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Leyendo a la sombra

El lubricán

—Es niña, como ésta, estoy casi segura. Lo sé por cómo se mueve —dijo mi madre con indiferencia, moviendo sus manos alrededor de su abultado vientre. Las llamas de la lumbre en donde un puchero borboteaba con unas patatas se reflejaban apenas en sus ojos
Recuerdo ahora las palabras de mi madre.... ¡Y hace de ello ya tanto tiempo, tanto...! Me basta con entornar los ojos para ver la figura de mi padre, junto a la chimenea,  tirando los huesos de aceituna a las brasas, sentado en una silla baja de anea, con dibujos de hojas de parra en el respaldo, que todavía conservo como un extraño tesoro. Cada vez que la miro veo la pequeña cocina, la chimenea y a mi madre sentada en la silla, zurciendo unos calcetines de mi padre, al calor de la leña de encina, con la cara del color brillante de las manzanas, por el fulgor de las brasas.
Mi madre, de pie, acaricia con sus manos su vientre, donde ahora sé que está mi hermana. Una niña. Mi madre me ha hablado mucho de su vientre, pero siempre decía el niño, "cuando nazca el niño verás qué bien va a dormir en tu cuna, ¿lo cuidarás?". Yo la miraba y asentía. Me gustaba que me cogiera la cabeza y me acercara hasta poner mi cara en su tripa. Entonces yo también me sentía un poco allí dentro, en lo oscuro, como debía de estar mi hermana. Cerraba los ojos y no pensaba en nada. Podría estar allí horas, pero mi madre me separaba suavemente, "anda, vamos a espulgar estas lentejas", y otra vez aparecía la cocina, tenuemente iluminada como de amarillo, con aquella bombilla colgada del techo.
—A ver si no te pones de parto con el lubricán, como ya pasó con ésta —dijo mi padre señalándome con las tenazas de avivar la lumbre—. Remigio ya me ha dicho que la carretera del puerto, como nos descuidemos y nos metamos en las nevadas... La noche es muy traicionera en la sierra, y el auto de Remigio está ya para pocos trotes.
El lubricán. Esa fue la primera vez que oí esa palabra. Tendría entonces siete años, tal vez ocho, no lo sé con exactitud. Mi padre no dijo más y continuó removiendo las brasas con las tenazas. Miré a  mi madre; ella tampoco dijo nada, me miró y sonrió.
Yo sabía que por entonces todos los niños del pueblo ya no nacían allí, porque "aquí no se podía nacer", como decía mi madre, "sin médico, ni comadrona, ni farmacia en el pueblo, sin nada, vamos". Fue por aquella época, mediados de los sesenta, cuando los niños de mi generación empezamos a nacer en la ciudad. Remigio llevaba a las madres en su Citroën largo y negro al hospital, si es que antes la parturienta no paría en alguna de las curvas del puerto. Ese puerto que en invierno tanto respeto imponía y al que los hombres maldecían cuando el coche de Remigio no llegaba a tiempo al hospital. Entonces Remigio estaba dos o tres días sin pisar el bar. Lo recuerdo en el corral de su casa, mirando bajo el aguanieve el bulto oscuro del coche en el cobertizo, dando vueltas a su alrededor, fumando y hablando en voz baja. Remigio siempre hablaba en voz baja.
Podía haber dicho "madre, ¿qué es el lubricán?", pero me callé. Y lo mismo al día siguiente. Esperaba que mi padre volviera a decir esa palabra, pero no la volví a oír de su boca hasta que mi madre nos trajo a casa a mi hermana. Algunas noches musitaba aquella palabra en la cama, lu-bri-can, y me daba miedo. Un miedo frío y negro, como el coche de Remigio, el único coche del pueblo. Un miedo que acudía sin darme cuenta, como en voz baja. Entonces pensaba en los niños que iban a nacer a la ciudad en el Citroën y el coche no llegaba a tiempo, y al día siguiente nadie en el pueblo levantaba la mirada del suelo y nuestros padres nos besaban esa noche como con desesperación. Tuvieron que pasar muchos años para que pudiera entender esto; ya entonces había más coches en el pueblo y Remigio hablaba de su Citroën en el bar en voz muy baja, casi inaudible.
Me daba miedo el lubricán. Pero sólo cuando pensaba en ello de noche o al atardecer. Era un miedo acerado, brillante, que me podía llevar casi al dolor. Era sólo una palabra, pero en mi mundo infantil esa palabra nombraba lo malo, lo que yo sola sabía, aun sin saber nada. Imaginaba entonces que el lubricán era el viento helado del puerto que penetraba por las rendijas del coche de Remigio, camino de la ciudad; o un animal que vive en la sierra y en las noches de invierno se muestra feroz y destroza las ovejas en la majada ante los ojos del pastor, sus ojos como mis ojos, cerrados, apretados hasta el dolor, secos, sin lágrimas. Cuando lo recuerdo ahora sigo sintiendo una inquietud que no me ha abandonado desde entonces.
Aún ahora, que sé que mi hermana nació con el lubricán, le tengo un oscuro respeto a esa palabra. Nunca lo he hablado con nadie. Tampoco con mi hermana. Ni siquiera con ella.
Aquella mañana salimos avisados por el agudo pitido del Citroën; Remigio abrió la puerta del coche y vimos a mi madre con mi hermana en sus brazos, envuelta en una manta verde.
—Naciste también con el lubricán, como tu hermana —murmuró mi padre, al tiempo que posaba su áspera mano en el hato y hurgaba con un dedo entre los pliegues. Ayudó  a mi madre a salir del coche y entrar en la casa. Yo me quedé en la calle contenta, no sé por qué, pero muy contenta, mirando a Remigio, que seguía sin hablar.
—Remigio, mi hermana y yo hemos nacido con el lubricán. Las dos.
—Anda, vete dentro, con tu madre —murmuró ya dentro del coche y poniéndolo en marcha.
Cuando entré en la casa mi madre lloraba en silencio acunando contra su pecho el bulto de ropa que envolvía a mi hermana. Mi padre, agachado frente a la lumbre, respiraba con dificultad y pronunciaba palabras extrañas que yo nunca había oído. Con un movimiento rápido metió su mano entre las cenizas de la lumbre y sacó el puño, lo agitó tembloroso delante de su cara por unos instantes, se restregó la mano por los labios y arrojó al suelo una de aquellas ascuas todavía humeante.
Esa palabra y el recuerdo de los labios rugosos de mi padre besándome la frente es casi lo único que conservo de aquella época. Soy incapaz de decir por qué nunca les pregunté a mis padres qué era el lubricán. Esa palabra habita en mí como el primer día que la escuché; pero ya no siento ningún miedo, como sucedía los años que vivió mi hermana. Ahora sólo le tengo respeto, como ya he dicho, nada más que eso: respeto.
Lo curioso es que no sé qué significa y no me importa. O tal vez sí.

3 comentarios

Burrezo -

Si decides que te importa lo que significa... 'lubricán' es un término antiguo y muy literario que significa 'crepúsculo'. Muy buena historia, salu2.

Gatito viejog -

Me ha encantado la historia. Saludos

Vailima -

¡Qué buena historia y qué bien contada! Te felicito, empiezo bien el día gracias a tí.