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Leyendo a la sombra

Las lecturas del lector a la sombra

Ian McEwan, Chesil Beach. Marejada en el dormitorio

Ian McEwan, <em>Chesil Beach</em>. Marejada en el dormitorio

Ian McEwan, Chesil Beach

Traducción de Jaime Zulaika

Edit. Anagrama. Barcelona 2007. 184 páginas. 16 €

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    El escritor Ian McEwan (Aldershot, Inglaterra, 1948) ha demostrado sobradamente su capacidad narrativa en la distancia larga (Expiación, 435 páginas), en la media (Sábado, 328 páginas) y ahora viene a corroborar sus excelentes dotes de narrador en la distancia corta con su última novela: Chesil Beach (184 páginas), todas ellas traducidas al español en la editorial Anagrama.

    McEwan es junto con Martin Amis (recuérdese Koba el Temible, magnífica novela-ensayo), Julian Barnes (la novela El loro de Flaubert y los cuentos de La mesa limón son buenas muestras de su quehacer), y Kazuo Ishiguro (Lo que queda del día) la parte más sólida del grupo de novelistas que cierta crítica ha denominado el “dream team” de la narrativa británica actual o generación de los Young British Novelists. Estos autores han sabido conectar con un amplio público lector con textos atractivos y cuidados que en alguna ocasión han sido llevados al cine con  excelentes resultados. Y si recientemente hemos visto en pantalla la adaptación de Expiación, parece más que probable que pronto suceda lo mismo con la última novela de McEwan, legitimado por la crítica literaria anglosajona gracias a premios como el codiciado Booker en 1998, obtenido por Ámsterdam.

    La historia que se nos narra en Chesil Beach arranca con una pareja de jóvenes cenando en su habitación. Florence y Edward apenas llevan unas horas de casados y han ido a pasar su primera noche juntos en un hotel cerca de la playa de guijarros de Chesil Beach, al sur de Inglaterra.

    Edward, que había nacido en 1940, la misma semana en que empezó la batalla de Inglaterra, es licenciado en historia, y pertenece a una familia que está en los escalones más bajos de esa indefinible clase media. Su padre es director de una escuela de primaria y su madre, que vive en un caos mental a causa de un accidente que la tuvo unos días en coma, pinta cuadros que nunca llega a terminar y se pasa días enteros con la bata sin ocuparse de nada. “Daño cerebral” es la expresión con la que el padre le explicó un día al niño Edward el estado de su madre. En casa, las camas nunca se hacen, rara vez se cambiaban las sábanas y en el baño se acumula la mugre.

    Florence, una muchacha de clase media alta, es violinista. Su madre es profesora de Filosofía en la universidad y su padre un dinámico hombre de negocios. Viven en una gran casa elegante, con servicio, dos automóviles y comidas caras y sofisticadas. En ocasiones Florence acompaña a su padre en el barco al otro lado del Canal. Le apasiona la música y su ideal es dedicarse al cuarteto en el que de alguna manera se podría decir que lleva la voz cantante.

    En la Inglaterra de principios de los sesenta esta pareja son en muchos aspectos unos perfectos desconocidos el uno para el otro, y la perspectiva de una cama a unos pocos metros abre espacios de libertad hasta ahora insospechados. Es esta una época en la que hablar sobre las dificultades sexuales es poco menos que imposible, y en la que muchos jóvenes acudían al matrimonio vírgenes en todos los sentidos; apenas unas caricias era todo lo que el noviazgo había dado de sí en muchas parejas timoratas y educadas en esa moral que está entrando en sus momentos finales para dar lugar a una época nueva.

    Tal es el caso de Florence y Edward en las escenas iniciales del arranque de la novela, magistralmente contadas por un narrador omnisciente que nos va desvelando el ansia y la excitación de él ante la perspectiva de poder abrazar desnuda a la que ya es su mujer, esa mujer a la que apenas ha besado y acariciado tímidamente el pecho. Lleva más de un año pensando en ese momento en que una parte de él se alojará en una cavidad natural de ella, y el miedo al fracaso pugna con su deseo de éxtasis.

    Florence siente una angustia difícil de expresar, a la que intenta denodadamente sobreponerse; pero esta puede más que ella y experimenta una suerte de repulsión que no puede controlar. A su mente se precipitan palabras leídas en algún manual que se asocian inevitablemente al dolor: membrana, glande, penetración… Así es como el narrador va construyendo sutilmente esa corriente de pasión y deseo, repulsión y náusea, que parece que va a terminar arrastrando a estos personajes envueltos en el limo de la represión, los tabúes y las diferencias de clase.

    Edward y Florence son protagonistas involuntarios de los últimos estertores de ese tiempo de resabios postvictorianos que dará paso a una nueva época, en la que las relaciones personales se basarán en decir lo que realmente se piensa, en la que las palabras sinceras habitarán de manera natural en las parejas, al margen de códigos intransigentes y castradores. Edward y Florence son víctimas de ese tiempo agonizante en el que el sentimiento de culpa prevalecía sobre el placer, y ello les hará tomar una decisión que marcará el sentido de sus vidas.

    La novela se organiza en cinco capítulos en los que la mirada y la voz del narrador van superponiendo el presente y el pasado, para que el lector entienda en toda su dimensión lo que va a suceder en la habitación de ese hotel en el momento después de Edward deslizara su mano bajo el vestido de ella y la posase sobre su muslo, apenas rozando la tela de sus bragas.

    La trama es casi intrascendente en un principio, previsible incluso; pero el oficio del autor planea sobre el texto y el lector atento pronto percibe la tensión entre la pareja, el abismo emocional que se abre entre ellos y que se hace cada vez mayor a medida que son incapaces de comunicarse lo que realmente piensan y sienten, hasta la memorable escena de la playa, en el quinto y último capítulo. Es la resolución del final de la novela lo que la convierte en un texto espléndido y contradictorio. Pero permítaseme dejar aquí las cosas, no vaya a ser que acabemos desvelando demasiadas claves de lectura, y le arrebatemos al lector su incuestionable privilegio como tal: ser el que tenga la última palabra.

    Mi hermana me ha dicho que “cuento demasiado” en estas reseñas, y que eso compromete en exceso la lectura. Bien, espero que este no haya sido el caso, y, si algún día decide leer esta novela, que en su lectura le acompañe el ruido de fondo de las olas lamiendo los guijarros de Chesil Beach y mis comentarios no le impidan disfrutar de la emoción de esta pequeña gran novela.

    PS: Parece ser que Pedro Almodóvar está trabajando en la adaptación cinematográfica de esta novela. Ya veremos qué hace el manchego con ella…

    Aquí pueden leer el primer capítulo o descargárselo en formato pdf.

El autor habla de su obra:

Parte 1

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Parte 2:

 

La muerte venida del cielo

La muerte venida del cielo

Masuji Ibuse, Lluvia negra

Prólogo de Jorge Volpi

Traducción de Pedro Tena

Edit. Libros del Asteroide. Barcelona 2007. 388 páginas, 21.95 €

  

El 6 de agosto de 1945 estalla sobre Hiroshima una bomba de uranio. En la ciudad están Shigematsu Shizuma, su esposa  Shigeko, y su sobrina Yasuko, que junto a otros miles de habitantes se convierten en hibakushas (víctimas de la radiación). Yasuko, que estaba a más de 10 kilómetros del epicentro de la explosión, fue alcanzada por la contaminada lluvia negra que se precipitó sobre Hiroshima después de que el hongo cubriese la ciudad, y que fue la causante de una contaminación que causó graves heridas y en muchos casos la muerte.

Cuatro años después de la rendición de Japón, la sobrina recibe una propuesta de matrimonio, y Shigematsu, para contrarrestar los rumores de que la muchacha está enferma del mal de la radiación, envía a la intermediara casamentera un certificado de salud de su sobrina. Yasuko, preocupada, le muestra a su tío el cuaderno de su diario personal correspondiente a  1945, y este decide entonces que transcriba las entradas del mismo a partir del 5 de agosto para mandárselo a la intermediaria. En el diario, la sobrina relata el episodio de la lluvia y el tío, cuando lo lee, decide entregarle también a la casamentera su propio relato de esos mismos días.

