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Leyendo a la sombra

Las lecturas del lector a la sombra

Manuel Rivas, Los libros arden mal

Manuel Rivas, <em>Los libros arden mal</em>

Tal vez una de las características más importantes de la novela del siglo XX (y trascendente, por su influencia tanto en la manera de escribir como en la de leer) es la participación en la obra del lector.

En la novela realista de la segunda mitad del XIX y prácticamente en la del primer tercio del XX, la primacía absoluta se concedía al autor y al texto, pero en la década de los sesenta del siglo pasado surge una corriente crítica que propone dirigir la atención sobre el lector, con lo que la perspectiva de comprensión del texto literario de carácter narrativo se desplaza de una estética de la producción a una estética de la recepción. Este cambio de perspectiva no fue una radical novedad, pues la relación de la literatura con el público lector (el receptor individual o colectivo en la teoría de la comunicación) ya había sido objeto de análisis desde perspectivas históricas y sociológicas. Pero ahora, la novedad está en el papel que esta nueva visión, denominada Estética de la Recepción, otorga a la influencia de los lectores en la creación y estructura de determinadas novelas.

La lectura es, pues, un acto de creación, en el que el lector coopera al (re)construir en una novela lo que aparece como un simple esquema que ha de ser completado y dotado de sentido por él. La lectura, entonces, deviene en un acto de creación de sentido, de tal manera que el significado de una obra es producto de la interrelación lector-texto. El lector construye en su imaginación el mundo de la novela, y esa visión va cambiando a medida que este avanza en la lectura y se van poniendo en juego estrategias de ordenación, descubrimiento y comprensión de la estructura del texto. El punto de vista del lector va evolucionando a medida que lee al descubrir nuevas perspectivas y “rellenar” los huecos que el texto contiene.

Esta intervención del lector en la novela no la realiza un lector considerado individualmente, sino que sería obra de una conciencia de la comunidad de lectores de una determinada época que da una determinada valoración y significado a una novela concreta. Esto supone que una novela no puede concebirse sin la participación activa de los lectores, y esa participación tiene un sentido histórico, pues las distintas generaciones de lectores van enriqueciendo el texto a medida que lo van recibiendo (incluso hay quien habla de la Literatura y la estética de la Recepción en la literatura infantil y juvenil).

El lector de novelas es, desde el siglo XX, un lector que considera la novela un artefacto complejo, en el que hay múltiples vacíos que ha de llenar de sentido. Se trata, pues, de un lector activo, participativo, como queda de manifiesto en la lectura de los textos más exigentes.

Tal es el caso de Los libros arden mal, la última novela del escritor gallego Manuel Rivas (A Coruña, 1957), en la que el lector que se acerque a ella puede comprobar cómo todo lo dicho anteriormente se pone de manifiesto.

La novela es la obra más ambiciosa hasta ahora del escritor gallego, y es uno de esos libros cuyo tamaño (610 páginas) puede arredrar a más de un lector. En efecto, la novela rebosa por los cuatro costados de literatura y el talento y buen hacer del autor se ponen constantemente de manifiesto cuando va armando ante el lector las piezas de un puzzle complejo que abarca desde los primeros años del siglo XX hasta finales del mismo siglo.

La novela es polifónica, y esas voces narrativas acaban constituyendo una sola voz que cuenta una vida en un territorio en el que se abren cicatrices que tardarán muchos años en cerrarse, si es que aún alguna no permanece abierta. Esas cicatrices tienen su origen en una primera herida: el hecho histórico de la quema de libros en la Dársena del Puerto y en la Plaza de María Pita de la ciudad de A Coruña el 19 de agosto de 1936, en los momentos iniciales de la Guerra Civil española. Ese acontecimiento, espléndidamente narrado, será una especie de eje vertebrador de la novela.

En esa quema de libros encontramos a varios de los personajes que luego volveremos a encontrar apareciendo y desapareciendo a alo largo de la historia, tanto los identificados con el golpe militar, los vencedores, especialmente falangistas, como a los republicanos, los vencidos. Los libros que se queman pertenecen a distintas bibliotecas libertarias de A Coruña, y a la de Santiago Casares Quiroga, presidente del Consejo de Ministros de la República. Los libros de este, con su exlibris, tendrán una especial importancia en el desarrollo de la novela.

La quema de libros pone de manifiesto dos hechos contradictorios: por una parte la brutalidad fascista y la ignorancia del nuevo Régimen surgido del golpe de estado, y por otra una pasión desbordada por esos libros que comparten algunos franquistas y republicanos.

El grupo de los personajes vencedores está compuesto por tres jóvenes que con el andar del tiempo se convertirán en el juez Ricardo Samos, el comandante y censor Dez y el inspector de la brigada políticosocial Ren. La brutalidad de este y sus métodos acabarán asqueando a Samos, intelectual joseantoniano deslumbrado por la Alemania nazi. El censor Dez es el más exquisito de todos, incluso escribe versos y reivindica la cultura.

El grupo de personajes republicanos es más amplio, social, intelectual e ideológicamente. Hay figuras históricas, como Casares Quiroga y Ánxel Casas, alcalde de Santiago en 1936, y otros como Arturo da Silva, boxeador, Luis Terranova, cantante de tangos que fue brutalmente apaleado por la policía, el pintor Sada, la pintora Chelo Vidal y su hermano Leica, fotógrafo.

La novela se va tejiendo con las múltiples historias de estos y otros personajes, a veces entrelazadas entre sí, por ejemplo: el juez Samos es el marido de Chelo Vidal. El juez se codea con las más altas instancias del Régimen y su obsesión es obtener un destino más alto en Madrid, una especie de reconocimiento a su labor. Su mujer, que en una cena de aniversario en la ciudad para conmemorar el 18 de julio arrojará panfletos sobre las cabezas de los prebostes asistentes a la misma, acabará siendo víctima de la represión que encarna su marido.

Pero la novela es mucho más, es una crónica de la ciudad de A Coruña en el siglo XX, especialmente de la guerra civil, la posguerra y el posfranquismo, y por extensión de la España de aquellos años. También es excelente literatura, con la variedad de sus registros expresivos, y su prosa lírica y rigurosa que llega a convertirse incluso en protagonista de la novela.

Un texto ambicioso y exigente para el lector, que se va construyendo entre sus manos. ¿Hay algo más placentero que aquello que tú mismo has ayudado a construir?

Un auténtico deleite en todos los sentidos. Literatura a raudales. Placer asegurado. Disfrútenla y déjense fascinar según la van “cocinando”.

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Manuel Rivas. Los libros arden mal. Edit. Alfaguara. Madrid, 2006. 610 páginas. 22 €.

 

Una historia española, de esas que parecen imposibles y acaban siendo verdad

(Post dedicado a Aurelia, que también sintió emoción)

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Ernesto Sempere tenía 18 años cuando fue condenado en un consejo de guerra a 20 años y un día. En el juicio, que tuvo lugar en 1940, sin garantías, sin legitimidad, se aportaron como pruebas unos dibujos que había hecho tres años antes, cuando contaba 15. Era un muchacho, denunciado por otros chicos, compañeros de su instituto, por una pelea. Quienes lo acusaron nunca comparecieron en aquel juicio-farsa, se limitaron a declarar en oficinas de Falange. Ernesto estuvo en la cárcel desde 1940 hasta 1948. Antes de morir, en el año 2005, buscó a quienes lo delataron para decirles que los perdonaba. Encontró el teléfono de uno de ellos y lo llamó. Habló con un hijo de este hombre, que ya había fallecido, y lo que sorprendentemente escuchó al otro lado del teléfono le disuadió de intentarlo con los demás.

