión se mete las llaves en el bolsillo del pantalón.

El mar. Eso es: el mar. Debo pensar en el mar. Pensar en el mar, se repite en voz alta. El mar. El mar. Coge el bolso y revuelve en su interior para comprobar que desconectó el teléfono móvil.

El taxista piensa que a estas horas sería extraño que saliese algún autobús a alguna parte y sin saber por qué piensa en su mujer. Estará viendo la tele medio dormida. Sabe que antes de irse a la cama lo llamará. Tiene el móvil a mano. A veces lo mira como intuyendo que en ese momento va a sonar. Pero nunca suena. Observa a la mujer y piensa en las palabras que ha utilizado para pedirle que detuviera el coche frente al cajero. Sería capaz de repetir la frase de manera exacta.

La mujer regresa al coche. Le pide al conductor que la lleve a otro cajero, este no funciona. El coche arranca y se suma al tráfico. La mujer siente las llaves en su muslo, y aprieta sobre ellas hasta sentir dolor.

El olvido, dice en voz alta. El olvido, se repite, donde habite el olvido. Y por un momento piensa que le gustaría ser niña. Una niña sin bolso, sin teléfono, sin ese juego de llaves que quizás ya no abran ninguna puerta. Sin bolso. Sin tarjeta de crédito. Sin la luz verde de la pantalla del cajero. Sin memoria y sin olvido.

 

 

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Párpados

 

Cuando vomité los langostinos y vi la cara de mamá, supe que ella sabía que mi boda era un fracaso. ¿Te acuerdas de la que se montó? Papá y tú sujetándome, yo limpiándome las manos en el vestido. Fui una estúpida por haber llegado hasta allí. Lo dijo en voz alta. En la sala del tanatorio sólo estaban aquellas dos mujeres, elegantemente vestidas como para ir a cenar un sábado por la noche. En un sillón de color negro reposaban dos bolsos, dos periódicos y tres teléfonos móviles. Cuando papá y yo te llevábamos al lavabo recuerdo que dijiste algo que no entendimos, y pensamos que habías bebido demasiado vino y que estabas borracha. Dijiste, lo recuerdo perfectamente, que mamá tenía los ojos grises y los párpados transparentes. Nunca hemos hablado de aquello, ¿verdad? Tras el cristal, en la pequeña habitación refrigerada, un féretro con el cadáver de una anciana, una pequeña corona y un desproporcionado candelabro de latón con una vela apagada parecen componer un cuadro hiperrealista. En la pared del fondo, en la parte superior, una rejilla metálica con tres cintas de color negro que se mueven como siguiendo el compás de una música que no se oye. Te juro, Celia, que mamá tenía los ojos grises en aquel momento, y no estaba tan borracha, además, los seguía teniendo grises cuando parpadeaba. La mujer se acercó al cristal que la separaba de la habitación refrigerada y apoyó en él su mano derecha. Sintió una leve vibración que le hizo estremecerse por un instante. Me gustaría entrar ahí y levantarle los párpados. ¿A mamá?, ¿pero qué te pasa? Lo dijo como gritando en voz baja, temiendo acaso que alguien pudiera oírlas, y se agarró los brazos en un gesto que parecía denotar frío, sensación imposible en aquella sala donde no hacía ni frío ni calor. Se acercó al cristal y ambas miraron por unos segundos hacia adentro. El vidrio devolvía extrañamente una parte de su reflejo, cuatro mujeres quietas. Permanecieron así unos segundos, como si esperasen expectantes que se produjera un acontecimiento al otro lado del cristal y fueran a convertirse en testigos excepcionales de algo. Pero  lo único excepcional había pasado la noche anterior y las había reunido después de varios años en el tanatorio a esperar la llegada de la hora del traslado al cementerio del féretro con el cadáver de su madre. Te digo que no me importaría entrar y levantarle los párpados, y cuando vengan los señores de la funeraria les voy a pedir que me dejen un momento a solas.  Eso se puede hacer, ¿no?, es algo normal que una hija quiera despedirse de su madre, no sé, decirle algo, hablarle, darle un beso. Y no, no estoy loca, Celia. Tenlo por seguro. Desde aquel día de mi boda tengo esos ojos grises en la memoria y cuando pensaba en mamá nunca la veía con los ojos verdes. La mujer a la que la otra ha llamado Celia se sienta con gesto de cansancio en un sillón, coge uno de los teléfonos y con movimientos mecánicos manipula el teclado y mira la pequeña pantalla. ¿Va a venir Luis? La otra mujer no responde. Se sienta en un lado del pequeño sofá y echa la cabeza hacia atrás. No cierra los ojos y fija su mirada en el techo. Preferiría que no, además, ni siquiera creo que sepa que mamá ha muerto. Cierra los ojos y tiene la sensación de seguir viendo el techo. Se pasa la mano por el pelo y se frota rítmicamente los párpados que cubren sus ojos. Ahora lo ve todo negro con puntos brillantes que se mueven en ese fondo negro. Celia, estoy viendo fosfenos. La mujer a la que llama Celia la mira con una cara de cansancio en la que están empezando a hacerse visibles unas tenues ojeras. ¿Fosfenos? ¿Qué es eso? ¿No te acuerdas? le dice la otra mujer, aún con los ojos cerrados. Los fosfenos. Una noche, al poco de casarnos, en casa, cenando, Luis nos habló de un cuento que había leído de un escritor de Zaragoza que conoció en un bar de Barcelona y que había escrito un cuento sobre eso; se titulaba no sé qué de los fosfenos. Nos contó algo pero no le hicimos mucho caso. Luego, cuando Ángel y tú os marchasteis, me quedé recogiendo y ordenando un poco el salón mientras Luis se acostaba. Cuando acabé, estuve curioseando por los estantes de la librería pequeña, la que está junto al ventanal. En la balda de arriba había bastantes volúmenes de cuentos, casi todos de no más de doscientas páginas. Me costó un rato dar con el libro, y en la página 51 empezaba el cuento del que Luis nos había hablado en la cena. Me senté y lo leí despacio. Volví al índice y leí los títulos de los otros cuentos, luego cerré el libro y lo volví a abrir por el principio. La mujer habla pausadamente con los ojos cerrados, como si así fuese capaz de ver lo que refiere. La mujer a la que ha llamado Celia apenas la mira. En la página donde aparece el título había una breve dedicatoria en letra mayúscula y una fecha, escritas a pluma con tinta de color verde oscuro, de ese color verde tan bonito como el que siempre has usado para escribir. La fecha era enero de 1998. Pensé que podría leer el libro y lo devolví a su lugar y me fui a la cama. Luis no pareció sorprenderse cuando le dije que no me apetecía, que tenía el estómago revuelto, con mal sabor de boca. Como si hubiera vomitado langostinos.