La novela se estructura en veinte capítulos de desigual extensión, narrados por un narrador en tercera persona omnisciente y cuya voz se va alternando con la trascripción del diario de Shigematsu escrito en primera persona y que este titula “Un diario de la bomba atómica”, más otros diversos documentos. De esta manera, las tribulaciones que viven los personajes en el presente, una vez que han asimilado el nuevo orden de las cosas, se van alternando con el relato de lo sucedido en la ciudad entre los días 6 y 15 de agosto que Shigematsu cuenta en su diario. Esta polifonía es un verdadero acierto compositivo de la novela que pone de manifiesto el oficio del autor, en plena madurez como narrador cuando la escribió.

El relato de Shigematsu, personaje y a la vez narrador, da entrada al sufrimiento de anónimos ciudadanos que vivieron aquellos terribles días de agosto, y nos acerca, desprovisto de patetismo y grandilocuencia, a los devastadores efectos de la bomba sobre la ciudad de Hiroshima y sus habitantes. Es un relato que en ocasiones se aproxima al esquema del documental, distanciado, con pretensión objetivista, casi como un documento fotográfico, en el que el personaje-narrador refiere lo que ve como observador en un estilo sencillo, sin efectismos de ningún tipo, funcional, a veces casi descarnado, con una prosa cuidada y altamente eficaz.

Aunque el diario de Shigematsu parece en primera instancia de carácter expositivo, encierra verdaderamente una argumentación sobre los horrores de la guerra, una auténtica intrahistoria que se contrapone a la grandilocuencia de la historia oficial, escrita siempre por los vencedores, que induce al lector a adoptar una postura moral, un posicionamiento en el que no es ajeno lo relatado por  Shigematsu. En este caso, es esa voz de los vencidos la que lleva al lector a las terribles vivencias de esos miles de anónimos ciudadanos que padecieron las secuelas del primer bombardeo atómico. La Muerte desfila ante los ojos del lector, y baila su macabra danza con todos sin excepción: militares, jóvenes, viejos, niños, mujeres… es el fuego apocalíptico que se ha abatido sobre la ciudad y sus habitantes.

Para redundar en la eficacia del relato, además del diario de la sobrina y el tío, el autor, en un esquema próximo a la docuficción, introduce en la novela documentos como “La dieta en Hiroshima durante la guerra”, la carta del doctor Hosawaka, o fragmentos de las “Notas sobre el bombardeo de Hiroshima, por Hiroshi Iwatake, Reserva Sanitaria”, dando a la novela la forma de muñeca rusa: una historia que contiene a  su vez otras. Todo ello contribuye, como dijimos anteriormente, a la polifonía de este magnífico relato, una novela necesaria para conocer aquellos acontecimientos, que en la línea de textos como el Diario de Hiroshima de un médico japonés (6 de agosto – 30 de septiembre de 1945), de Michihiko Hachiaya, o Hiroshima, de John Hersey, introducen al lector en el epicentro histórico de aquel singular acontecimiento que cambió la concepción de la guerra, de la vida y de la muerte, acercándole al dolor y al sufrimiento de los vencidos, en un momento en que ya eran tales.

Esta novela es una buena muestra de la literatura entendida como conocimiento, y, si aceptamos que para interpretar en toda su dimensión el siglo XIX se hace necesario leer a Galdós, Clarín, Sthendal o Flaubert, igualmente es necesario leer Lluvia negra para comprender uno de los episodios más traumáticos del siglo XX.

Aún hoy, muchos se siguen preguntando si aquello fue realmente necesario. Libros como este no dan respuestas, simplemente nos obligan a hacernos más preguntas.

Vida y destino, una novela ética

<em>Vida y destino</em>, una novela ética

Sólo se puede experimentar la alegría de la libertad cuando encontramos en los demás lo que hemos encontrado en nosotros mismos.

Vasili Grossman

   

Son escasas las ocasiones en que los lectores tienen la impagable oportunidad de acercarse a novelas de la dimensión y entidad de Vida y destino, de Vasili Grossman, con la que este escritor ruso ocupa por méritos propios un lugar destacado en la literatura mundial del siglo XX. Y en pocas podrán esos lectores encontrar una visión como la que en esta obra se da de las tragedias políticas, sociales, humanas y morales del azaroso siglo XX, en la que se combinan la épica del relato de guerra con la intensidad lírica y la humana emoción de los pensamientos más profundos con las acciones desinteresadas.

Vasili Grossman nació el 12 de diciembre de 1905 en la ciudad ucraniana de Berdichev, que contaba por aquel entonces con una de las mayores poblaciones judías de Europa central, de la cual la familia Grossman formaba parte de su élite ilustrada. Los padres de Grossman se separaron y este pasó dos años en Suiza con su madre. En 1918 regresan a Berdichev. Ucrania fue devastada por la ocupación alemana dirigida por el mariscal Von Eichhorn y luego, al estallar la guerra civil, por los ejércitos blancos y rojos. Los blancos y los nacionalistas, y en algún caso los guardias rojos, descargaron su odio contra los judíos, de los que fueron asesinados alrededor de 150.000.

Grossman ingresó en 1923 en la Universidad de Moscú, donde estudió Química, y ya entonces se sentía fuertemente atraído por el ejército. En 1928, siendo aún universitario, se casa con Anna Pterovna Matsuk, con la que tuvo una hija a la que llamaron Ekaterina (Katia), como la madre de Grossman. El matrimonio duró poco y la niña se fue a vivir con la abuela a Berdichev.

En 1932 una terrible hambruna provocada por la campaña de Stalin contra los kulaki (campesinos acomodados) y la colectivización forzada de la agricultura mató a unos ocho millones de personas; por ello, no es de extrañar que diez años después muchos ucranianos vieran a los invasores alemanes como unos auténticos libertadores. Aunque Grossman no fue testigo directo de estos hechos, sí tuvo que conocer necesariamente sus efectos y resultados.

Muy pronto le interesó la literatura, a la que se dedicó a partir de 1937 a instancias de Gorki. La publicación de su primera novela coincide con su interrogatorio por el OGPU. Resulta sorprendente que un escritor tan veraz e ingenuo políticamente saliera indemne de las terribles purgas  de los años treinta.

En 1935 inicia una relación con Olga Mijailovna Guber, que había estado casada con un escritor ejecutado en 1937. Por este hecho, Olga es detenida y Grossman fue interrogado en la Lubianka. En aquella época de humillación moral fue requerido para que firmase un manifiesto de apoyo a los juicios farsa de viejos bolcheviques, obviamente, no tuvo alternativa. Ese período lo recreará después en varios pasajes de Vida y destino.

La Wehrmacht invade la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Como la inmensa mayoría de los escritores, Grossman se presenta voluntario para el ejército, sólo tiene treinta y cinco años, pero es totalmente inútil para la guerra, que avanzaba imparable por el territorio soviético. Cuando el escritor percibió la rapidez del avance alemán no tuvo tiempo de ayudar a escapar a su madre, que fue asesinada por las SS. Esto lo recordará toda su vida y dejará una profunda huella en la novela en los personajes de Víctor Shtrum y su madre Anna Semióvnova. Uno de los muchos pasajes emotivos de la novela es la larga carta de despedida que Anna le escribe a su hijo (capítulo 18, primera parte) y que finaliza con estas conmovedoras palabras: “Vítenka… Ésta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive, vive siempre…”

En agosto de 1941 parte hacia el frente como corresponsal del periódico Estrella Roja, órgano oficial del Ejército Rojo del que se dice que censuraba Stalin personalmente. En el invierno de ese año cubrió los combates del sur de Ucrania y en agosto llega a Stalingrado. Fue el periodista que más tiempo pasó en la ciudad sitiada. La batalla de Stalingrado fue una de las experiencias más importantes en la vida de Grossman, hasta el punto de llegar a creer apasionadamente que el heroísmo del Ejército Rojo serviría para ganar la guerra y cambiar la sociedad soviética.

De Stalingrado pasó a Kalmukia y estuvo en la batalla de Kursk, la mayor batalla de tanques de la historia. Después, Grossman acompaña al ejército en su avance hacia el oste, siendo uno  de los primeros corresponsales que llegaron a los campos de concentración de Majdanek y Treblinka; algunas de sus crónicas fueron utilizadas en el proceso de Nuremberg. Vive el avance de las tropas hacia Berlín con el ejército del general Chuikov y registra en sus cuadernos los crímenes de los soldados soviéticos, especialmente la violación en masa de mujeres alemanas, la “verdad despiadada de la guerra”, como escribió en una ocasión (Anthony Beevor, Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo, 1941-1945. Edit.  Crítica, Barcelona 2006, 479 páginas).