Pero esta historia (diario El País, 13/05/2007) no acaba ahí, y parece condenada a no hacerlo nunca, a permanecer en la memoria de los hijos y nietos de este hombre, que siempre la llevó consigo.

Es una tremenda historia, una de muchas, una de tantas, de esas historias que con el tiempo terminan pareciéndose a otras. Historias que a veces afloran en el relato de hombres y mujeres que saben que ya les queda poco tiempo. Historias que morirán con ellos un poco, pero no del todo. La memoria es tozuda y alberga, ya digo, muchas de esas historias, tan parecidas las unas a las otras, tantas veces contadas sin pasión, acaso en voz baja, en un tono neutro, como para no hacer daño, como si la memoria fuera algo incómodo. ¿Para qué contarlo ahora? ¡Hace tanto tiempo que pasó! Se escucha decir. Pero qué triste es la desmemoria.

Esas historias grandes, a veces feas, tristes y sucias, nos evocan unos años que parecen no haber existido nunca, pero de los que aún quedan testigos. Son esas historias que acaban siendo verdad cuando parecían mentira. Esas historias que han permanecido agazapadas en esa zona helada del corazón, donde apenas llega la luz.

Una de esas historias es la que se cuenta en la última novela de Almudena Grandes. Una historia del pasado que se convierte en una historia del presente para unos personajes que no pueden vivir con ella y acaso tampoco sin ella. Una terrible historia que dos personajes cuyos caminos convergen, Álvaro cree que por azar, Raquel por calculada premeditación, usarán y administrarán para dos fines bien diferentes.

En manos de Raquel supone la venganza, el ajuste de cuentas con el pasado de su familia, una familia destrozada por la guerra civil y arruinada por un ventajista sin escrúpulos. Raquel es una mujer que se mueve en los negocios de inversión, en el mundo financiero de los potentados, y está dispuesta a usar sus conocimientos y su posición para hacerle pagar un precio al hombre que arruinó a su familia. Es algo que cree deberse a sí misma. Ha vivido toda su vida con ese estigma y ahora cree llegado el momento de reparar en parte el daño causado. Su venganza, aun teniendo una cara económica, es realmente moral, y entronca en cierta manera con la dignidad de sus abuelos.

Álvaro, el hijo de ese hombre sin escrúpulos, profesor universitario, científico, se encuentra con ese pasado impensadamente. Se le viene a la cara un día, revolviendo viejos papeles de su padre, como esas imágenes que uno quiere apartar de sí pero que a la vez nos atraen de forma poderosa. Álvaro no sabe, como Raquel, pero quiere saber, y es consciente de que saber tal vez le haga daño, pero aún así, indagará con denuedo en esa zona que le ha sido vedada durante toda su vida.

Raquel siempre supo, Álvaro empezará a saber y querrá saber. Es en ese plano del conocimiento donde estas dos vidas, zarandeadas por algo de lo que ellos no han sido responsables, convergerán en un imposible territorio que acabará haciéndose habitable; pero para ello cada uno deberá desprenderse de algo, algo que le pertenece al otro también. El pasado ya no es suyo, conocerlo no es poseerlo. Pero  a pesar de todo y de todos, se saben dueños del futuro, y para llegar a él tendrán que soltar lastre, no es otra la forma de emprender el vuelo.

Al final, el pasado no sólo explica el presente, también lo ensucia. Algunos prefieren seguir ocultando la suciedad bajo los muebles. Ahí sigue.

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Almudena Grandes, El corazón helado

Almudena Grandes, <em>El corazón helado</em>

Decía un buen amigo que le encantaban las aceitunas negras porque eran las mejores que había, de manera que cuando surgía la ocasión, no cabía controversia alguna: aceitunas negras. Y las comía sin pasión, como asumiendo que no cabía hacer otra cosa. Compadecía sinceramente a los que no sabían, o no querían o no podían apreciar la bondad de aquellas olivas. El problema es de los otros, decía, no de las aceitunas. Me he acordado de este amigo hoy, cuando he terminado de leer las más de novecientas páginas de la última novela de Almudena Grandes.

Empecé la  novela convencido de que iba a ser una buena novela, que iba a disfrutar de su lectura. Nada nuevo a estas alturas tratándose de otra obra de Almudena Grandes, me dije. Por otra parte, había leído la anterior novela, Los aires difíciles (Edit. Tusquets, 593 páginas), ciertamente magnífica, que apareció en febrero de 2002. Leí después los cinco relatos tirando a novelas cortas de Estaciones de paso (Edit. Tusquets, 287 páginas, septiembre de 2005), que me convencieron definitivamente de que esta escritora se maneja mejor en la larga distancia que en la corta y que comenté en su día. Y ahora, ya digo, acabo de terminar la última: El corazón helado.

Es una extensa novela, tal vez algunos pensarán que demasiado. A pesar de ello, empecé su lectura totalmente convencido de que entraba en un libro excelente, y según y conforme avanzaba por el texto me iba persuadiendo cada vez de más de estar en lo cierto, como el de las aceitunas, vaya.

Prejuicios de lector aparte —y reconozco que los tengo—, esta novela me ha parecido magnífica, desbordante de literatura. Por momentos, una auténtica desmesura. Un texto que va creciendo, creciendo, levantándose poco a poco hasta hacerse verdad.

La novela es una tremenda historia de amor, de esas que hay tantas por ahí y tan parecidas, grandes o pequeñas, grandiosas o sórdidas, que parece que no van a ir a ningún lado y al final terminan por ser verdad. Pero también es algo más, mucho más que eso. Es la voluntad de contar lo que sucedió en un pasado próximo, reciente, en la época turbulenta de los años inmediatamente anteriores a la Guerra Civil, y la larga posguerra, con sus exiliados, sus vencedores y sus perdedores, su hambre, su dolor y su miseria, y también su dignidad. Un pasado que se nos viene al momento presente en los hijos y nietos de aquellos que lo vivieron y protagonizaron de alguna manera.

Es la historia de un traidor, Julio Carrión, un hombre que se hace a sí mismo sin escrúpulo alguno, que no dudará en marchar a Rusia después de la guerra civil como soldado de la División Azul, escondiendo entre sus ropas un carné de las Juventudes Socialistas. Y un traicionado, Ignacio Fernández, republicano, soldado defensor de Madrid, exiliado. Y esta historia va hilvanándose con otras que van armando un tejido narrativo fluido, una novela de novelas, subyugante y maciza, sin fisuras, que es capaz de convulsionar al lector, que de ninguna manera queda indiferente, sino más bien todo lo contrario. Tocado, pero no hundido.

La obra se articula formalmente en tres partes: “El corazón” (113 páginas), “El hielo” (610 páginas), y “El corazón helado” (176 páginas), a las que hay que sumar una nota de la autora bajo el título “Al otro lado del hielo” (10 páginas). La estructura en tríptico, con ese gran bloque central flanqueado por los otros de menor extensión, consigue un eficaz despliegue de la materia narrada ya que cada una de esas tres partes se divide a su vez en capítulos en los que se van alternando y sucediendo las voces de dos narradoras con un grado diferente de implicación con lo narrado.

