Resiliencia
TACTO
Con precisión de topógrafo, la mano diestra de él acaricia el cuerpo de ella, delineando minuciosamente la superficie caliente. Tiene en su mente una cuadrícula mil veces conocida y sigue un plan minucioso, repetido cada tarde. La piel de ella, territorio al fin, se deja hacer con laxitud. El calor pasa a la palma de su mano, que recorre minuciosa el vivo territorio. El leve temblor de la espalda de ella se acopla en perfecta correspondencia al de la mano de él. Un íntimo terremoto le habla a la piel ella de la mano de él. Una, hace. La otra, se deja hacer. Llega reptando, lamiendo las paredes de la habitación, una pastosa melodía de jazz que él no oye, sólo ella. Las notas del piano que suena envidian la luz que las láminas de la persiana dejan penetrar en la habitación. El sonido encuentra la simetría en la luz, y ella lo sabe, no así él.
OLOR
Por un momento el tiempo no existe, pero nada se detiene. Los olores hablan, dicen mensajes que sólo él es capaza de interpretar. Un pequeño temblor de ella lo detiene, extraña interferencia, pero es sólo el instante necesario para que mano y cuerpo se reconozcan una vez más nuevamente en su tibieza. Luego, él siente en su palma el calor tibio de la ceniza y la piel de ella se asemeja a la arena, desprendiendo un olor húmedo que por un momento permanece enredado en los dedos de su mano, que, en extraña resonancia con la música que suena, acaso un instante, parecen tocar, no acariciar, como es su propósito. Si por un instante nos detuviéramos apenas en ese olor percibiríamos tal vez algo antiguo que no nos infundiría temor. Él sabe muy bien por qué. Ella nunca se lo ha preguntado.
SABOR
Diríase que el cuerpo de ella ofrece por un instante una leve resistencia a la mano de él, no así a sus labios, que rozan apenas la ceniza, gustando y degustando, una vez más, un sabor antiguo. Es sólo un instante: la intensidad lo barca todo, aunque él sabe que su mano es limitada. Mientras, la otra mano reposa indolente, extrañamente ajena a la simetría. El territorio va cobrando sentido. El mapa habla, basta escuchar, y sabe. El beso va más allá del beso que se da. Él lo sabe. Tal vez ella también, pero sus labios sólo besan el beso que los besa.
SONIDO
Los dedos de ella. Diez. Sobre la espalda de él. La melodía de jazz apenas logra ahora traspasar la oscuridad laminada. Las notas del piano se arrastran trabajosas y se enredan en los dedos de ella. Diez. Sobre la espalda de él, que es recorrida por la simetría del pianista. Una vez. Una vez más. Sus labios susurran extrañas voces antiguas: Ergotimo, el alfarero; Clitias, el pintor. Pintor y alfarero se confunden en ella –que calla– y la confunden. El territorio es el barro. La mano lo moldea, le da forma. Pero la forma es inestable y cambiante –ella bien lo sabe– y se renueva a cada instante: se hace necesario volver a empezar y otra vez el barro late. La piel de ella es barro ahora, que no arena. La mano de él ya no es envidiada por la mano de él. Las manos de ella se han desprendido de las notas del piano. El silencio se adueña de la espalda de él y la ceniza ahoga las palabras en su boca; allí se enfría. El silencio todo lo puede. Ella es sólo ella al lado de él. Él cree que es sólo él al lado de ella en imposible simetría. Los dos lo saben.
VISTA
Él se mira en el fondo del espejo y busca allí el cuerpo de ella. La siente otra en ese fondo. No es la misma que fue, ni siquiera su piel ahora es la misma. ¿Lo sabe ella y tal vez por eso no le devuelve la mirada? ¿Qué contiene el vacío del espejo? Simplemente pensarlo da dolor. ¿Da dolor pensar en miradas que se unen en un espejo porque la soledad lo convierte todo en espejismo? ¿Asusta no ver el silencio de unos ojos? La lechosa luz de neón de las farolas de la calle —poderosa e inmisericorde— va poco a poco expulsando de sus dominios a la sombra. Unos pocos jirones de oscuridad van quedando desamparados en los rincones. La luz blanquecina también arrastra hasta allí las preguntas, donde obscenamente se confunden con la oscuridad.
DOLOR
Un hombre solo ante un espejo. El espejo le devuelve toda su soledad. El hombre siente en su boca el sabor agridulce del metal oxidado, aunque se empeña vanamente en recordar el calor áspero de la arena o el sabor tibio de la ceniza. La luz paralela que indolentemente filtran las persianas le dibuja en la espalda la añoranza de las teclas de un piano. Pero él no lo sabe. Es un hombre solo que se mira en un espejo, y lo que ve es un hombre solo que se mira en un espejo y que sabe que ya no son posibles las respuestas porque tampoco existen las preguntas. Ese espejo, duro y metálico, devuelve soledad, como un cuadro de Hopper. Él lo sabe. Ella no está.
3 comentarios
Cristina -
Y el relato es brutal, con mucha coherencia interna y multiplicidad de sensaciones. Muy bueno.
Gatito viejo -
Vailima -
http://www.arquitrave.com/imagenes/Hopper22.jpg
Me ha gustado tu relato, mucho. Hopper es uno de mis pintores favoritos, uno de los que, a mi juicio, mejor a plasmado la soledad en un lienzo. Incluso mejor que Munch.
Gracias.