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Leyendo a la sombra

James Salter, La última noche

James Salter, <em>La última noche</em>

James Salter (Nueva York, 1925) no es precisamente un autor que se prodigue demasiado, y la aparición de un nuevo libro suyo siempre es saludada por los lectores como una buena noticia, pues la marca de calidad de la casa va a estar presente con casi absoluta seguridad, como ha venido sucediendo desde que publicó su primera novela.

Su libro de cuentos Anochecer, que obtuvo el premio Pen Faulkner en 1988, era hasta ahora lo último que se había publicado de este escritor casi secreto, del que no se da noticia alguna en su particular aquí y ahora de la literatura estadounidense actual que traza Rodrigo Fresán en la revista Letras Libres.

Salter estudió ingeniería, combatió en la guerra de Corea a los mandos de un caza y esa experiencia de la guerra supuso su arranque literario a los 32 años con la novela de claras referencias autobiográficas Pilotos de caza. Después publicó las novelas Años luz, Juego y distracción, En solitario y el ya mencionado libro de cuentos con el que ganó el Pen Faulkner. Ahora, la editorial Salamandra publica en España su último libro, el volumen de cuentos La última noche.

El libro se compone de diez relatos agrupados bajo el título del último de ellos, una muestra magistral de la escritura de este autor, del mismo nivel, por otra parte, que las nueve restantes. Todas las historias hablan de las relaciones entre hombres y mujeres, y suelen  tener su arranque en la experiencia de una pérdida que de alguna manera condiciona las actitudes de los protagonistas ante la vida. Son historias de la vida cotidiana, de amor y desengaño, deseo y traición, amistad y soledad, las grandes miserias y las pequeñas grandezas de la vida.

Ninguno de los cuentos acaba de forma previsible, como los excelentes cuentos que son. El silencio de una joven mujer enferma de cáncer ante las diversiones banales de sus amigas, una mujer que se obsesiona con el  perro de un escritor en crisis, un hombre que termina acostándose con la amante de su suegro, la esposa que sufre y soporta los líos homosexuales y amorosos de su esposo, un matrimonio en perfecta armonía que puede destruirse tras la revelación de un secreto, la peripecia triste y solitaria una vieja gloria del cine…

Historias aparentemente corrientes, pero literariamente muy elaboradas, en esa prosa con marca de la casa en la que domina “la exquisitez impresionista del lenguaje; la desafiante voluntad de contarlo todo con las palabras justas y exactas; y el magistral logro de conseguirlo sin que se note el esfuerzo detrás de la sólo en apariencia sencillez del trazo. Alguna vez interrogado acerca de cómo había alcanzado lo que para muchos —entre ellos John Irving, Richard Ford, Susan Sontag, Michael Herr y Harold Bloom— era la perfección, Salter le restó mérito al asunto con un "eso que llaman mi estilo no es más que la insistencia, por lo general inconsciente, en unas 10.000 palabras que acaban configurando una suerte de huella digital y que determinan la naturaleza de lo que hago" (Rodrigo Fresán, El País). Esta escritura minimalista, depurada, enraizada permanentemente en la elipsis, en dejar en la recámara de la escritura algo sin contar, en ese guiño cómplice al (buen) lector, da resultados realmente espléndidos, así sucede en el primero de los cuentos, Cometa, donde se nos habla de Philip Ardet, que se casó con Adele en junio, después de que ella hubiera obtenido el divorcio. Todavía era guapa, pero ya demasiado mayor para tener hijos. A ella le gustaba contar anécdotas de su primer marido. Ella y Philip se habían conocido en un campo de golf.

[...]

Llegó el otoño. Una noche estaban en casa de los Mo­rrissey. Él era un abogado alto, albacea de muchas he­rencias y depositario de otras más. Leer testamentos había sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.

Otro de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los ordenadores, un papa­natas, como se vio enseguida, que propuso un brindis durante la cena.

—Por el fin de la privacidad y la vida digna —dijo.

Estaba con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había du­rado siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.

—Entenderéis por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco —dijo ella.

Las mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar completamente los últi­mos siete años.

—Es verdad —convino su acompañante.