En los capítulos impares de cada parte aparece un narrador interno en primera persona que es la voz de un personaje, el hijo de Julio Carrión, Álvaro. Él es quien nos introduce en la novela y su focalización perceptual (vista, oído, olfato, tacto…), psicológica e ideológica van dosificándose con oficio a lo largo de todo el texto según va narrando el encuentro y enamoramiento entre él y Raquel, que les llevará a ambos a descubrir la fractura que supuso la guerra civil y cómo ese pasado todavía alcanza hasta el presente.

Por otra parte, en los capítulos pares un narrador omnisciente en tercera persona va contando fragmentariamente la historia familiar de la familia de Ignacio Fernández, el abuelo de Raquel.

La técnica básica es la realista, pero sabiamente combinada con procedimientos que vienen de la renovación de la novela en el siglo XX, como el estilo indirecto libre o el monólogo interior. Lo moderno y lo tradicional se funden sin estridencias en algunos momentos clave de la novela, como la desgarradora lectura que hace Álvaro de la carta de su abuela Teresa que su padre le ocultó en vida (páginas 302 a 307).

En fin, en estos tiempos en los que parece que no es lícito revisar una inamovible visión histórica, en los que se quiere perpetuar el olvido interesado —algunos voceros hablan de remover el pasado, cuando tal vez deberían decir hacer, por fin, justicia a tantos a los que se les negó durante tanto tiempo—, la lectura de esta novela se hace necesaria.

Permítaseme añadir un dato anecdótico. El texto que les propuse en el examen de la tercera evaluación a mis alumnos de 2º de Bachillerato para que analizaran sus características lingüísticas y literarias, es el siguiente fragmento de la novela, un pasaje en el que se narra la celebración de la muerte de Franco que hacen los exiliados en París (pág. 41-42).

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  Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por la milagro­sa transformación de su abuela, que parecía de repente una mujer muy joven, porque le brillaban los ojos, y los labios, ni por la forma en que su abuelo Ignacio miraba a su mujer, pozos salvajes, sombríos, también sus ojos salvo cuando la seguían como si estuviera a punto de enamorarse de ella, treinta y tres años después de que ella le enamorara por primera vez. Los dos se besaron en la boca durante mucho tiempo cuando terminaron de bailar en una plaza don­de otros españoles mucho más jóvenes y muy distintos, frutos amar­gos de la España de Franco, estudiantes y exiliados voluntarios de últi­ma hora mezclados con pseudoaventureros izquierdistas de buena familia y trabajadores a secas, habían improvisado una verbena con el acor­deón de un argentino que sabía tocar pasodobles.

  Eran españoles y bebían champán. Eran españoles y por eso baila­ban, y cantaban, y hacían ruido, e invitaban a beber, a bailar, a cantar, a cualquiera que se acercara a mirarlos, pero su alegría era distinta, mucho más pura, rotunda y luminosa, más trivial quizás que la que ilumina­ba las mejillas hundidas de quienes habían pagado un precio elevadí­simo por sonreír aquella noche, pero también más entera, más cercana a la felicidad auténtica. Los vieron por casualidad, cuando iban a recoger el coche para volver a casa, y se quedaron mirándoles por pura di­versión, sólo porque eran tan jóvenes y hablaban tan alto y se reían tan fuerte y hacían tanto ruido y estaban tan contentos.

  —¿Sois españoles? —preguntó a la tía Olga el que se fijó en ellos, y Olga bebió de la botella antes de contestar.

  —Sí.

  —¿Emigrantes? —insistió, y Olga volvió a beber, negó con la cabeza, hizo una pausa para tomar aire y señaló al abuelo.

  —Ese es mi padre —dijo—. Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abo­gado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la Repúbli­ca, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condeco­rado dos veces por liberar Francia, rojo y español —y en su voz tembló una emoción, un orgullo que Raquel no pudo interpretar..

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Cuando se pasa la última página de esta magnífica, intensa y terrible historia uno se encuentra con esta emotiva cita de don Antonio Machado: para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente no estoy tan seguro... Quizás la hemos ganado.

Pero mejor que oigan las palabras de la propia autora. Les propongo para ello varias opciones: una breve e informal entrevista (2.30 minutos), también pueden ver (se accede directamente a la descarga del archivo) esta entrevista con Almudena Grandes de casi una hora de duración en un programa cultural de una televisión chilena en la que habla de Atlas de geografía humana, y les recomiendo especialmente la grabación de esta entrevista que le hizo a la escritora el periodista Antonio San José para CNN+ con motivo de la publicación de El corazón helado.

Y después, lean esta excelente novela. Merece la pena, es aceitunas negras.

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Almudena Grandes, El corazón helado. Edit. Tusquets. Barcelona 2007. 933 páginas. 25 €.

   

Agustín Fernández Mallo, Nocilla Dream (¿la novela del futuro ahora?)

Agustín Fernández Mallo, <em>Nocilla Dream</em> (¿la novela del futuro ahora?)

   Los límites de la novela, sus fronteras, ese territorio que un narrador cuenta, se están diluyendo cada vez más. Y buena prueba de ello viene a ser el texto protagonista de un curioso fenómeno de boca a boca desde que apareció, allá por noviembre del 2006. El pasado año, como aquel que dice: Nocilla Dream.

   Ese texto (¿o debería llamarlo novela?) es para la revista Quimera uno de los libros de narrativa destacados de entre los publicados en 2006. Llamo la atención del paciente lector de este humilde blog sobre la adscripción que del libro hace la revista: narrativa, si bien afirma a continuación “decimos narrativa porque la obra está a caballo entre la colección de relatos y la novela. La explosión de fragmentos que sólo tienen en común algunos motivos convierte el proyecto en uno de los más arriesgados del panorama actual”.

   El padre de la criatura es Agustín Fernández Mallo, (A Coruña, 1967) licenciado en Ciencias Físicas, ejerce profesionalmente en el ámbito de las radiaciones nucleares con fines médicos. Autor de diversos artículos en los que aborda la relación estética y epistemológica entre la poesía y la ciencia, es colaborador habitual de las revistas culturales Lateral, Contrastes, La Bolsa de Pipas, La fábrica y Anónima, tanto en el ámbito de la creación como en el del ensayo. Ha publicado los poemarios Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus (2001), Creta lateral Travelling (I Premio Café Mon, 2004), el Poemario-performance Joan Fontaine Odisea [mi deconstrucción] (2005), y también es autor de Carne de Píxel, y del experimento narrativo El hacedor (de Borges) Remake, ambos inéditos.

   Si el lector quiere una aproximarse un poco más a este autor, no estaría de más que leyera esta entrevista, que aunque es del 2005, alguna luz puede arrojar sobre la cuestión.

   Y si persevera, es obligado acudir a la página web de la editorial Candaya, donde encontrará el amable y perseverante lector un impresionante dossier de prensa sobre el autor y la obra, del cual les recomiendo encarecidamente la audición de una entrevista radiofónica en el programa El Món a Rac1, el entrevistador hablando en catalán y el entrevistado respondiendo en castellano (observen de paso la impagable muestra que se nos ofrece en 20 minutos de la convivencia entre las dos lenguas mientras oyen al autor hablar sobre su novela).

