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Leyendo a la sombra

Verano del sesenta y siete

   Aquel curso del sesenta y siete suspendí en junio dos asignaturas de tercero de Bachillerato, latín y matemáticas. No había hecho un mal curso, pero al final las cosas se me complicaron y no pude aprobarlo todo.

   Había estudiado hasta segundo en el pueblo, con  mi padre, que era maestro, y me examinaba en junio por libre en el instituto de la ciudad. Mi padre me marcaba las lecciones y por la tarde, después de volver de la escuela, me corregía los deberes, me explicaba las lecciones y me ponía la tarea del día siguiente. Yo estudiaba por las mañanas en mi cuarto, después de desayunar y de que mi madre hubiera arreglado la habitación. En el buen tiempo lo hacía en el jardín, contra la voluntad de mi madre, que pensaba que me distraía con cualquier cosa. Y era casi verdad. Debajo del emparrado me ensimismaba viendo los gatos pasear indolentes por entre las macetas o dormitar al sol en los peldaños de la escalera que llevaba al desván. Cuando oía los pasos de mi madre, me ponía a la tarea.

   Un día, después de saber que había aprobado segundo, mi padre me dijo muy serio que el próximo curso tenía que ir a estudiar a la ciudad, yo ya no te puedo preparar aquí en casa, y es mejor que tengas profesores para cada asignatura que sepan explicarte las cosas mejor que yo. Me lo dijo mirándome a los ojos y en ellos vi que había tomado una decisión que de alguna manera me cambiaba la vida. Apenas había salido del pueblo y la idea de ir a estudiar a la ciudad me inquietaba a ratos y a veces me daba miedo. Cuando me dijo que tendría que ir interno a un colegio y que vendría al pueblo todos los fines de semana, no dije nada, y entendí que había algo de inexorable en ello. Mi vida, en efecto, ya no sería la que había llevado hasta ahora.

   Y así fue como me marché a estudiar el tercer curso de bachillerato a la ciudad, en un colegio que albergaban los muros de piedra de un destartalado caserón, una especie de palacio pobre que contrastaba con el moderno edificio del casino, frente al cual se alzaba. El internado estaba próximo, en una calle oscura, de estrechas aceras, por las que casi nunca pasaba nadie.

   En junio suspendí latín y las matemáticas. Cuando mi padre me dijo que él no me podía ayudar y que lo mejor era ir a la ciudad a unas clases de repaso durante el verano, no dije nada. Es lo mejor, no te preocupes, y así las aprobarás con toda seguridad en septiembre. Además, dijo, sólo será un rato por la mañana, puedes ir en el ferrobús de las ocho y media y luego volver en el autobús de la una.

   Y así, aquel verano del sesenta y siete, comprendí que mi padre era un maestro de pueblo que ya no me podía ayudar más con mis estudios, y que mi andadura por los libros a partir de aquel momento la tendría que hacer solo.

   Nos levantábamos a las siete y cuarto, desayunábamos y antes de las ocho cogíamos cada uno nuestra bicicleta. Nos poníamos en el tobillo derecho una pinza de metal para no mancharnos el pantalón con la cadena y nos íbamos a la estación, que distaba del pueblo poco más de un quilómetro.

   Pedaleábamos a buen ritmo. Enseguida salíamos del pueblo y enfilábamos la carretera. Mi padre iba delante y marcaba la cadencia del pedaleo. No hablábamos, solo dábamos pedales suavemente. Yo iba viendo la espalda de mi padre, el movimiento acompasado de sus piernas, como si nada ofreciese resistencia, y a la vez sentía cómo la luz lo iba llenando todo, el aire fresco de la mañana me traía los olores del campo, especialmente el de la mies cortada. Aunque me desagradaba ir a la ciudad a repasar las asignaturas que había suspendido, ese paseo en bicicleta era para mí un verdadero lenitivo, y me hacía pensar en lo rápido que pasaría la mañana y que a mediodía comería en casa.

   Llegábamos a la estación bastante antes de la llegada del tren, apoyábamos las bicicletas en una pared y nos sentábamos a esperar. A veces salía a darnos los buenos días el factor, quien invariablemente miraba a las vías y luego a su reloj para decirnos a continuación a ver si hoy viene a su hora.

   El tren paraba apenas un minuto y casi  siempre yo era el único viajero. Me despedía de mi padre, subía al estribo y me sentaba junto a la ventanilla. Cuando el tren se ponía en marcha veía a mi padre coger las dos bicicletas y encaminarse andando al pueblo. En la curva en la que el tren salía de la estación, cuando los vagones ya empezaban a tomar velocidad, pegaba mi frente al cristal y lo volvía a ver, subiendo la leve cuesta caminando hacia el pueblo, sujetando las bicicletas, una a cada lado, por el centro del manillar. Al salir de aquella curva, el tren siempre pitaba.

   En aquella época yo no sabía que el futuro ensaya en la memoria.


1 comentario

MARIAN -

LA INFANCIA , LOS RECURDOS LOS CAMINOS Y LOS TRENES Q PITAN EN LAS CURVAS .... Y DESPUES LAS CUESTAS Y FATIGOSAS Y AL FINAL SIGUIENDO CON RILKE SOLO NOS QUEDA LA COSTUMBRE..Y A PESAR DE LOS PESARES SEGUIR CELEBRANDO " MAS LO Q NO TIENE NOMBRE LO INDECIBLE COMO LO CONJURAS POETA? YO CELEBRO . SONETOS A ORFEO