Así en la prosa como en el verso

    A la segunda cerveza me dijo que el amor no existía, lo sé porque estuve enamorada, susurró. No le di importancia, opiniones, nada como la experiencia, añadí. En efecto. Sé que rumiaba una respuesta pues le pidió otra cerveza al camarero, y aún había color en el vaso que sostenía su mano derecha. Con la izquierda se rizaba el pelo, hubiera jurado que seguía un ritmo con algún significado que se me escapaba entre sus dedos. A partir de las doce hubiera preferido callejear, no me gustan los bares que se acaban convirtiendo en lo que detesto. Esta vez me había equivocado. Tal vez uno con otra música y más ruido habría sido mejor, los silencios son menos espesos. ¿Sabes?, me gusta este sitio, me dijo aumentando la cadencia de los rizos. Intenté mirarla sin verla, pero me fue imposible. Temía que mis ojos en los suyos hicieran naufragar lo que había empezado naufragando. Sí, no está mal, mentí. ¡Mentiroso! Dejó de tocarse el pelo. Me faltaba aire y me sobraba sed. Los abrigos colgaban del perchero, testigos mudos ajenos a todo, como si el piano de Keith Jarret tocase solo para ellos. Cerré los ojos y sentí su aliento, cálido, pastoso y amargo, como el susurro de un animal. Los fosfenos y sus labios en los míos me decían que algo estaba empezando por el final. Otro de esos principios que fácilmente se olvidan en cualquier bar, cuando la cerveza anestesia los recuerdos. O casi.