   Oigan detenidamente esta entrevista, lean el dossier de prensa, y lean la novela. O, si lo prefieren, lean primero la novela y después oigan la entrevista y lean todo lo demás. Para abrir (un poco) el apetito (lector), tienen el inicio de la (digámoslo ya) novela aquí.

   Algunos dicen que es un interesante experimento narrativo, deudor de una peculiar estética visual y que supone la llegada a la novela de la estética del blog. Una novela fragmentaria, porque así es el mundo. La novela de mañana que deben leer los lectores de hoy…

   Si están interesados y no la encuentran, no se preocupen. La editorial les manda gentilmente un ejemplar ingresando en cualquier sucursal del BBVA 16 €, gastos de envío gratis. En la página web encontrarán el enlace “comprar”. De nada.

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Agustín Fernández Mallo, Nocilla Dream. Edit. Candaya. Barcelona 2006. 

James Salter, La última noche

James Salter, <em>La última noche</em>

James Salter (Nueva York, 1925) no es precisamente un autor que se prodigue demasiado, y la aparición de un nuevo libro suyo siempre es saludada por los lectores como una buena noticia, pues la marca de calidad de la casa va a estar presente con casi absoluta seguridad, como ha venido sucediendo desde que publicó su primera novela.

Su libro de cuentos Anochecer, que obtuvo el premio Pen Faulkner en 1988, era hasta ahora lo último que se había publicado de este escritor casi secreto, del que no se da noticia alguna en su particular aquí y ahora de la literatura estadounidense actual que traza Rodrigo Fresán en la revista Letras Libres.

Salter estudió ingeniería, combatió en la guerra de Corea a los mandos de un caza y esa experiencia de la guerra supuso su arranque literario a los 32 años con la novela de claras referencias autobiográficas Pilotos de caza. Después publicó las novelas Años luz, Juego y distracción, En solitario y el ya mencionado libro de cuentos con el que ganó el Pen Faulkner. Ahora, la editorial Salamandra publica en España su último libro, el volumen de cuentos La última noche.

El libro se compone de diez relatos agrupados bajo el título del último de ellos, una muestra magistral de la escritura de este autor, del mismo nivel, por otra parte, que las nueve restantes. Todas las historias hablan de las relaciones entre hombres y mujeres, y suelen  tener su arranque en la experiencia de una pérdida que de alguna manera condiciona las actitudes de los protagonistas ante la vida. Son historias de la vida cotidiana, de amor y desengaño, deseo y traición, amistad y soledad, las grandes miserias y las pequeñas grandezas de la vida.

Ninguno de los cuentos acaba de forma previsible, como los excelentes cuentos que son. El silencio de una joven mujer enferma de cáncer ante las diversiones banales de sus amigas, una mujer que se obsesiona con el  perro de un escritor en crisis, un hombre que termina acostándose con la amante de su suegro, la esposa que sufre y soporta los líos homosexuales y amorosos de su esposo, un matrimonio en perfecta armonía que puede destruirse tras la revelación de un secreto, la peripecia triste y solitaria una vieja gloria del cine…

Historias aparentemente corrientes, pero literariamente muy elaboradas, en esa prosa con marca de la casa en la que domina “la exquisitez impresionista del lenguaje; la desafiante voluntad de contarlo todo con las palabras justas y exactas; y el magistral logro de conseguirlo sin que se note el esfuerzo detrás de la sólo en apariencia sencillez del trazo. Alguna vez interrogado acerca de cómo había alcanzado lo que para muchos —entre ellos John Irving, Richard Ford, Susan Sontag, Michael Herr y Harold Bloom— era la perfección, Salter le restó mérito al asunto con un "eso que llaman mi estilo no es más que la insistencia, por lo general inconsciente, en unas 10.000 palabras que acaban configurando una suerte de huella digital y que determinan la naturaleza de lo que hago" (Rodrigo Fresán, El País). Esta escritura minimalista, depurada, enraizada permanentemente en la elipsis, en dejar en la recámara de la escritura algo sin contar, en ese guiño cómplice al (buen) lector, da resultados realmente espléndidos, así sucede en el primero de los cuentos, Cometa, donde se nos habla de Philip Ardet, que se casó con Adele en junio, después de que ella hubiera obtenido el divorcio. Todavía era guapa, pero ya demasiado mayor para tener hijos. A ella le gustaba contar anécdotas de su primer marido. Ella y Philip se habían conocido en un campo de golf.

[...]

Llegó el otoño. Una noche estaban en casa de los Mo­rrissey. Él era un abogado alto, albacea de muchas he­rencias y depositario de otras más. Leer testamentos había sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.

Otro de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los ordenadores, un papa­natas, como se vio enseguida, que propuso un brindis durante la cena.

—Por el fin de la privacidad y la vida digna —dijo.

Estaba con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había du­rado siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.

—Entenderéis por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco —dijo ella.

Las mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar completamente los últi­mos siete años.

—Es verdad —convino su acompañante.

—¿Qué es lo que hay que reconsiderar? —quiso saber Phil.

Le respondieron con impaciencia. El engaño, dije­ron, la mentira: ella había sido engañada todo aquel tiempo. Mientras tanto, Adele se estaba sirviendo más vino. Con la servilleta tapó el mantel donde había de­rramado ya una copa.

—Pero fueron tiempos felices, ¿no es cierto? —pre­guntó inocentemente Phll—. Eso pasó a la historia. No es posible cambiarlo. No se puede convertir en infelici­dad.

—Esa mujer me robó a mi marido. Me robó todo cuanto él había prometido.

—Perdona —dijo Phil en voz baja—. Son cosas que pasan a diario.

Hubo un coro de protestas, las cabezas adelanta­das como los gansos sagrados. Sólo Adele guardó si­lencio.

—A diario —repitió él con voz ahogada, seca, la voz de la razón o cuando menos de los hechos.

—Yo nunca le robaría a otra el marido —dijo en­tonces Adele—. Jamás. —Su rostro adquiría un tono de cansancio cuando bebía, un cansancio que conocía todas las respuestas—. Y jamás rompería una promesa.

—Creo que no lo harías —coincidió Phil.

—Tampoco me enamoraría de uno de veinte años.Estaba hablando de la profesora, la chica que había aparecido aquella vez, rebosante de juventud.

—Desde luego que no.

—Él abandonó a su mujer —les dijo Adele.

Silencio.

La media sonrisa de Phil había desaparecido, pero su semblante aún era agradable.

—Yo no abandoné a mi mujer —dijo en voz que­da—. Fue ella la que me echó.

—Abandonó a su mujer y a sus hijos —continuó Adele.

—No los abandoné. Además, entre nosotros ya no había nada. Llevábamos así más de un año. —Lo dijo sin alterarse, casi como si le hubiera sucedido a otro—. Era la profesora de mi hijo —explicó—. Me enamoré de ella.

—Y empezaste una historia con ella —sugirió Mo­rrissey.

—Pues sí.

Existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar.

—Al cabo de dos o tres días —confesó Phil.

—¿Allí mismo, en tu casa?

Phil negó con la cabeza. Tenía una extraña sensa­ción de impotencia. Se estaba abandonando.