Después de la guerra, Grossman continuó publicando, y durante la década de 1950 trabajó en Vida y destino, que completó en 1960. Pensaba que, muerto Stalin, con Nikita Jruschov, el principal comisario de Stalingrado y acusador de aquel en el XX Congreso del PCUS en 1956, se podría contar la verdad, de modo que presentó el manuscrito de la novela a la revista Zanamia. El 14 de febrero de 1961, avisados por el aterrorizado editor, se presentan en casa del escritor tres altos funcionarios del KGB y confiscan todas las copias del manuscrito. Saquearon los apartamentos del novelista y de su mecanógrafa, llevándose hasta el papel carbón y las cintas de tela de la máquina de escribir.

Grossman había creído ingenuamente que la desestalinización iniciada por Jruschov cambiaría las cosas, pero pronto comprendió que Stalin no era la perversión del sistema, sino su expresión más genuina.

El manuscrito original terminó en poder de Mijail Suslov, importante ideólogo del partido comunista y jefe de la Sección Cultural del Comité Central, quien afirmó que esa novela no se podría publicar en doscientos años, un certero análisis de la importancia y perdurabilidad de la misma.

Los libros anteriores de Grossman fueron retirados de la circulación y el escritor, empobrecido y con escasos amigos, enfermó de cáncer de estómago. Murió, solo y olvidado, en el verano de 1964 convencido de que su novela nunca sería publicada. Pero había entregado una copia del manuscrito a su amigo el poeta Semión Lipkin; esa copia fue microfilmada por el físico y disidente Andrei Sajarov en 1980. El novelista Vladimir Voinovich pasó el microfilm a Suiza, y ese mismo año se publica la novela en francés. La obra tuvo que esperar hasta la glasnost de Gorbachov para ser editada en Rusia, en 1989. En España la publicó Seix Barral en 1985, traducida del francés, y pasó desapercibida. La edición actual, una excelente traducción del ruso de Marta Rebón, es de Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.

Vida y destino es una reflexión sobre la libertad del hombre, que destruyeron los totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el estalinismo; es un relato magistral de uno de los grandes horrores del siglo: la destrucción de la libertad individual en las oscuras redes de detenciones arbitrarias, juicios sumarísimos, interrogatorios, campos de la muerte y fusilamientos.

Los protagonistas de la novela viven la guerra como una intensa lucha por la libertad, de manera que la derrota del nazismo supondría la derrota del estalinismo. Grossman fue testigo privilegiado del cerco de Stalingrado, convertido en la novela en auténtica metáfora de la libertad. No obstante, mientras millones de soldados daban su vida por la victoria final, la novela también refleja las otras vidas, las de la retaguardia, las de las ciudades no ocupadas, que quedaban destrozadas por el aparato represivo que había puesto en marcha el totalitarismo soviético, una maquinaria implacable que tendría su máxima expresión en el gulag, en los campos helados del infierno blanco de Kolimá, de los que hablarán Alexander Solzhenitsyn  en Archipiélago Gulag y Varlam Shalámov en sus magníficos Relatos de Kolimá (vol. I, edit. Minúscula. Barcelona 2007, 350 páginas).

Uno de los ejes temáticos de la novela es la libertad, opuesta al totalitarismo que con sus herramientas implacables busca la destrucción del individuo. Para Grossman, la libertad es salvaguardar la integridad humana, y nada vale tanto como ella, como muy bien sabe el físico Shtrum, uno de los personajes clave de la obra, quien afirma en un pasaje de la misma: “Cada día, cada hora, año tras año, es necesario librar una lucha por el derecho a ser un hombre, ser bueno y puro. Y en esa lucha no debe haber lugar para el orgullo ni la soberbia. Y si en un momento terrible llega la hora desesperada, no se debe temer a la muerte, no se debe temer si se quiere seguir siendo un hombre”.

La idea de la libertad individual y el sometimiento hasta la esclavitud o la anulación ejercido por el estado totalitario estará presente en toda la novela.

Otro de los temas que recorren el libro es el de la bondad. En el capítulo 16 de la 2ª parte, una emocionante reflexión sobre la bondad sin sentido, y que está considerado el testamento filosófico de Grossman, podemos leer:

    El daño que esta bondad sin sentido a veces puede ocasionar a la sociedad, a la clase, a la raza, al Estado, palidece ante la luz que irradian los hombres que están dotados de ella.

    Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alto que puede alcanzar su alma. La vida no es el mal, nos dice.

Momentos antes, se nos refiere cómo una vieja mujer da agua a un soldado alemán herido mientras sus compañeros fusilan a los hombres de la aldea, “Después explicó a la gente lo que había pasado, pero nadie la comprendió; ni ella misma sabía explicárselo”.

La acción de la novela transcurre desde los momentos más duros del asedio de Stalingrado, en el otoño de 1942, hasta la derrota del IV Ejército alemán de Von Paulus y, una vez roto el cerco a la ciudad, el posterior avance implacable de las tropas rusas hacia el oeste, que les llevará hasta Berlín. Grossman conoció de primera mano los pormenores de la batalla de Stalingrado, pues estuvo destinado en la ciudad como corresponsal del Estrella Roja, y allí pudo ver la capacidad de resistencia de los soldados rusos frente a la poderosa maquinaria bélica alemana. No obstante, la novela no se centra exclusivamente en este episodio bélico, si bien la batalla de Stalingrado funciona de hecho en el texto como eje vertebrador de la narración. La poderosa voz del narrador nos lleva no sólo a las trincheras, pasadizos y búnkeres o a una casa en la primera línea de fuego de la ciudad, sino también a una celda de la Lubianka, a la vivienda del físico Shtrum en Moscú, al puesto de mando de un destacamento de tanques en la estepa calmuca, a la cámara de gas de un campo de exterminio alemán, a los barracones de un campo del gulag, o a un Sonderkommando.

A este variado paisaje físico le corresponde un no menos variado paisaje humano, pues son más de 150 los personajes de la novela. Estos personajes van tejiendo a lo largo de la narración un complejo entramado de relaciones que da coherencia y unidad al relato, acierto compositivo que, no obstante, puede dificultar en cierta manera la lectura del texto, pero que es sin duda un reto para los buenos lectores (la edición de la novela que comentamos tiene un censo de personajes que, sin duda, en algún caso supondrá una inestimable ayuda). Así, el lector atento descubrirá pronto que gran parte de la acción tiene que ver con la familia Sháposhnikov, dispersa por la guerra.

Por ejemplo, el físico Víktor Pávlovich, Shtrum, está casado con Liudmila Nikoláyevna,  cuyo primer marido, Abarchuk, está internado en un campo de trabajo en Siberia. Yevguenia (Zhenia), hermana de Liudmila, amante del coronel Piotr Pávlovich Novíkov, héroe de Stalingrado, estuvo casada con Nikolái Grigórievich Krímov, comisario del Ejército Rojo durante la batalla de Stalingrado, detenido después y torturado en la prisión moscovita de la Lubianka. Zhenia no dudará en abandonar al militar y seguir a su exmarido al gulag para  ser fiel a su conciencia. Krímov —protagonista, víctima y verdugo de la Revolución—, es un abnegado revolucionario que a pesar de las torturas se niega a confesar crímenes que no ha cometido, sigue confiando en la bondad del hombre, y se enfrenta al juez en el interrogatorio diciéndole vehementemente que “todo esto no es más que una farsa” (cap. 43 de la 3ª parte).

Pávlovich Novíkov, el amante de Zenia, joven coronel al mando de un cuerpo de tanques que tendrá una intervención decisiva en la ruptura del cerco de Stalingrado, es uno de los personajes militares interesantes. Es un militar profesional que en los momentos iniciales de la acometida soviética para romper el cerco de la ciudad se atreve a retrasar el inicio de un ataque ocho minutos, contradiciendo la cadena de órdenes que proviene del mismo Stalin desde Moscú, para que la artillería soviética termine con sus objetivos, con ello consigue penetrar en las líneas alemanas sin perder un tanque ni un solo hombre. Guétmanov, el comisario político del cuerpo de tanques, lo felicita en voz baja, reconociendo su profesionalidad, pero por la noche lo denuncia a sus superiores, poniendo así en marcha un despiadado mecanismo que infinidad de veces acabó en la farsa de juicios sumarísimos y fusilamientos.