—¿Qué es lo que hay que reconsiderar? —quiso saber Phil.

Le respondieron con impaciencia. El engaño, dije­ron, la mentira: ella había sido engañada todo aquel tiempo. Mientras tanto, Adele se estaba sirviendo más vino. Con la servilleta tapó el mantel donde había de­rramado ya una copa.

—Pero fueron tiempos felices, ¿no es cierto? —pre­guntó inocentemente Phll—. Eso pasó a la historia. No es posible cambiarlo. No se puede convertir en infelici­dad.

—Esa mujer me robó a mi marido. Me robó todo cuanto él había prometido.

—Perdona —dijo Phil en voz baja—. Son cosas que pasan a diario.

Hubo un coro de protestas, las cabezas adelanta­das como los gansos sagrados. Sólo Adele guardó si­lencio.

—A diario —repitió él con voz ahogada, seca, la voz de la razón o cuando menos de los hechos.

—Yo nunca le robaría a otra el marido —dijo en­tonces Adele—. Jamás. —Su rostro adquiría un tono de cansancio cuando bebía, un cansancio que conocía todas las respuestas—. Y jamás rompería una promesa.

—Creo que no lo harías —coincidió Phil.

—Tampoco me enamoraría de uno de veinte años.Estaba hablando de la profesora, la chica que había aparecido aquella vez, rebosante de juventud.

—Desde luego que no.

—Él abandonó a su mujer —les dijo Adele.

Silencio.

La media sonrisa de Phil había desaparecido, pero su semblante aún era agradable.

—Yo no abandoné a mi mujer —dijo en voz que­da—. Fue ella la que me echó.

—Abandonó a su mujer y a sus hijos —continuó Adele.

—No los abandoné. Además, entre nosotros ya no había nada. Llevábamos así más de un año. —Lo dijo sin alterarse, casi como si le hubiera sucedido a otro—. Era la profesora de mi hijo —explicó—. Me enamoré de ella.

—Y empezaste una historia con ella —sugirió Mo­rrissey.

—Pues sí.

Existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar.

—Al cabo de dos o tres días —confesó Phil.

—¿Allí mismo, en tu casa?

Phil negó con la cabeza. Tenía una extraña sensa­ción de impotencia. Se estaba abandonando.

—En casa no hice nada.

—Abandonó a su mujer y a sus hijos —repitió Adele.

—Ya lo sabías —dijo Phil.

—Los dejó plantados. Llevaban casados quince años, desde que él tenía diecinueve.

—No llevábamos quince años casados.

—Tenían tres hijos —precisó Adele—, uno de ellos retrasado.

Algo ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea en el pecho. Como si es­tuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.

—No era retrasado —acertó a decir—. Sólo… te­nía dificultades para aprender a leer, eso es todo.

En ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo. Una tarde habían re­mado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde desco­lorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron. La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría.

—Cuéntales el resto —dijo Adele.

—No hay nada que contar.

—Resulta que esa profesora era una especie de call girl. La sorprendió en la cama con un tío.

—¿Es verdad? —preguntó Morrissey.

Estaba acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a alguien, te lo parece porque cenas con él o con ella, juegas a las cartas, pero en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.

—No tuvo importancia —murmuró Phil.

—Pero el muy burro se casa con ella —continuó Adele—. La chica va a Ciudad de México, donde él es­taba trabajando, y se casan.

—No entiendes nada, Adele —repuso Phil. Que­ría añadir algo, pero no pudo. Era como estar sin resue­llo.

—¿Todavía hablas con ella? —preguntó Morrissey con toda tranquilidad.

—Sí, sobre mi cadáver —dijo Adele.

Ninguno de ellos podía saber, ninguno podía vi­sualizar Ciudad de México y aquel primer año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante una subyugante obra de arte. Dos años en Méxi­co ajenos al naufragio, él fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aún podía ver su cuello inclina­do hacia delante y la curva de su nuca. Aún podía ver las finas trazas de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aún podía verse a sí mismo, el que era antes.

—Hablo con ella —admitió.

—¿Y tu primera mujer?

—También hablo con ella. Tenemos tres hijos.