—En casa no hice nada.

—Abandonó a su mujer y a sus hijos —repitió Adele.

—Ya lo sabías —dijo Phil.

—Los dejó plantados. Llevaban casados quince años, desde que él tenía diecinueve.

—No llevábamos quince años casados.

—Tenían tres hijos —precisó Adele—, uno de ellos retrasado.

Algo ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea en el pecho. Como si es­tuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.

—No era retrasado —acertó a decir—. Sólo… te­nía dificultades para aprender a leer, eso es todo.

En ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo. Una tarde habían re­mado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde desco­lorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron. La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría.

—Cuéntales el resto —dijo Adele.

—No hay nada que contar.

—Resulta que esa profesora era una especie de call girl. La sorprendió en la cama con un tío.

—¿Es verdad? —preguntó Morrissey.

Estaba acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a alguien, te lo parece porque cenas con él o con ella, juegas a las cartas, pero en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.

—No tuvo importancia —murmuró Phil.

—Pero el muy burro se casa con ella —continuó Adele—. La chica va a Ciudad de México, donde él es­taba trabajando, y se casan.

—No entiendes nada, Adele —repuso Phil. Que­ría añadir algo, pero no pudo. Era como estar sin resue­llo.

—¿Todavía hablas con ella? —preguntó Morrissey con toda tranquilidad.

—Sí, sobre mi cadáver —dijo Adele.

Ninguno de ellos podía saber, ninguno podía vi­sualizar Ciudad de México y aquel primer año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante una subyugante obra de arte. Dos años en Méxi­co ajenos al naufragio, él fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aún podía ver su cuello inclina­do hacia delante y la curva de su nuca. Aún podía ver las finas trazas de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aún podía verse a sí mismo, el que era antes.

—Hablo con ella —admitió.

—¿Y tu primera mujer?

—También hablo con ella. Tenemos tres hijos.

—La abandonó —dijo Adele—. Es todo un Casa­nova.

—Hay mujeres que tienen mentalidad de poli —dijo Phil a nadie en particular—. Esto está bien, esto otro no. En fin... —Se puso en pie. Lo había hecho todo mal, se daba cuenta, mal y a destiempo. Había echado a pique su vida—. Pero hay algo que puedo decir con el corazón en la mano: si se presentara la opor­tunidad, volvería a hacerlo.

Una vez hubo salido, los demás siguieron hablan­do. La mujer cuyo marido había sido infiel durante sie­te años sabía qué se sentía.

—Finge que no puede evitarlo —dijo—. A mí me ocurrió lo mismo. Pasaba por delante de Bergdorf’s un día y vi en el escaparate un abrigo verde que me gustó y entré a comprarlo. Un poco más tarde, en otro lugar, vi uno que me pareció mejor que el primero, y me lo com­pré. Total, cuando acabé tenía cuatro abrigos verdes en el armario, y todo porque no fui capaz de dominar mis deseos.

El cielo, fuera, su bóveda superior, estaba cuajado de nubes y las estrellas se veían borrosas. Adele final­mente lo vio: estaba de pie en la parte más oscura. Se acercó a él con paso tambaleante. Vio que tenía la cabeza levantada. Se detuvo a unos metros de él y levantó tam­bién la cabeza. El cielo empezó a girar. Adele dio un par de pasos imprevistos para mantener el equilibrio.

—¿Qué estás mirando? —preguntó al fin.

Phil no respondió. No tenía intención de respon­der. Y luego:

—El cometa —dijo—. Salía en la prensa. Se supo­ne que hoy es la noche que se ve mejor.

Hubo un silencio.

—No veo ningún cometa —dijo ella.—¿Dónde está?

—Justo ahí encima —señaló él—. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que sobra al lado de las Pléyades. —Phil conocía todas las constelaciones. Las había visto surgir con la oscuridad sobre costas de­soladoras.

—Vamos, ya lo mirarás mañana —dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a él.

—Mañana no estará. Sólo pasa una vez.

—¿Y tú cómo sabes dónde estará? —dijo ella—. Vamos, es tarde, marchémonos.

Phil no se movió. Al cabo de un rato ella se enca­minó hacia la casa, donde, ostentosamente, todas las ventanas del piso y la planta baja estaban encendidas. Él se quedó donde estaba, contemplando el cielo, y lue­go la miró a medida que se iba haciendo pequeña al cruzar el césped, alcanzar primero el aura, luego la luz, y al cabo tropezar en los escalones de la cocina. (Cometa, págs. 15-21).

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Sirva el fragmento como muestra de la escritura de Salter, en la que sólo se nos dice lo imprescindible. Estamos en una cena de amigos en la que salta a la conversación el engaño y la mentira. Phil pasa a ocupar el centro de la pequeña tormenta que se ha desatado entre los platos y ve impasible cómo una parte de su historia personal, miserable, se sirve en bandeja.  El lector percibe que esa cena es el momento que Adele, la mujer de Philip, ha elegido para su particular ajuste de cuentas con el pasado de su marido, soltar algo que la hiere por dentro, con el estímulo de la bebida. Luego, como si se produjese un cambio de escena cinematográfico, un giro, Phil contempla el cielo en el jardín y el desengaño y la traición parecen diluirse en el silencio de la noche. Allí fuera, en el exterior, contemplando el cielo, parece como si las cosas tuvieran un sentido diferente, y la visión del cometa pudiera empequeñecer y hacer olvidar las pequeñas miserias personales.

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Crítica de José María Guelbenzu  en el suplemento Babelia del diario El País (13/01/2007)

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James Salter, La última noche. Edit. Salamandra. Barcelona, 2006. 156 páginas, 11.90 €

Gert Ledig, Represalia

Gert Ledig, <em>Represalia</em>

   Gert Ledig es un novelista injustamente olvidado, tal y como afirma Sebald en su ensayo Historia natural de la destrucción (Anagrama, Barcelona 2003. Página 102). Ledig había publicado en Alemania tres novelas en un corto espacio de tiempo: Die Stalinorgel [El órgano de Stalin] (1955), Die Vergeltung [Represalia] (1956) y Faustrech [La ley del más fuerte] (1957), y después no volvió a publicar, a pesar del éxito que obtuvo con la primera novela, tanto entre el público como por la crítica; algunos, incluso, llegaron a firmar que  Die Stalinorgel era una de las mejores obras sobre la Segunda Guerra Mundial. Pero cayó en el olvido y hoy en día es un autor casi desconocido, del que la excelente editorial Minúscula ha recuperado Represalia.

  Ledig nació el 4 de noviembre de 1921 en Leipzig y se crió en Viena. En 1939, con 18 años, se alistó como voluntario en la Wehramacht y llegó a conocer en el 42 el horror en Stalingrado, donde sufrió graves heridas —un fragmento de metralla le destrozó la mandíbula inferior— por las que fue devuelto a Alemania. Allí trabajó en tareas burocráticas, que le llevaron a visitar diversas ciudades, en algunas de las cuales llegó a presenciar ataques aéreos que lo marcaron profundamente.