Shtrum, alter ego del autor, es uno de los personajes más interesantes y con uno de los papeles más destacados en el entramado narrativo de la novela. Al igual que Grossman, Shtrum también es un científico de origen judío, que en un primer momento es encumbrado por el régimen por sus avances en la física teórica del estudio del átomo y posteriormente es sospechoso de actividades contrarrevolucionarias. Como el autor, pierde a su madre asesinada por los nazis en tierras de Ucrania.

Grossman se sirve magistralmente de un narrador omnisciente para dar a conocer al lector los sentimientos y emociones de sus personajes. Así, se nos revela el complejo mundo interior de Víktor Shtrum, con sus pensamientos, sus deseos y sus miedos. El físico es un hombre íntegro, pero sabe lo fácil que es perder el favor del sistema por algo tan banal como un comentario vertido en una charla con los amigos o con los compañeros del laboratorio.  Shtrum representa en cierta manera al hombre que cree en los ideales de la Revolución, pero a la vez rechaza el autoritarismo brutal del Estado, representado frecuentemente en la novela en la represión de los años treinta que siguió a la colectivización.

Shtrum protagoniza pasajes inolvidables narrados con una maestría digna de admiración. Por ejemplo, se enfrenta a su superior en el laboratorio por defender a sus más inmediatos colaboradores y vemos sus tribulaciones cuando rellena un formulario en el que tiene que manifestar su condición de judío pequeñoburgués (cap. 54 de la 2ª parte). Paulatinamente comienza a percibir que algo va mal, y en la reunión del comité del Partido se habla de su enfrentamiento con la dirección. Empieza a ser considerado sospechoso, desleal. Shtrum, un físico teórico dedicado en cuerpo y alma al trabajo, contribuyendo con su esfuerzo intelectual a la victoria sobre el invasor nazi, no entiende qué está sucediendo. Algunos de sus compañeros del laboratorio, complacientes con el sistema o aterrorizados por este, le piden que escriba una carta arrepintiéndose:

—Pero ¿de qué debo arrepentirme? ¿De qué errores? —preguntó Shtrum.

—Qué más da, lo hace todo el mundo: escritores, científicos, dirigentes del Partido; incluso nuestro querido músico Shostakóvich reconoce sus errores, escribe cartas de arrepentimiento y, después, continúa trabajando como si nada.

—Pero ¿de qué debería arrepentirme? ¿Ante quién?

—Escriba a la dirección, escriba al Comité Central. No importa, a cualquier parte. Lo principal es que se arrepienta.

Esta situación cambia radicalmente cuando recibe en su casa una llamada de Stalin alabando su trabajo, el único momento de la novela en que interviene el dictador. Como consecuencia de esa llamada, se le asigna un coche oficial y todos en el laboratorio lo miran con otros ojos, ya no es un traidor desleal acusado de actividades contrarrevolucionarias. Aquellos que antes lo acusaban, ahora lo saludan, le desean todo lo mejor y le dedican elogiosos comentarios por su trabajo, es un verdadero ciudadano soviético ejemplar, y le piden que firme una carta de protesta por una información aparecida en el New York Times en la que se hablaba de científicos y escritores soviéticos fusilados. Firmar la carta le resulta repugnante, pues íntimamente sabe que lo que publica el periódico es cierto, pero no hacerlo sería terrible. El narrador nos adentra en las tribulaciones del físico:

Enseguida se imaginó una noche de insomnio, tormen­tosa. Titubeos, indecisiones, una repentina improvisación y el miedo ante esa misma determinación; de nuevo dudas, de nuevo una decisión. Era extenuante, peor que la mala­ria. Y estaba en sus manos prolongar o no esa tortura. No, no tenía fuerzas. Rápido, rápido, tenía que acabar cuanto antes.

Sacó su estilográfica.

Vio entonces que Shishakov se había quedado boquia­bierto, porque también él, el más rebelde, había cedido.

Shtrum no pudo trabajar en todo el día. Nadie le dis­traía, el teléfono no sonaba. Simplemente no podía traba­jar. No trabajaba porque el trabajo, aquel día, le parecía aburrido, vacío, inútil.

¿Quién había firmado la carta? ¿Chepizhin? ¿Ioffe? ¿Krilov? ¿Maridelshtam? Tenía ganas de esconderse detrás de alguien. Pero negarse hubiera sido imposible. Equivalía al suicidio. No, nada de eso. Podía haberse ne­gado. No, no, había hecho lo correcto. Nadie le había amenazado. Habría sido mejor si hubiera firmado movi­do por un miedo animal. Pero no había firmado por mie­do, sino por aquel sentimiento oscuro, nauseabundo, de sumisión.” (pág. 1062).

También resultan interesantes algunos personajes femeninos, como Anna Semiónovna, la madre de Víktor Shtrum, cuyo nombre proviene del personaje de un cuento de Chéjov titulado Un niño maligno, o Maria Ivánovna, esposa de Piotr Lavréntievich, científico compañero de Víktor en el laboratorio.

Uno de los momentos más duros y emotivos del relato lo protagoniza Sofia Ósipovna Levinton, médico militar y amiga de Yevguenia Nikoláyevna, hermana de Liudmila. Capturada por los alemanes, de camino a la muerte aferra con su mano la mano de David, un niño judío. Podía haber eludido la fila de los condenados dada su condición de médico, pero decide no hacerlo. El narrador nos introduce de manera estremecedora en el interior de la cámara de gas:

El rumor de pasos se calmó; a veces se oían palabras con­fusas, gemidos, lamentos. Hablar ya no servía para nada, moverse no tenía sentido: ésas son acciones que se proyec­tan hacia el futuro, y en la cámara de gas ya no hay futuro. Los movimientos que David hizo con la cabeza y el cuello no despertaron en Sofia Ósipovna el deseo de volverse y mi­rar qué estaba observando otro ser humano.

Sus ojos, que habían leído a Homero, el Izvestia, Las aventuras de Huckleberry Finn, a Mayne Reid, la Lógica de Hegel, que habían visto gente buena y mala, que habían visto gansos en los vastos prados de Kursk, estrellas en el observatorio de Púlkovo, el brillo del acero quirúrgico, La Gioconda en el Louvre, tomates y nabos en los puestos del mercado, las aguas azules del lago Issik-Kul, ahora ya no eran necesarios. Si alguien la hubiera cegado en ese instante, no habría notado la pérdida de la visión.

Respiraba, pero respirar se había convertido en un trabajo fatigoso, y ese acto tan sencillo la agotaba. Deseaba concentrarse en su último pensamiento a pesar del estruendo de campanas que resonaba en su cabeza. Pero no lograba concebir ningún pensamiento. Estaba de pie, muda, sin cerrar los ojos que ya no veían nada.

El movimiento del niño la colmó de piedad. Su senti­miento hacia el niño era tan sencillo que ya no hacían falta palabras ni miradas. El niño agonizante respiraba, pero el aire que inspiraba no le traía la vida, se la llevaba. Su cabe­za se volvía: continuaba queriendo ver. Miraba a los que se habían desplomado en el suelo, las bocas desdentadas abiertas, bocas con dientes blancos y de oro, los hilos de sangre que manaban de la nariz. Vio los ojos curiosos que observaban la cámara de gas a través del cristal; los ojos contemplativos de Roze se cruzaron por un momento con los de David. El todavía necesitaba su voz, le hubiera pre­guntado a tía Sonia qué eran esos ojos de lobo. Y necesitaba también el pensamiento. Sólo había dado unos pocos pasos en el mundo, había visto las huellas de los talones desnudos de los niños sobre la tierra caliente y polvorienta; en Moscú vivía su madre, la luna miraba desde arriba y desde abajo la miraban los ojos, en la cocina de gas hervía la tetera... Ese mundo, donde corría una gallina decapita­da, el mundo donde vivían las ranas que hacía bailar suje­tándolas por las patas delanteras y donde bebía la leche por la mañana; ese mundo continuaba interesándole.

Durante todo ese tiempo unos brazos fuertes y cálidos habían estrechado a David. El niño no entendía que en los ojos se le habían hundido las tinieblas, en el corazón, un desierto, y el cerebro se le empañó, invadido del sopor.

Sofia Osipovna Levinton sintió el cuerpo del niño de­rrumbarse en sus brazos. Luego volvió a separarse de él. En las minas, cuando el aire se intoxica, son siempre las pequeñas criaturas, los pájaros y los ratones, las que mue­ren primero, y el niño con su cuerpecito de pájaro se había ido antes que ella.

«Soy madre», pensó.

Ése fue su último pensamiento.

