Así en la prosa como en el verso
A la segunda cerveza me dijo que el amor no existía, lo sé porque estuve enamorada, susurró. No le di importancia, opiniones, nada como la experiencia, añadí. En efecto. Sé que rumiaba una respuesta pues le pidió otra cerveza al camarero, y aún había color en el vaso que sostenía su mano derecha. Con la izquierda se rizaba el pelo, hubiera jurado que seguía un ritmo con algún significado que se me escapaba entre sus dedos. A partir de las doce hubiera preferido callejear, no me gustan los bares que se acaban convirtiendo en lo que detesto. Esta vez me había equivocado. Tal vez uno con otra música y más ruido habría sido mejor, los silencios son menos espesos. ¿Sabes?, me gusta este sitio, me dijo aumentando la cadencia de los rizos. Intenté mirarla sin verla, pero me fue imposible. Temía que mis ojos en los suyos hicieran naufragar lo que había empezado naufragando. Sí, no está mal, mentí. ¡Mentiroso! Dejó de tocarse el pelo. Me faltaba aire y me sobraba sed. Los abrigos colgaban del perchero, testigos mudos ajenos a todo, como si el piano de Keith Jarret tocase solo para ellos. Cerré los ojos y sentí su aliento, cálido, pastoso y amargo, como el susurro de un animal. Los fosfenos y sus labios en los míos me decían que algo estaba empezando por el final. Otro de esos principios que fácilmente se olvidan en cualquier bar, cuando la cerveza anestesia los recuerdos. O casi.
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