  Después de la guerra vagó por un Munich en ruinas instalando andamios y fracasando en distintos negocios. En 1950 trabajó en Austria para el ejército norteamericano. Allí empezó a escribir su primera novela, cuya primera edición se agotó enseguida. Cuando en el otoño de 1956 apreció Represalia, su autor se sentía muy esperanzado después de la buena acogida que tuvo la primera. Sin embargo, la reacción pública ante esta nueva obra fue devastadora, y la crítica dijo de ella que era una «terrorífica pintura deliberadamente macabra», una obra «que desbordaba el marco de lo verosímil y lo razonable», «una abominable perversidad, una cámara de los horrores». El Badische Zeitung expuso con claridad la clave del virulento rechazo de la novela: el lector alemán no admitía descripciones en las que se echaba de menos cualquier trasfondo y visión metafísica de orientación positiva. En definitiva, no se quería leer sobre lo sucedido, se quería olvidar el tema, aún quedaban demasiados escombros que recordaban claramente lo sucedido, y era insoportable revivirlo en la lectura.

  Después de ello, Ledig se fue apartando de la literatura, y a partir de los años sesenta se dedicó al periodismo y a escribir para la radio.

  A comienzos de 1998 diversos periódicos alemanes se sumaron al debate sobre “Guerra aérea y literatura” que iniciara Sebald con las conferencias pronunciadas en Zurich en el otoño de 1997, publicadas posteriormente con el título citado al principio. Ese debate despertó el interés por Represalia, pues esta novela junto con Der Untergang [La caída], de Hans Erich Nossak, son la gran excepción en la literatura alemana de posguerra, pues se centran totalmente en los bombardeos a ciudades alemanas, un tema que generalmente se ha abordado de pasada.

  Gert Ledig murió el 1 de junio de 1999 en un hospital de Landsberg am Lech. Sólo pudo ver las galeradas de la segunda edición de Represalia.

  La novela comienza sí:

                                                                                       13.01, hora de Centroeuropa

  Dejad que los niños se acerquen a mí.

  Cuando explotó la primera bomba, la onda expansiva arro­jó a los niños muertos contra el muro. Se habían asfixiado el día anterior en un sótano. Habían depositado sus cuerpos en el cemen­terio porque sus padres combatían en el frente y había que bus­car primero a las madres. Solo hallaron a una, pero yacía aplastada bajo los escombros. Así era la represalia.

  La bomba, al explotar, lanzó un zapatito por los aires. Pero eso carecía de importancia. Ya estaba destrozado. Cuando la tie­rra proyectada hacia arriba volvió a caer con un repiqueteo, las sirenas empezaron a aullar. Daba la impresión de que se había desatado un huracán. Cien mil personas notaron como latían sus corazones. La ciudad llevaba tres días ardiendo y desde entonces las sirenas aullaban siempre demasiado tarde. Parecía hecho adre­de, porque entre la destrucción provocada por los bombardeos se necesitaba tiempo para vivir.

  Así comenzó todo.

  Al otro lado del muro del cementerio dos mujeres soltaron el cochecito y cruzaron corriendo la calle. Pensaban que el muro del cementerio era seguro, pero se equivocaban.

  De repente, los motores atronaron el aire. Una lluvia de bengalas de magnesio se clavó, siseando, en el asfalto. Al instan­te siguiente estallaron. Las llamas crepitaban en lo que momen­tos antes era asfalto. La onda expansiva volcó el cochecito. La barra salió proyectada hacia el cielo y un bebé cayó rodando de una manta. La madre, situada junto al muro, no gritó. No le dio tiem­po. Aquello no era un parque infantil.

  Junto a la madre chillaba una mujer que ardía como una tea. La madre la miró sin saber qué hacer antes de ser ella misma pasto de las llamas, que empezaron por los pies y subieron por las pan­torrillas hasta el vientre. Se dio cuenta justo antes de encogerse. Una bomba explotó a lo largo de la tapia del cementerio, y en ese ins­tante ardió también la calle. Y el asfalto, y las piedras, y el aire.

  Eso sucedió junto al cementerio.

  En el interior era diferente. Dos días antes las bombas habían desenterrado los cuerpos. El día anterior los habían ente­rrado. Lo que fuera a suceder ese día aun estaba por ver. Hasta los soldados que se pudrían en sus tumbas lo ignoraban. Y ellos hu­bieran debido saberlo. Sobre sus cruces se leía: «No habéis caído en vano.»

  A lo mejor hoy quedaban reducidos a cenizas...

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  La novela relata en toda su crudeza el ataque aéreo a una ciudad alemana en julio de 1944, cuando el final de la guerra era ya conocido e irreversible. El narrador, con una fría y distante actitud notarial, muestra en toda su crudeza “la súbita irrupción del invierno un día de verano”.

  El relato se organiza en diversos planos que el autor va hilvanando en un eficaz montaje. Esos planos se estructuran en tres niveles. El nivel del suelo, donde destaca un pelotón de adolescentes al servicio de una batería antiaérea a cuyo mando está un nazi enloquecido que pretende enfrentarse a la lluvia descomunal de bombas. En ese mismo nivel también están los prisioneros rusos y algunos habitantes que vagan por las calles sin ningún propósito.

  Por encima de ese nivel, un bombardero de la US-Air-Force, que atraviesa la barrera antiaérea.

  Llegaron en formación de combate. La primera oleada. Nubes de langosta con inteligencia humana, volando a cuatro kilómetros de altura, bombardero junto a bombardero. Las alas, casi rozándose, refulgían al sol. Cuando el alférez levantó la mano para proteger sus ojos, divisó también a los cazas: insectos por encima de las escuadrillas, zumbando entre las nubes.

  Al mando de las palancas que abren las compuertas de la bodega del bombardero está el sargento Strenehem. Acciona los mandos y suelta su mortífera carga sobre el cementerio. El piloto del aparato le recrimina esa acción. Minutos más tarde Strenehem tendrá que saltar en paracaídas y será capturado.

  El tercer nivel es el del subsuelo. Los búnkeres y los sótanos convertidos en refugios antiaéreos. En los sótanos se hacina la población civil, los pocos que no han querido o no han podido huir de la ciudad. Con silenciosa resignación esperan su destino, morir ahora bajo las bombas o esperar la llegada de los soldados rusos. En los búnkeres los soldados no piensan, algunos se emborrachan.

  —Rezar —sugirió alguien.

  La bóveda gemía sin cesar. Detrás de las paredes, el ruido sordo aumentó para después amortiguarse. La chica percibió el movimiento a su espalda y se mordió los labios. Todo parecía afelpado, como si ya estuviera podrido.

  La alfombra de bombas cae implacable sobre la ciudad arrasándolo todo  en una ceremonia de caos y destrucción sin sentido.

  Quien todavía gemía, fue reducido al silencio. El que gritaba, lo hacía en vano. La técnica aniquilaba a la técnica. Doblaba postes, despedazaba maquinaria, abría cráteres, derribaba muros: la vida era un simple despojo.

  No es de extrañar que los lectores alemanes de aquellos años, los del famoso milagro alemán, no pudieran soportar la lectura de tanta muerte y destrucción. Estaban reconstruyendo un país y expiando una culpa, aquello ya era demasiado, otra vez el horror.

  En el otoño de 1957, cuando ya se había evidenciado el desprecio de los lectores hacia la novela, Ledig escribió a la editorial: «Represalia fue un libro muy fuerte, y de un modo u otro recorrerá su camino. Como mínimo tiene asegurada una nueva edición después de la Tercera Guerra Mundial»...