Carretera y manta (I)

—Sí, papá, ya sé que fumo demasiado. No hace falta que me lo estés recordando constantemente —rezonga suavemente la mujer, prolongando la afirmación y la negación—. Duérmete un poco, que el viaje es largo.

La mujer conduce con el cigarrillo en la boca. El humo azulado asciende suavemente pegado a una de sus mejillas y le hace guiñar un ojo. La carretera brilla de una manera extraña. Debe ser el sol que me da de espaldas —piensa —, ¡bonito día!

Está amaneciendo y el vehículo enfila la nacional 5 dejando atrás Madrid. Los carrilles de la autovía en dirección a la ciudad son un amasijo coloreado de coches. Los de salida presentan un tráfico fluido, piensa la mujer recordando la voz del locutor que acaba de oír en la radio. El sol empieza a calentar el interior del vehículo y el anciano siente que los párpados le pesan. Apenas duerme por la noche y hoy se ha levantado muy temprano; pese a ello, ha tomado la determinación de no dormirse y estar atento a la carretera. No es que no se fíe de su hija. No, no es eso —se dice—. Quiero ver todo bien.

Pero el viejo no sabe que el paisaje es muy distinto al que vio la última vez que volvió al pueblo, hace de ello ya más de cuarenta años. No obstante, los ratos que esté despierto mirará fijamente con sus pequeños ojos húmedos ambos lados de la carretera y no hará apenas comentarios.

—Entonces la carretera era más estrecha y pasaba por los pueblos: Móstoles, Navalcarnero, Santa Cruz del Retamar. En Talavera parábamos a comer. A veces hacíamos noche allí. Ya sabes, tu madre no soportaba los viajes. Parábamos en un hotel que había en la estación de autobuses, creo que por aquella época era el único que había. Antes de reemprender el viaje nos dábamos un paseo por un parque que hay junto a la plaza de toros.

»En esa plaza murió un torero muy famoso, Joselito el Gallo, que había dado la alternativa a otro torero también muy conocido, ya sabes, Ignacio Sánchez Mejías, que toreaba con él la tarde en que murió. Mi padre estuvo ese día en aquella corrida.

La mujer conduce concentrada en la carretera. Mantiene uno de sus ojos entrecerrado, aunque ahora no está fumando. Apenas presta atención a las palabras de su padre. Tal vez ya conozca la historia, o quizás no le interese.

—Le oí decir a mi padre muchas veces, cuando contaba lo que sucedió aquella tarde —prosigue el hombre—, que cuando la gente supo que Joselito había muerto en la enfermería de la plaza, una ola de consternación corrió por toda la ciudad. ¡Una ola de consternación! Sí, eso decía siempre.

»Cuando el público abandonó la plaza mi padre se dirigió a una taberna en la que se juntaban los aficionados a los toros. Allí todos lo tenían por un entendido y sabían que no se perdía ninguna corrida de la feria de mayo. Enseguida se hizo un corro alrededor de la mesa en la que él y un amigo con el que había visto la lidia comentaban lo que habían visto en la plaza. Los parroquianos callaban ante las palabras de los dos hombres. Entonces, el dueño de la taberna le dijo a mi padre: “Don Eduardo, píntelo usted”, y retiró los vasos de la  mesa, pasó una bayeta al mármol con esmero y le dio a mi padre un trozo de lápiz que llevaba en la oreja.

»Ya sabes que tu abuelo pintaba y dibujaba, y no lo hacía nada mal. Y Allí, delante de todos, dibujó en el mármol de la mesa el instante  de la cogida. Aquel dibujo permaneció en el mármol del velador durante muchos años, en un rincón de aquella taberna, debajo de un inmenso cartel que anunciaba aquella corrida, y que iba del suelo al techo. Lo recuerdo perfectamente.

»Alguna vez fui de chico con él a los toros. A la salida, siempre le pedía que me llevase a ver aquel dibujo, y allí que nos íbamos. Yo miraba el mármol atentamente mientras mi padre tomaba un chato de vino. Una de esas veces me habló de Ignacio Sánchez Mejías, que dejó los toros en 1927 para dedicarse a la literatura, ¡nada menos!, exclamaba mi padre. Luego, en voz baja, me decía que fue amigo de muchos poetas de la Generación del 27, especialmente de Lorca, que le compuso un extraordinario poema cuando un toro mató a Sánchez Mejías en Manzanares. Y bajando más la voz, casi susurrando me recitaba:

A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana

a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida

a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte

a las cinco de la tarde.