Pero en su corazón todavía había vida: se comprimía, su­fría, se compadecía de vosotros, tanto de los vivos como de los muertos. Sofia Ósipovna sintió náuseas. Presionó a Da­vid contra sí, ahora un muñeco, y murió, también muñeca.

Madre, bondad y libertad son palabras claves en esta excepcional novela en la que la vida y la muerte se nos muestran en todas sus dimensiones mediante diversos registros. Hay capítulos puramente narrativos, con fragmentos descriptivos, también los hay de carácter ensayístico, filosóficos, que podrían parecer en una primera instancia una digresión que lastra la novela, pero que se engarzan perfectamente en el entramado narrativo del texto y lo dotan de profundidad. Algunos pasajes son textos científicos, otros se acercan a la crónica periodística, y otros, como el trascrito más arriba, están impregnados de un hondo lirismo que contrasta fuertemente con las escenas bélicas.

Grossman utiliza el contraste, la oposición, como elemento compositivo de la novela. Tal vez los más importantes los encuentre el lector en los personajes del físico Shtrum y el comisario Krímov, pues en ellos se da la misma contradicción entre los ideales revolucionarios y el rechazo al poder omnímodo del estado; o en la contraposición entre la épica colectiva de los soldados que mueren en masa en Stalingrado y la individual de esas viejecitas que se compadecen de los alemanes que han matado a sus hijos o marido; o en el nacimiento del hijo de Vera en una barcaza en el río Volga y la muerte de David, el niño judío, en la cámara de gas. También encontramos esta contraposición en los lugares en los que discurre lo narrado, y así, vamos de los agobiantes pasadizos y búnkeres de Stalingrado en mitad del fragor de la batalla, a la inmensidad silenciosa de la estepa calmuca, auténtica metáfora de la libertad; o de la casa de los Shtrum, a las humildes viviendas de los campesinos.

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Vida y destino no es una novela de guerra, o, al menos, no sólo, si bien la batalla de Stalingrado puede considerarse el eje de la obra como dijimos anteriormente. La novela es una metáfora de la lucha del hombre por la libertad, en la que se da voz a las víctimas del estado totalitario, a aquellos que se niegan a la esclavitud, a esos criminales que nunca cometieron ningún crimen. Y ello supone una reivindicación de lo humano, de lo individual, una denuncia implacable de que en el siglo XX los totalitarismos fueron los que destruyeron la libertad del individuo. Podríamos afirmar que en la épica del sufrimiento del pueblo ruso que se enfrentó al fascismo encontramos la ética de la novela.

Vida y destino es una compleja y profunda reflexión sobre el hombre y su condición, obra de un escritor que no quiso morir como un homo sovieticus; un hombre que pasó de ser un escritor admirado y complaciente con el sistema a ser señalado y acusado de contrarrevolucionario. En sus últimos años no se resignó a aceptar servilmente los tiempos que corrían, y puso la libertad por encima de cualquier otro imperativo. Escribió esta novela como un hombre libre, pues sabía que esa era su obligación con su pueblo, una obra que salda una deuda personal con los veinte millones de muertos en la guerra contra el fascismo.

Su conversión se produjo en los años de la contienda, cuando en plena batalla de Stalingrado dice que sólo leía Guerra y Paz, pues era el único libro que le resultaba soportable.

En 1937 fue aceptado como miembro en la privilegiada Unión de Escritores Soviéticos. En los años 1938 y 1939 el órgano central de censura del PCUS retiró 7.806 obras «políticamente perjudiciales» de 1.860 escritores diferentes. Otros 4.512 títulos fueron reciclados al ser considerados «de ningún valor para el lector soviético». En total fueron destruidos 24.138.799 libros.

Grossman, que no aceptó ser uno de esos «ingenieros del alma» que preconizaba Stalin, murió en el olvido, pero nunca se olvidó de su madre, a la que dedicó la novela que hemos comentado, y de la que dijo en una carta encontrada en el momento de su fallecimiento: «Tú representas para mí lo humano por excelencia y tu terrible destino es el de la humanidad en tiempos inhumanos».

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Vasili Grossman, Vida y destino

Traducción de Marta Rebón

Edit. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores

Barcelona, 2007. 1111 páginas. 26 €

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John Boyne, El niño con el pijama de rayas

John Boyne, <em>El niño con el pijama de rayas</em>

Entre los libros de ficción más vendidos en las últimas semanas está El niño con el pijama de rayas, de John Boyne (Dublín, 1971). Es una novela que tiene como tema el Hocausto, pero esta vez la novedad está acaso en que el texto va dirigido a jóvenes lectores.

    Ahora que han visto la luz en estos días las novelas Las benévolas, de Jonathan Littel (Edit. RBA. Barcelona, 2007. 992 páginas) y Los hundidos, de Daniel Mendelshon (Edit. Destino. Barcelona, 2007. 709 páginas) y con el recuerdo todavía fresco de Suite francesa, la magnífica novela de Irène Nèmirovsky, no deja de resultar cuando menos curioso que esta novelita, de poco más de doscientas páginas y dirigida a un tipo de lector tan concreto, se haya encaramado al número uno de la lista de ventas de las últimas semanas.

    El niño con el pijama de rayas es una novela bastante plana, con un lenguaje deliberadamente infantil, en la que se narra la historia de Bruno, un niño de nueve años cuyo padre es un militar de alta graduación en el ejército alemán. Bruno vive con sus padres y su hermana Gretel en Berlín, protegido por esa seguridad de pertenecer a los elegidos, aunque él no sepa muy bien qué significa eso. Pero un día su padre, que es uno de esos elegidos para los que está reservado el porvenir, es trasladado por “el Furias” como jefe a un extraño lugar, lejos de la ciudad, feo y gris, en mitad de ninguna parte, que el niño llama "Auchviz". Cuando Bruno mira por la ventana ve una alambrada, ya no ve las calles y jardines de Berlín que tanto le gustaban. Aburrido, decide investigar por su cuenta, pues es un auténtico explorador al que le interesa conocer qué hay detrás de esas alambradas, en donde ha visto a hombres vestidos con un pijama de rayas. Es así como encuentra a Shmuel, un niño de su misma edad, con el que se verá a escondidas, ya que Bruno solo quiere tener un amigo con el que jugar. Esos encuentros casi diarios terminarán en un final que quiere ser sorprendente, y que no hace falta ser muy perspicaz para intuir.

    Si el lector busca el impacto del campo de concentración en un niño, o el despertar a una realidad brutal y criminal y por tanto incomprensible, o la toma de conciencia, no lo encontrará en el texto, pero lo puede añadir en su lectura. La contextualización de lo narrado no es difícil.

    Una buena parte del mérito de esta novela está en haber acercado el tema de la Shoá a los lectores jóvenes —que muy posiblemente se acerquen también al diario de Ana Frank—, y tal vez haga nacer en ellos un interés por esta cuestión que les lleve más adelante a leer otro tipo de libros. Por otra parte, el autor tampoco es un superviviente, como ocurre con estos textos, pero lo que realmente hace falta es saber contar una historia con una mínima dosis de talento, y eso sí parece que lo hay en John Boyne.

    Lo literario de esta novela (y he de reconocer que no es mucho) no le viene de la mezcla entre verdad y ficción, como reclama Jorge Semprún, para que el lector no sólo se informe sino que comparta los sentimientos de los testigos. Aquí todo es ficción, pero el fondo en el que late la historia es verdad.

    Lo meritorio del texto, repito, es acercar el tema del Holocausto a los jóvenes a partir de los trece o catorce años; y por las cifras de ventas, se evidencia claramente que el libro también está llegando a un público adulto. Me pregunto si este público no se dejará conmover excesivamente por lo que de sentimental hay en el texto y será capaz de llegar a una reflexión más profunda y a otras lecturas y comprenderá lo que Annah Arendt denominó la banalidad del mal.

    Pero esto ya es otro debate, mucho más complejo, que abarca a otras representaciones artísticas de la barbarie nazi: ¿es posible poder representar lo que fue el Holocausto con películas como La lista de Schindler (1993) o también es posible hacerlo con La vida es bella (1997)?

    Este dilema lo podríamos trasladar perfectamente a la Literatura. No obstante, hemos de reconocer algo indubitable: la contribución al conocimiento y comprensión del Holocausto de la película de Spielberg, que ha dado lugar a toda una representación mental del mismo.