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 PS: En la obra citada de Sebald, páginas 35-38, puede leerse lo siguiente:

 En pleno verano de 1943, durante un largo pe­ríodo de calor, la Royal Air Force, apoyada por la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos, realizó una serie de ataques aéreos contra Hamburgo. El ob­jetivo de esa empresa, llamada «Operation Gomo­rrah», era la aniquilación y reducción a cenizas más completa posible de la ciudad. En el raid de la noche del 28 de julio, que comenzó a la una de la madru­gada, se descargaron diez toneladas de bombas explo­sivas e incendiarias sobre la zona residencial densa­mente poblada situada al este del Elba, que abarcaba los barrios de Hammerbrook, Hamm Norte y Sur, y Billwerder Ausschlag, así como partes de St. Georg, Eilbek, Barmbek y Wandsbek. Siguiendo un método ya experimentado, todas las ventanas y puertas que­daron rotas y arrancadas de sus marcos median­te bombas explosivas de cuatro mil libras; luego, con bombas incendiarias ligeras, se prendió fuego a los tejados, mientras bombas incendiarias de hasta quin­ce kilos penetraban hasta las plantas más bajas. En pocos minutos, enormes fuegos ardían por todas par­tes en el área del ataque, de unos veinte kilómetros cuadrados, y se unieron tan rápidamente que, ya un cuarto de hora después de la caída de las primeras bombas, todo el espacio aéreo, hasta donde alcanza­ba la vista, era un solo mar de llamas. Y al cabo de otros cinco minutos, a la una y veinte, se levantó una tormenta de fuego de una intensidad como nadie hubiera creído posible hasta entonces. El fuego, que ahora se alzaba dos mil metros hacia el cielo, atrajo con tanta violencia el oxígeno que las corrientes de aire alcanzaron una fuerza de huracán y retumbaron como poderosos órganos en los que se hubieran ac­cionado todos los registros a la vez. Ese fuego duró tres horas. En su punto culminante, la tormenta se llevó frontones y tejados, hizo girar vigas y vallas publicitarias por el aire, arrancó árboles de cuajo y arrastró a personas convertidas en antorchas vivien­tes. Tras las fachadas que se derrumbaban, las llamas se levantaban a la altura de las casas, recorrían las ca­lles como una inundación, a una velocidad de más de 150 kilómetros por hora, y daban vueltas como apisonadoras de fuego, con extraños ritmos, en los lugares abiertos. En algunos canales el agua ardía. En los vagones del tranvía se fundieron los cristales de las ventanas, y las existencias de azúcar hirvieron en los sótanos de las panaderías. Los que huían de sus refugios subterráneos se hundían con grotescas con­torsiones en el asfalto fundido, del que brotaban gruesas burbujas. Nadie sabe realmente cuántos per­dieron la vida aquella noche ni cuántos se volvieron locos antes de que la muerte los alcanzara. Cuando despuntó el día, la luz de verano no pudo atravesar la oscuridad plomiza que reinaba sobre la ciudad. Has­ta una altura de ocho mil metros había ascendido el humo, extendiéndose allí como un cumulonimbo en forma de yunque. Un calor centelleante, que según informaron los pilotos de los bombarderos ellos ha­bían sentido a través de las paredes de sus aparatos, siguió ascendiendo durante mucho tiempo de los rescoldos humeantes de las montañas de cascotes. Zonas residenciales cuyas fachadas sumaban doscien­tos kilómetros en total quedaron completamente destruidas. Por todas partes yacían cadáveres aterra­doramente deformados. En algunos seguían titilando llamitas de fósforo azuladas, otros se habían quema­do hasta volverse pardos o purpúreos, o se habían re­ducido a un tercio de su tamaño natural. Yacían re­torcidos en un charco de su propia grasa, en parte ya enfriada. En la zona de muerte, declarada ya en los días siguientes zona prohibida, cuando a mediados de agosto, después de enfriarse las ruinas, brigadas de castigo y prisioneros de campos de concentración co­menzaron a despejar el terreno, encontraron perso­nas que, sorprendidas por el monóxido de carbono, estaban sentadas aún a la mesa o apoyadas en la pa­red, y en otras partes, pedazos de carne y huesos, o montañas enteras de cuerpos cocidos por el agua hir­viente que había brotado de las calderas de calefac­ción reventadas. Otros estaban tan carbonizados y reducidos a cenizas por las ascuas,  cuya temperatura había alcanzado mil grados o más, que los restos de familias enteras podían transportarse en un solo cesto  para la ropa..

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Crítica de la novela en el suplemento Babelia (diario El País).

Editorial minúscula

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Gert Ledig, Represalia. Edit. Minúscula. Barcelona 2006. 232 páginas. 16.50 €.

Mujeres en el Lager (y III)

Mujeres en el Lager (y III)

   Margarete Buber-Neumann es tal vez una de las víctimas más representativas del totalitarismo del siglo XX, pues fue testigo del horror de la persecución de la NKVD (la policía estatal soviética similar a la Gestapo alemana), de las cárceles estalinistas, de los campos de concentración de Siberia y del campo alemán de Ravensbrück. Fueron en total ocho largos años los que esta mujer pasó en el sistema concentracionario tanto soviético como nazi.

 Heinz Neumann, el marido de Margarete, fue detenido la noche del 27 al 28 de abril de 1937 en la habitación del Lux, el hotel en el que residían en Moscú. Neumann era un dirigente del PC alemán que incluso llegó a gozar de la confianza de Stalin. Hablaba ruso a la perfección y se había exiliado junto con Margarete a la Unión Soviética cuando Hitler alcanzó el poder. Pero Neumann era un intelectual, un hombre que leía y pensaba más allá de las consignas del Partido. No tardó en caer en desgracia, y lo inevitable sucedió. Así refiere su mujer su detención en las primeras páginas:

 Era aproximadamente la una de la madrugada cuando golpearon violentamente la puerta de nuestra habitación. Salté de la cama y encendí la luz. Los golpes se repetían en la puerta:

 —Heinz, por el amor de Dios, ¡despiértate!

 Sonrió y se volvió del otro lado.

Temblaba al abrir la puerta. En el umbral había tres agentes de la policía soviética, con el director del Lux. Sus órdenes no llegaban a mi cerebro; sólo retumbaban en mi oído y me dolían como martillazos. Me falló la voz.

 Nuestra habitación fue poseída por el crujido de las botas. Rodearon el lecho del delincuente, apaciblemente dormido. Pero la voz de “¡Neumann, levántese!” le hizo despertar sobresaltado.

 —¿Tiene usted armas?

 Su cara conservó durante unos segundos aquella expresión de horror casi infantil, para adquirir enseguida una palidez mortal, una vez decidido a luchar por la vida:

 ¡Protesto contra esta detención!

 —Le queda mucho tiempo para protestar.

 La irónica respuesta provenía del natschalnik del grupo. Las gafas sin montura que llevaba le hacían parecer un intelectual.

 “¡Vístase!”, ordenó a continuación. Se acercó después a la ventana u corrió cuidadosamente las cortinas. El director del hotel, Gurewitsch, se sentó en una butaca con las piernas extendidas mientras los otros tres comenzaban el registro de la habitación.