»Federico García Lorca, ¡un gran poeta!, aseguraba. Cuando crezcas ya te dejaré alguno de sus libros y de otros poetas, como Cernuda, Salinas, Alberti. En fin, ya los leerás, me decía mi padre, pero no le hables de esto a tu madre, y me daba un suave pescozón sonriendo.

»Yo no sabía entonces de qué me hablaba mi padre, pero intuía que era algo de lo que no se podía hablar, porque en una ocasión cuando le pregunté por los libros de aquellos poetas después de haber mirado concienzudamente en la biblioteca de su despacho sin llegar a ver ninguno, me insistía en que no dijera nada, que en su momento él me los dejaría.

—Pero papá, ¿aquellos libros realmente existieron alguna vez? —pregunta la mujer sin despegar la mirada de la banda negra de la carretera.

—Supongo, hija. Pero nunca los llegué a encontrar. Y mira que los busqué la misma tarde en que enterraron a mi padre. Nada más volver del cementerio me fui derecho a su despacho y estuve buscándolos hasta la hora de la cena. Tu abuela sabía bien lo que estaba haciendo, porque cuando me senté a cenar me miró fijamente y me dijo: ¡Los libros, los malditos libros! ¡Y no me preguntes!

—¿La abuela sabía lo de los libros?

—¡Cómo no lo iba a saber! Y si en alguna ocasión volvía a salir el tema, ya sabes lo que me decía, que por aquellos libros estuvo a punto de entrar la desgracia en la casa. Y nunca habló más de ellos. Llegué a pensar más de una vez que mi padre los había quemado, que no existían. En cierta ocasión, unos meses antes de su muerte le pregunté a tu abuela por los libros, si estaban escondidos o se los habían llevado aquellos legionarios que bajo el mando de un capitán de las tropas de Castejón registraron la casa. Tampoco obtuve respuesta. Ya ves. Lo que sea, murió con ella en el 64. Y fíjate si ya había pasado tiempo de la guerra, ¡como que Fraga estaba entonces con aquello de los 25 años de paz!

—¿Y nadie en el pueblo lo sabía? No sé, algún amigo del abuelo, o su hermano, alguien que lo conociera.

—No. Pregunté a varios, y nada. Mi tío Jesús tampoco sabía nada, pero me aseguró que había visto aquellos libros en una balda de la librería de mi padre.

El viejo calla y parece rumiar sus recuerdos al compás del suave sonido del motor. La sombra del coche es ahora más pequeña. El sol ya no le da a la mujer en los ojos reflejado en el espejo retrovisor. La carretera ha cambiado ligeramente de color. Ahora es más clara y los remiendos de los baches más evidentes. La mujer piensa que tal vez no haya sido una buena idea emprender este viaje e inconscientemente levanta por unos instantes el pie del acelerador. Se pone unas gafas de sol. Oscuras. La carretera vuelve a cambiar de color. Su padre parece dormir o tal vez dormitar. Piensa en los libros. Ha leído a esos poetas y muchos de sus textos los ha recitado incluso en sus clases. Recuerda la cara de indiferencia de muchos de los alumnos. Algunos de ellos le han llegado a decir que les gustaban los poemas que leía, cuando les propone que lean al autor, esbozan una medio sonrisa y dan la conversación por terminada.

El viejo reposa la cabeza sobre el cristal de la ventanilla, buscando tal vez el calor del sol de este día de primavera. Ahora parece dormir. Mueve levemente los labios. La mujer recuerda a Ignacio Sánchez Mejías, torero, novelista, poeta, actor de cine y presidente del Betis. Le quitó la novia a Joselito. No sabe si su padre conoce el poema que le dedicó Miguel Hernández. No recuerda el título.

 Un letrero deja una cifra y una frase en la retina de la mujer: Talavera de la Reina 22 Km.