    La francesa Charlotte Delbo puso estas palabras al frente de su monumental Auschwitz y después (Edit. Turpial. Madrid, 2004. Tres volúmenes): “Hoy no estoy segura de que lo que he escrito sea verdad. Estoy segura deque es verídico.” Que el lector atento no lo olvide.

    Como contrapunto, en este video pueden ver al “Furias” en su refugio de verano, el Nido del Águila. Sonrisas, sol, aire puro, charlas, paseos…

 

John Boyne, El niño con el pijama de rayas

Edit. Salamandra. Barcelona, 2007.

219 páginas. 12.50 €.

 

 

Cormac McCarthy, La carretera

Cormac McCarthy, <em>La carretera</em>

Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico, se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y ne­gro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras del agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.

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Se levantó con la primen luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. Debía de ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba ca­lendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.

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Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los prismáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. La suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Exa­minó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árbo­les muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algún indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.

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Cuando volvió el chico seguía durmiendo. Retiró la lona de plástico azul que lo cubría y la dobló y la llevó al carrito de su­permercado y la metió dentro y regresó con los platos y unos copos de avena en su bolsa de plástico y una botella de plástico de sirope. Extendió en el suelo la pequeña lona que les servía de mesa y colocó las cosas y se sacó la pistola del cintu­rón y la dejó sobre el mantel y luego se quedó mirando cómo dormía el chico. Se había quitado la mascarilla por la noche y estaba sepultada bajo las mantas. Observó al chico y miró entre los árboles hacia la carretera. Ese lugar no era seguro. Ahora que era de día podían verlos desde la carretera. El chico se movió. Luego abrió los ojos. Hola papá dijo.

Aquí estoy.

Ya lo sé.

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Una hora después estaban en la carretera. Él empujaba el carri­to y entre los dos cargaban las mochilas. En las mochilas ha­bía cosas básicas. Por si tenían que abandonar el carrito y echar a correr. Asegurado al asa del carrito había un retrovisor de motocicleta que él utilizaba para mirar la carretera a sus es­paldas. Se subió un poco más la mochila y observó el campo devastado. La carretera estaba desierta. En el pequeño valle la serpiente todavía gris de un río. Inmóvil y precisa. A lo largo de la orilla unos carrizos secos. ¿Estás bien?, dijo. El chico asintió con la cabeza. Luego echaron a andar por el asfalto bajo una luz gris plomo, arrastrando los pies por la ceniza, cada cual el mundo entero para el otro.

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   Así comienza La carretera, la última novela del escritor estadounidense Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933), premiada con el Pulitzer de este año. Frío, luz gris. Árboles muertos.

   Ante los ojos del lector se despliega una sencilla y tremenda historia, la de un padre, de unos cuarenta años, y su hijo de ocho, que recorren a pie una carretera interestatal de Estados Unidos camino del sur, donde esperan encontrar posibilidades de sobrevivir. Van buscando el mar y rehuyen las zonas abiertas en un paisaje desolado, donde no hay vegetación, sólo árboles muertos, ríos de color gris ceniza, casi minerales. El cielo está oscuro y apenas se distingue la luz del sol. Con frecuencia llueve y nieva. El frío parece invadirlo todo. Por equipaje llevan mochilas y un carrito de supermercado, eso son todas sus pertenencias.

   No sabemos con exactitud qué ha ocurrido, pero es fácil conjeturar que la acción transcurre en un mundo en el que se ha producido un holocausto nuclear y el padre y el hijo, no los conoceremos de otra manera a lo largo de la novela, son supervivientes buscando un destino en el que apenas creen. Otros como ellos también vagan por carreteras y caminos robándose las pocas cosas que transportan, incluso algunos practican el canibalismo.

   El hombre lleva una pistola, con dos únicas balas, su única defensa frente a los malos, esos que cubiertos de harapos y famélicos vagan al acecho de otros. El hombre y su hijo son los buenos, y creen que en alguna aparte podrán encontrar a otros como ellos. En esa búsqueda atraviesan ciudades desiertas, esquilmadas. “No había señales de vida. Coches en la calle con una costra de ceniza, todo cubierto de ceniza y polvo. Rastros fósiles en el fango reseco. Un cadáver en un portal, tieso como el cuero”. Baten las calles como zapadores en busca de comida o cualquier cosa que les pueda servir, un trozo de plástico, una chaqueta vieja, un destornillador. Los objetos poseen otro valor. El hombre está enfermo, tose sangre, pero no deja que el desánimo venza a su hijo.

   La carretera es más que una novela de ciencia ficción, más que un texto épico de carácter simbólico. Aunque tal vez también sea todo eso. Lo que sí es cierto es que es su lectura no deja indiferente. Poderosa, escrita con un estilo de frase corta, sin ninguna complicación sintáctica, en breves párrafos, con diálogos concisos, casi al borde del silencio, este libro se levanta poco a poco hasta la cima de los grandes textos.

   Una novela que atrapa poderosamente al lector, que lo introduce en su mundo sin cartas marcadas: aquí no hay ni trampa ni cartón, no hay concesiones. Novela del conocimiento, pues como afirma Martin Amis, todo escritor sabe que la verdad está en la ficción. Con esta novela, el lector también. El final, una sorpresa.

   No se la pierdan por nada. La carretera les está esperando.

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Cormac McCarthy, La carretera

Edit.Mondadori. Barcelona 2007

210 pág. 18.90 €

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Harry Thompson, Hacia los confines del mundo

Harry Thompson, <em>Hacia los confines del  mundo</em>

Hacia los confines del mundo

Harry Thompson

Edit. Salamandra. Barcelona 2007

823 páginas. 24.50

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Kant afirmó en el siglo XVIII que “la Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la Ilustración”.

Ciertamente, es en el siglo XVIII cuando surgen las bases de la nueva mentalidad que alumbrará los grandes cambios que se van a producir en el XIX, siglo en el que esa nueva mentalidad dará importantes frutos en el plano científico-especulativo, de suerte que la nueva laicidad empieza a arrinconar a la Iglesia frente a la mayoría de edad que suponen los descubrimientos y avances científicos llevados a cabo en esta centuria por hombres como Charles Darwin.

Las nuevas teorías surgidas a la luz de la ciencia experimental hubieron de enfrentarse con una Iglesia que, con auténtico encono, no se resignaba a dejar de imponer su visión del mundo. No obstante, la realidad era imparable, y la instauración de la ciencia moderna, así como lo que entendemos por comunidad científica, se fraguó definitivamente en el siglo XIX.

Un acercamiento a ese alumbramiento es lo que nos relata Hacia los confines del mundo, la magnífica novela del escritor inglés Harry Thompson (Londres, 1960-2005), finalista del Premio Broker Price: el viaje del bergantín británico Beagle, capitaneado por el capitán FitzRoy, un joven marino de 26 años, y en el que también está embarcado como filósofo naturalista el joven Charles Darwin, un hombre de 22 años que aspiraba a convertirse en clérigo. El barco recorre los procelosos mares que bañan las costas de Tierra del Fuego, azotadas por temerosas tormentas que ponen a prueba la resistencia del barco y sus tripulantes.

El viaje del Beagle, que duró cinco años, alrededor del mundo por mares y tierras desconocidos, tenía por objeto cartografiar las lejanas costas de Tierra del Fuego, pero dio origen, además, a un libro que revolucionó el pensamiento científico de finales del XIX y supuso un cambio en la mentalidad de la época, El origen de las especies. La Biblia ya no servía para explicar el mundo, y afirmaciones hasta ese momento incontrovertidas, como el Diluvio Universal o la creación de Adán y Eva, eran ahora puestas en tela de juicio con un radicalismo científico incuestionable. La minoría de edad del hombre se da definitivamente por terminada. El mundo ya no va a ser el mismo.

En la lectura de la novela asistimos a un viaje del que sus personajes protagonistas, el capitán y el naturalista, no saldrán indemnes, sino que de alguna manera experimentarán un profundo cambio que les convertirá en otros. El relato del viaje exterior por los mares que el bergantín surca, y el interior, que se opera en la mente de los protagonistas, está narrado con auténtica maestría y constituye uno de los alicientes de esta novela, que la convierten en un texto indispensable para el degustador de la buena literatura.

Uno de los pilares fundamentales de la historia es el enfrentamiento dialéctico entre FitzRoy y Darwin. El capitán es un ferviente creyente, lector de la Biblia, convencido del poder creador de Dios, y ve en el registro fósil una prueba irrefutable del Diluvio Universal. Se aferra constantemente a sus convicciones, y llega incluso a enfrentase al naturalista en agrias discusiones que ponen constantemente en peligro una amistad que terminará en el enfrentamiento y la distancia.