 Neumann fue fusilado, acosado de troskista y de conspirar contra la Revolución. Varios meses después fue detenida Margarete y comenzó su peregrinaje por las prisiones y los campos de trabajo soviéticos a lo largo de dos años. Llegó a estar a las puertas de la muerte pero logró sobrevivir.

 Liberada por los rusos, fue entregada a la Gestapo y llevada al campo de concentración de Ravensbrück, en donde permanecería hasta 1945. Allí trabó amistad con Milena Jesenká, la enamorada de Kafka y destinataria de las Cartas a Milena. Ambas planearon escribir un libro en que se refirieran las atrocidades de los regímenes totalitarios comunista y nazi. Milena murió en 1944 y Margarete escribió este magnífico libro, uno de los documentos memorialísticos más importantes del siglo XX que hace que su sufrimiento no fuera en vano. Su rememoración nos trae a personas concretas, seres humanos de diversa condición, que desde su crueldad o sufrimiento nos recuerdan lo que fue una parte del siglo XX que nos parece cada vez más lejana pero que sigue estando ahí.

 En el recuerdo está el sentido, lo que da la verdadera dimensión a aquello que parece que nunca sucedió.

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Margarete Buber-Neumann, Prisionera de Stalin y de Hitler. Prólogo de antonio Muñoz Molina. Edit. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona 2005. 512 páginas. 19 €.

Mujeres en el Lager (II)

Mujeres en el Lager (II)

Había llegado el momento temible que considerábamos que podía llegar desde hacía ya muchos años y que habíamos discutido con los amigos un centenar de veces, sin creer seriamente que se aproximaba. Durante ocho años el nacionalsocialismo se había hinchado como un fantasma, cada vez más. En nuestros viajes a Alemania, veíamos cómo echaba a perder a la gente, la atontaba, la engañaba con un falso socialismo aparente; y cómo el loco antisemitismo segaba implacable la vida de miles de alemanes, tan buenos alemanes como todos los demás, sólo porque, según la nueva locura, no eran “arios”. (pag. 14)

 A ese fantasma sobrevivió Helene Holzman, una mujer de origen alemán descendiente de judíos, culta, liberal, pintora de renombre y profesora de dibujo, que vivía en la ciudad lituana de Kaunas. Estaba casada con Max Holzman, librero, alemán, también de origen judío. Ambos habían adquirido la nacionalidad lituana en 1936.

 Según la nomenclatura nazi Max era judío “pleno”, como hijo de dos padres judíos. Helene era “medio judía”, pues era hija de padre judío y madre no judía, pero fue considerada alemana por las autoridades del Reich y las lituanas; además, estaba bautizada como evangélica. El matrimonio se había trasladado junto con sus dos hijas, Marie y Margarete, a Kaunas, donde Max regentaba una librería. En el año 33 el antisemitismo prendió entre los alemanes afincados allí y Max, que hasta ese momento era considerado un alemán más, ahora deja de serlo, y es tenido por judío.

 Al atardecer del día 24 de junio de 1944, Kaunas fue tomada por el ejército alemán, pero antes de que llegaran los soldados alemanes, los partisanos habían recibido ya órdenes antisemitas y organizaron los primeros progromos. Muchos de los judíos que trataron de huir en esos días fueron detenidos por los partisanos. El día 25 son detenidos Max y Marie, la hija mayor. Marie es liberada, pero el librero es fusilado al día siguiente.

 Marie, una pacifista convencida, miembro del Komsomol, que incluso hablaba con los soldados alemanes con el propósito de convencerlos de lo inútil de la guerra, fue detenida el 4 de agosto. Su madre, como ya había hecho con ocasión de la detención de su marido, inicia un peregrinaje por despachos de policía, abogados, amigos y funcionarios que resulta inútil. Los amigos la aconsejan huir, salir de allí inmediatamente, que ella y su hija pequeña se pongan a salvo. Marie es asesinada en diciembre, en lo que se conoce como “la gran acción”, que supuso la muerte de 10.000 judíos de Kaunas. Mientras tanto, el ejército alemán penetraba hacia el interior de Rusia con paso victorioso.

 A partir de este momento a Helene solo le guía una idea fija: salvar a su hija, esa obsesión daría título a estos tres cuadernos publicados ahora y redactados en 1944 en una prosa concisa, distanciada de todo sentimentalismo, casi como un frío informe académico o un acta notarial:

 En el gueto reinaba una relativa calma. Ya no se producían grandes carnicerías. Comparada con las lamentables condiciones de vida, la situación sanitaria no era mala, la mortalidad, baja. Se veía que lo que había quedado era realmente una selección natural: hombres y mujeres duros, y cuanto más duras las condiciones, tanto más fanática era su voluntad de vivir, su fuerza para superar todos los peligros (pág. 189).

 Helene y Margarete abandonan su casa y se refugian en la humilde cabaña de dos mujeres rusas, a las que llaman las Natachas. En esa cabaña estas mujeres se organizan para ayudar a los judíos del gueto en todo lo que les era posible, incluso ayudándoles a escapar y esconderse, y todo ello corriendo un tremendo riesgo:

 Nosotros nos habíamos propuesto no recoger en casa a nadie más, porque durante las visitas diurnas a las brigadas podíamos sufrir fácilmente un registro. Pero las semanas con Mositchen, que habían transcurrido tan felizmente, nos dieron valor para seguir arriesgándonos (pág. 253).

 Cuando en agosto de 1944 los soviéticos ocupan Kaunas, el gueto ya no existía, los alemanes lo habían destruido y trasladado sus últimos moradores a campos de concentración en Polonia. Los pocos judíos que lograron sobrevivir a esta masacre lo hicieron gracias a la ayuda de ciudadanos como estas mujeres, y otros muchos como ella que desinteresadamente pusieron en peligro sus vidas para salvar las de otros en un acto de generosidad del que estas memorias dan fe.

 Helene Holzman da por finalizados sus cuadernos cuando los alemanes se han marchado: Ese día había terminado el espantoso sueño, la espantosa realidad que había destruido nuestras vidas, la vida de miles y cientos de miles de manera absurda y demente. Mirábamos confiados hacia la nueva era.

 Después de la retirada alemana de Lituania, Helene Holzman dio clases de alemán en la universidad de Kaunas. Después de abandonar la universidad dio clases de alemán en la escuela de música de esta ciudad. En 1965 las autoridades soviéticas le conceden a ella y a su hija permiso para viajar a la República Federal de Alemania. En 1967 vistan Israel. El 25 de agosto de 1968 muere en un accidente de automóvil en la ciudad alemana de Giessen.

 Había empezado a escribir el lunes 25 de septiembre de 1944, con cincuenta y tres años, a lápiz. Termina su relato el 1 de agosto de 1945. Estos cuadernos estuvieron en manos de su hija Margarete hasta que el escritor y traductor Reinhard Kaiser contactó con esta durante la investigación para otro libro y ambos se decidieron a publicarlos. La obra fue merecedora del premio Geschwister-Scholl porque “en su calidad de testimonio  individual impresionante y profundo bien merecía figurar junto a los diarios de Ana Frank y Victor Klemperer.

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Helene Holzman. Esta niña debe vivir. Tres cuadernos 1941-1944. Traducción de Carlos Fortea. Edit. Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores. Barcelona 2005. 396 páginas. 18.90 €.