—La abandonó —dijo Adele—. Es todo un Casa­nova.

—Hay mujeres que tienen mentalidad de poli —dijo Phil a nadie en particular—. Esto está bien, esto otro no. En fin... —Se puso en pie. Lo había hecho todo mal, se daba cuenta, mal y a destiempo. Había echado a pique su vida—. Pero hay algo que puedo decir con el corazón en la mano: si se presentara la opor­tunidad, volvería a hacerlo.

Una vez hubo salido, los demás siguieron hablan­do. La mujer cuyo marido había sido infiel durante sie­te años sabía qué se sentía.

—Finge que no puede evitarlo —dijo—. A mí me ocurrió lo mismo. Pasaba por delante de Bergdorf’s un día y vi en el escaparate un abrigo verde que me gustó y entré a comprarlo. Un poco más tarde, en otro lugar, vi uno que me pareció mejor que el primero, y me lo com­pré. Total, cuando acabé tenía cuatro abrigos verdes en el armario, y todo porque no fui capaz de dominar mis deseos.

El cielo, fuera, su bóveda superior, estaba cuajado de nubes y las estrellas se veían borrosas. Adele final­mente lo vio: estaba de pie en la parte más oscura. Se acercó a él con paso tambaleante. Vio que tenía la cabeza levantada. Se detuvo a unos metros de él y levantó tam­bién la cabeza. El cielo empezó a girar. Adele dio un par de pasos imprevistos para mantener el equilibrio.

—¿Qué estás mirando? —preguntó al fin.

Phil no respondió. No tenía intención de respon­der. Y luego:

—El cometa —dijo—. Salía en la prensa. Se supo­ne que hoy es la noche que se ve mejor.

Hubo un silencio.

—No veo ningún cometa —dijo ella.—¿Dónde está?

—Justo ahí encima —señaló él—. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que sobra al lado de las Pléyades. —Phil conocía todas las constelaciones. Las había visto surgir con la oscuridad sobre costas de­soladoras.

—Vamos, ya lo mirarás mañana —dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a él.

—Mañana no estará. Sólo pasa una vez.

—¿Y tú cómo sabes dónde estará? —dijo ella—. Vamos, es tarde, marchémonos.

Phil no se movió. Al cabo de un rato ella se enca­minó hacia la casa, donde, ostentosamente, todas las ventanas del piso y la planta baja estaban encendidas. Él se quedó donde estaba, contemplando el cielo, y lue­go la miró a medida que se iba haciendo pequeña al cruzar el césped, alcanzar primero el aura, luego la luz, y al cabo tropezar en los escalones de la cocina. (Cometa, págs. 15-21).

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Sirva el fragmento como muestra de la escritura de Salter, en la que sólo se nos dice lo imprescindible. Estamos en una cena de amigos en la que salta a la conversación el engaño y la mentira. Phil pasa a ocupar el centro de la pequeña tormenta que se ha desatado entre los platos y ve impasible cómo una parte de su historia personal, miserable, se sirve en bandeja.  El lector percibe que esa cena es el momento que Adele, la mujer de Philip, ha elegido para su particular ajuste de cuentas con el pasado de su marido, soltar algo que la hiere por dentro, con el estímulo de la bebida. Luego, como si se produjese un cambio de escena cinematográfico, un giro, Phil contempla el cielo en el jardín y el desengaño y la traición parecen diluirse en el silencio de la noche. Allí fuera, en el exterior, contemplando el cielo, parece como si las cosas tuvieran un sentido diferente, y la visión del cometa pudiera empequeñecer y hacer olvidar las pequeñas miserias personales.

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Crítica de José María Guelbenzu  en el suplemento Babelia del diario El País (13/01/2007)

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James Salter, La última noche. Edit. Salamandra. Barcelona, 2006. 156 páginas, 11.90 €

2 comentarios

Portorosa -

Hoy acabo de encargarlo. A tu salud.
Ya te contaré.

Portorosa -

Fantástico, fantástico, Lector. Me ha encantado.

Lo apunto y lo compro, sin duda.
Un abrazo, y gracias por el consejo, tan bueno como de costumbre.