Darwin, por su parte, es un naturalista auténtico, siente una insaciable curiosidad por todo lo que ve, acumula datos, colecciona especimenes y analiza todo, y llega incluso a asustarse ante la grandiosidad de su hallazgo. A pesar de que inicialmente su deseo era ser un buen clérigo, ve cómo poco a poco el edificio de su fe se desmorona, y sus descubrimientos refutan palmariamente la teoría creacionista. Sabe que el mundo ya no será igual, y entiende que su teoría de la lógica de la evolución basada en la selección natural de las especies contribuirá de manera decisiva al desmantelamiento de los postulados cristianos vigentes hasta entonces. Cuando regresó a Inglaterra, se sorprendió por la fama que había adquirido entre la comunidad científica, debido a que una parte importante de su trabajo había sido publicado por intermedio de sus maestros, con quienes mantuvo una abundante correspondencia durante el viaje. Desde ese momento Darwin inició el largo camino hacia la publicación de su obra fundamental, El origen de las especies (1859). La obra tuvo un impacto inmediato, tanto en Inglaterra como en el resto del mundo, a través de la rápida distribución de sucesivas ediciones. Esta situación expuso a Darwin a un amplio sector de la sociedad europea y a la Iglesia de Inglaterra, los que pasaron a participar del debate sobre sus ideas acerca del origen del hombre. Por cierto, las teorías darwinistas tardaron aún un tiempo en llegar a España, y hasta 1876 no se pudo leer en español El origen del hombre. Un año después, en 1877, se tradujo El origen de las especies. Si bien la Constitución española de 1876 declaraba el estado español como confesional y católico, en ese mismo año nacía la Institución Libre de Enseñanza, que desde el principio incluía en sus programas educativos de Ciencias Naturales las teorías evolucionistas.

Pero la novela no se reduce únicamente a ese enfrentamiento entre ciencia y religión. El lector encontrará y disfrutará de otras cuestiones de no menor interés, tales como el colonialismo, el racismo, la independencia de los territorios americanos de habla hispana, la evolución del conocimiento en el siglo XIX, cuestión esta magníficamente narrada en el trabajo que lleva a cabo el capitán FitzRoy en los últimos años de su vida, incluso a sus expensas, acerca de la predicción meteorológica, o la historia de Fuegia Basket y Jemmy Button, los fueguinos que el capitán llevó a Inglaterra, donde se asimilaron a las costumbres de la época, y que luego fueron devueltos a su tierra, en un retorno a sus orígenes del que tampoco salieron indemnes.

El autor sabe conducir con mano experta y apasionada el viaje del capitán y el naturalista, un viaje que los conducirá a puertos distintos, como era de prever. Pero el lector atento no debe pasar por alto los sutiles matices que la historia narrada encierra, y que le llevarán a preguntarse en los momentos últimos de la narración si acaso no llegó el capitán a intuir de alguna manera que él era uno de los pilares de un edificio que se desmorona y que lo arrastra en su caída hacia el nacimiento de un mundo nuevo. Ya sabemos que plantear preguntas es un privilegio de los buenos libros.

La historia, narrada linealmente, se nos ofrece como basada en hechos reales acaecidos entre 1828 y 1865. El autor añade al final de la narración un epílogo, en el que se da cuenta de los avatares históricos en lo tocante al capitán FitzRoy, al Beagle, a los fueguinos, etc.,  que acerca al lector a los aspectos históricos en los que se sustenta una gran parte de lo narrado. A este epílogo le sigue una página de agradecimientos y, por último, una abundante bibliografía consultada para la elaboración de la novela.

Vale la pena decidirse a emprender este viaje que es mucho más que un viaje, e izar las velas de esta novela. Que no dude el lector que el recorrido le será plenamente satisfactorio, y la llegada a puerto lo pondrá del lado de la lectura, del disfrute del placer de leer.Todo un festín para aquellos que gustan de la buena literatura. Déjense salpicar por la espuma de las olas que levanta el Beagle.

Ignacio Echevarría, Desvíos

Ignacio Echevarría, <em>Desvíos</em>

Ignacio Echevarría, Desvíos.

Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2007.

250 páginas. 26 €.

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    Ya se ha hablado en alguna ocasión en este blog de Ignacio Echevarría (vid. el artículo Novela, mercado y el nuevo concepto de lector, del 3 de junio de 2005).

    Como bien saben, Echevarría protagonizó muy a su pesar uno de los escándalos periodísticos de los últimos años con su salida intempestiva del suplemento “Babelia”, del diario madrileño El País, en diciembre de 2004 ( aquí pueden leer la carta que el crítico dirigió a Lluís Bassets, por entonces director adjunto del diario y otros textos útiles apara la comprensión del caso). Si hacen un poco de memoria, recordarán que todo el asunto tuvo su origen en una reseña que el crítico publicó en Babelia sobre la última novela de Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista.

    En dicha reseña, Echevarría empezaba diciendo que “le resulta difícil al crítico reponerse del estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta trabajo creer que, a estas alturas, se pueda escribir así. Cuesta aceptar que, quien lo hace, pase por ser para muchos, mascarón de proa de la literatura de toda una comunidad, la del País Vasco, cuya situación tan conflictiva reclama, por parte de quien se ocupa de ella, el máximo rigor y la mayor entereza”.

    Lo cierto es que, polémicas aparte, Echevarría, uno de los críticos más solventes e independientes de la actualidad, y supongo que más que harto de todo este asunto, últimamente publica sus textos en la Revista de Libros del diario El Mercurio, de Santiago de Chile.

    Esa estancia por tierras de Hispanoamérica ya ha dado sus frutos. Se acaba de publicar un nuevo libro de este autor que de alguna manera viene a completar al anterior (Trayecto. Edit. Debate, Barcelona 2005). Este nuevo texto, titulado Desvíos. Un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana, ha sido publicado por la Universidad Diego Portales en la colección “Huellas”, y consta de un ensayo inicial, titulado “Una narrativa sin territorio”, un conjunto de reseñas de obras de autores latinoamericanos, todas ellas publicadas en el suplemento “Babelia”, un grupo de columnas y  artículos  sueltos publicados en la prensa chilena y tres conferencias: “Bolaño extraterritorial”, sobre Roberto Bolaño; “Un escritor mutante”, sobre Rodrigo Fresán; y una sobre Nicanor Parra.

    Creo que el criterio del editor a la hora de agrupar los textos confunde al lector y no aporta la información propia de una publicación como esta. El libro se articula en cuatro grandes bloques, precedidos de una introducción a cargo de Roberto Brodsky y una nota del autor, en el primero de los cuales se entremezclan las reseñas y las conferencias. En ninguno de los textos se hace referencia a su procedencia, y no aparecen ni la fecha de publicación ni el medio en el que se publicaron. Tampoco se precisa el ámbito y la fecha en que se dieron las conferencias. Sin embargo, sí hay un índice de los autores y libros comentados, así como un completo índice onomástico (éste, por cierto, se echaba de menos en Trayecto).

    Si el lector ha seguido la trayectoria del autor y leyó su anterior obra, se sentirá encantado de visitar este nuevo territorio, especialmente con los textos del último bloque, el IV, dedicados al oficio del crítico, muy reveladores del pensamiento y la actitud del autor, y con títulos muy significativos: “Los caníbales los prefieren jóvenes”, “Crítica y dolor”, “Crítica y dureza”, “Trece” y “Crítica y autoridad”. Todos ellos fundamentales para entender el posicionamiento de Echevarría y su actitud ante la literatura y un excelente colofón a todo lo anterior. En este sentido, el autor creo que no defrauda, no hay desperdicio ninguno.

    Y si ustedes al leer literatura creen, con el autor, que “lo propio de la literatura es sondear lo inhóspito, y nuestra obligación como lectores es ser hospitalarios con ello'', y están con Walter Benjamin en que “la crítica es una cuestión moral (…). En las manos del crítico, la obra de arte es el arma blanca en el combate de los espíritus”, este libro no les defraudará y les deparará buenos ratos de lectura e interrogantes. ¿Quién da más? 

Haruki Murakami, Kafka en la orilla

Haruki Murakami, <em>Kafka en la orilla</em> Haruki Murakami, Kakfa en la orilla.Traducción de Lourdes Porta.Edit. Tusquets,  Barcelona 2006.

584 páginas. 24 €.

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   En pleno siglo XVI (las tres primeras ediciones conservadas datan de 1554) aparece en España la novela La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, que inaugura la picaresca.

   La primera palabra con la que el lector se encuentra en el prólogo de la novela es Yo, de tal manera que el texto sorprende desde su mismo arranque con esta identificación entre la voz del narrador y la del personaje.

   En la España de la época, el autor anónimo elige esa visión personal sustentada en ese yo implacable para dar justificación y cuenta al lector de una determinada manera de pensar y de vivir, que se compadece mal con los brillos áureos de la imperial España de la época. Por primera vez, la España real se manifiesta frente a la oficial sin amaneramiento alguno en la línea de estilo que propugnó Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua: “el estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escribo como hablo”.

   El prólogo de la novela empieza así: “Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite” (página 3 de la edición de Francisco Rico en la editorial Cátedra, Letras Hispánicas nº 44. Madrid 1992). El autor, aun sabiéndose dentro de la convención literaria, parece plantear la posibilidad de una doble lectura de la novela, una superficial y otra en profundidad. Toda una declaración de intenciones, si dejamos al margen ese pequeño asomo de presunción inicial.

   Esto es también, indudablemente, un signo inequívoco de modernidad. Una lectura rápida, superficial, que no vaya más allá de los aspectos más evidentes del texto, es una lectura pobre por pasiva. Por el contrario, cuando el lector aborda la obra con una intención crítica, de lector activo, se sitúa en un nivel de lectura profundo, analítico. Es decir, construye el texto y de alguna manera el texto lo construye a él en un intercambio de significados que puede llegar a ser realmente complejo.

   Todo lo cual nos lleva a otra cuestión no menos trascendente: la existencia de buenos lectores que sean capaces de enfrentase a buenos textos y profundizar en su lectura; en definitiva, ir más allá del mero deleite como indicaba el autor anónimo del Lazarillo. Pero esta cuestión trasciende el objeto de este comentario. No obstante, si les apetece reflexionar sobre ello, lean este interesante e inquietante artículo del crítico Ignacio Echevarría.

   Tal vez estas digresiones iniciales le sirvan de algo al lector que decida enfrentarse a la lectura de Kafka en la orilla, la última novela de Haruki Murakami.

   Abordé la lectura de esta novela de manera totalmente abierta: me la regaló el Día del Libro una alumna y no sabía absolutamente nada acerca de su autor. Nada. Mi lectura ha estado, por tanto, fuera de cualquier marco ideológico previo. En la dedicatoria que esta alumna me escribió en la página de cortesía me decía: “Se me ha hecho difícil encontrar algo que te guste. Ni siquiera sé si en realidad lo he encontrado, pero la intención es lo que cuenta”.

   Ahora puedo decir que sí, que me ha gustado, y mucho. Creo que es un buen libro que me ha descubierto a un buen autor, y eso es de agradecer. Me ha parecido un libro que cautiva a medida que se va leyendo, con una historia original en la que se mezclan la realidad y el sueño, lo vulgar y lo extraordinario, y una manera de contarla bien resuelta.

   En la novela se narran en paralelo dos historias que poco a poco van estableciendo una sutil relación: la del joven Kafka Tamura, y la del anciano Nakata. La acción transcurre en el Japón actual.   Kafka Tamura, el día de su decimoquinto cumpleaños, decide irse de casa y abandonar a su padre, un reconocido artista, con el que apenas tiene relación, y con el que vive en un barrio de Tokio, después de que su madre y su hermana mayor los abandonaran sin explicación ninguna cuando el muchacho era pequeño. El chico cree que sobre él pesa una maldición: el padre le repetía constantemente la profecía de Edipo: que algún día mataría a su padre, se acostaría con su madre y violaría a su hermana. Ese era su destino y no podría escapar de él. El muchazo, sin motivo alguno, decide irse a la pequeña ciudad de Takamatsu, al sur del país. Allí, después de deambular unos días por sus calles,  empieza a trabajar en la pequeña biblioteca de una fundación, que conoce por casualidad y donde entabla relación con el joven hermafrodita Ôsimha, el bibliotecario, y con la atractiva y misteriosa señora Saeki, la directora.

   En paralelo se va desplegando la historia del viejo Nakata. Este fue uno de los niños evacuados de Tokio durante la Segunda Guerra Mundial que sufrió un extraño percance que le dejó extrañas secuelas. Olvidó todo lo que sabía y es capaz de hablar con los gatos. A los sesenta años no sabe leer ni escribir y abandona precipitadamente Tokio porque cree que ha matado a un hombre. Se encamina como guiado por un extraño impulso obsesivo hacia la ciudad de Takamatsu, en cuya biblioteca también recalará.

   Estos dos personajes principales están muy bien construidos, y son todo un acierto, así como la manera en que sus historias van poco a poco acercándose hasta entretejerse en el tramo final de la novela.   Igualmente, destacan los personajes del bibliotecario Ôsimha, representación en la novela del poder de los libros y la lectura, y de Sakura, una chica que Kafka conoce en su viaje y con la que entabla una curiosa relación iniciática.

   Pero la novela es mucho más que todo esto, como podrá comprobar el lector que viaje por sus páginas de la mano de estos personajes. Y es especialmente un viaje hacia el conocimiento, un mágico viaje interior. En el arranque de la historia, el joven Kafka, instantes antes de abandonar su casa, dialoga con el joven Cuervo (su conciencia):

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   —Pero, de aquí en adelante, para poder sobrevivir tendrás que ser muy fuerte [Dice el joven llamado Cuervo].

   —Yo me esfuerzo todo lo que puedo —digo.

   —Sí, seguro que sí —dice el joven llamado Cuervo—. Durante estos últimos años te has hecho muy fuerte. No es que no lo reconozca, ¿sabes?

   Asentí.

   —Sin embargo, sólo tienes quince años. Tu vida, en el mejor de los sentidos, no ha hecho más que empezar. El mundo está lleno de cosas que todavía no has visto. Cosas, que tú ahora, ni siquiera puedes imaginar.

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   A ese principio es al que asistimos como lectores: el principio de una vida. La novela finaliza enlazando de alguna manera con ese momento inicial. Kafka decide regresar a casa y volver a la escuela. En el tren dialoga con Cuervo:

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   —Has hecho lo correcto —me dice el joven llamado Cuervo—. Has hecho lo mejor que podías hacer. Nadie podría haberlo hecho mejor que tú. Porque tú eres el auténtico chico de quince años más fuerte del mundo.

   —Pero yo todavía no entiendo el sentido de la vida.

   —Mira el cuadro —dice—. Escucha el susurro del viento.

   Asiento.

   —Es mejor que duermas —dice el joven llamado Cuervo—. Y, al despertar, habrás pasado a formar parte de un mundo nuevo.

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   Los personajes están bien caracterizados, y destacaría la manera en que se introduce el personaje del viejo Nakata, reproduciendo un informe de los servicios de inteligencia del ejército de los Estados Unidos.

   La estructura de la novela responde perfectamente a la coherencia de la misma. El texto se articula en 49 capítulos en los que, exceptuando los correspondientes al informe de los servicios de inteligencia, se van alternando los narrados en primera persona por el protagonista, el joven Kafka, y los narrados en tercera persona por un narrador omnisciente, que protagoniza el viejo Nakata.

   La novela enraiza con viejos arquetipos narrativos que el autor revisita de manera original: la rebelión del protagonista frente a su padre; la  búsqueda y el viaje, con ese paralelismo entre el viaje interior y el exterior; el yo reflexivo; el drama (el padre muere violentamente); el anciano bueno y el ayudante; el descubrimiento del sexo, etc.   Más de cuatrocientos cincuenta años después del viejo Lázaro, otro muchacho emprende otro viaje a través, también, del yo. Pero no sólo, pues el texto puede leerse como una metáfora del mundo actual, que en cierta manera recuerda en algunos momentos al cine de David Lynch. Un texto, en fin, muy recomendable para acercarse a la obra de este autor japonés en el que creo que no cabe término medio: la novela, o te seduce o la rechazas. O te atrapa o te expulsa.

   Para comprobarlo, lean el libro sin ningún condicionamiento ideológico previo. Ni siquiera  el de este texto que acaban de leer.   Aquí pueden leer los capítulos iniciales de la novela.

   Para profundizar más: Reseña publicada en El Cultural del diario El Mundo. Análisis del escritor y profesor peruano Peter Elmore