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Leyendo a la sombra

Miscelánea

Los progres, al descubierto (¡¡Por fin!!)

Ya está bien de seguir atado a esa rutina de ciudadano medio pendiente del saldo que aparece impreso en el resguardo del cajero a fin de mes, de continuar siendo una víctima del libre mercado, de padecer la globalización y creer que te puedes librar de ella, de ello, redimido por un boleto de lotería o unas columnas de primitiva.

Los tiempos oscuros están a punto de pasar a mejor vida y pronto conoceremos las claves para salir del oscuro agujero en que nos ha metido la historia, el euribor, las tendencias imparables del mercado y cómo se han puesto los precios.

Estamos a punto de conocer los secretos de esa clase de gente que pensabas que ya no existía, a la que creías sumida en el olvido de los nuevos tiempos: los progres. Sí, los progres, aquellos que cantaban esas canciones que aún eres capaz de tararear, los que se ligaban a la chica que te gustaba como quien no quiere la cosa, los que decían que ir a clase era un rollo, los que no estudiaban pero luego aprobaban más asignaturas que tú, los que se enrollaban con ese profe interino del departamento que les pagaba las cervezas en el bar de la facultad, aquellas cervezas que acabaron siendo certezas, pues ahora son los que dirigen esos departamentos, los mismos que viven en adosados en los barrios residenciales, hablan maravillas de su todoterreno, despotrican de la sociedad de consumo, el sistema capitalista y el cambio climático a la vez que pagan las cañas en la taberna de diseño con su visa oro.

Estos progres sin barba ni melena, sin trenca, con traje de Armani y pantalla de plasma, lista de la compra por Internet y ecuatoriana en casa recogiendo el dormitorio de los niños, que ahora votan a la gaviota sin un pestañeo, sin recordar los títulos de los libros de Marta Harnecker que se apilaban en su mesilla, y les ríen las gracietas a ese descubrimiento apellidado Pizarro, estos progres, digo, van a quedar expuestos a la mirada escrutadora de aquellos que lean este libro esclarecedor que puede cambiarles la vida. Sí, has leído bien: un libro que puede cambiar tu vida.

¡No desaproveches la oportunidad que este libro te ofrece por unos pocos euros!

Nunca estaremos lo suficientemente agradecidos

El momento sublime

   Hay un instante en la recepción de la obra de arte en el que el receptor nunca estará tan cerca del creador y de su obra como lo está en ese momento.

   Es un momento fugaz, apenas un efímero instante, en que el lector ante el libro, o el espectador en el patio de butacas o el oyente en la sala de conciertos o el observador en un museo, siente ese algo inefable que lo conecta brevemente con la magia de la obra de arte, con el espíritu que alienta en el interior de la misma, con el creador en el instante mismo de la creación.

   Eso que se percibe en ese momento de conmoción, a veces tremendamente perturbador, es para muchos aquello mismo que el artista quiso que se sintiera en la captación de su obra. Es apenas un instante, pero un instante sublime, en el que el tiempo parece detenerse y todo lo demás deja de existir. Ciertamente, aunque este momento no es extensible a todos los receptores, y tampoco se pueda precisar con exactitud a quiénes, lo cierto es que sucede en ocasiones y así lo han podido experimentar determinadas personas acaso especialmente sensibles o dotadas en ese momento de una especial sensibilidad. Ese receptor, entonces, se siente también de alguna manera creador, pues está contribuyendo en su captación e interpretación al sentido de la obra, que adquiere así una plena dimensión de sentimiento y emoción.

   Esta idea de la recepción de la obra artística proviene del Romanticismo, movimiento artístico que, frente a lo que parece suceder en la actualidad, privilegiaba la manifestación de los sentimientos y en el que el artista era considerado un ser excepcional, dotado para la expresión de aquello que los demás no podían expresar. Es, por tanto, un concepto emparentado con el irracionalismo, que a su vez da entrada en el pensamiento decimonónico a los impulsos vitales, al poder de lo individual, aspectos definidores en cierta manera de la modernidad surgida con el Romanticismo y que se proyectará a lo largo de todo el siglo XX; una nueva manera de entender al individuo y sus impulsos vitales enfrentados a la racionalidad de un mundo objetivo, manera que se opone al concepto de consumidor del arte actual, banalización del arte y ligereza.

   En 1979 la psiquiatra italiana Graziella Magherini observó y describió más de cien casos de turistas visitantes de la ciudad de Florencia que sufrieron vértigos y desvanecimientos, especialmente en la Galleria degli Uffizi. Denominó al fenómeno “síndrome de Stendhal”, enfermedad psicosomática caracterizada por síntomas tales como una elevación del ritmo cardiaco, vértigo, confusión e incluso alucinaciones, que se producen cuando el individuo se expone a una “sobredosis de belleza artística” al contemplar esculturas, pinturas y obras maestras del arte. La patología descrita por la psiquiatra italiana debe su nombre a Stendhal, escritor francés del siglo XIX, quien describió detalladamente las sensaciones que experimentó en su visita en 1817 a la Basílica de la Santa Cruz en Florencia, Italia, y que publicó en su libro Roma, Nápoles y Florencia: “Saliendo de la Santa Croce sentí los latidos de mi corazón, la vida para mí se había acabado, caminaba temiendo caer”, escribe el francés. Resulta particularmente llamativo, afirma Magherini, que la mayoría de las personas aquejadas de este “mal” sean turistas norteamericanos.

   El síndrome de Stendhal es la más clara expresión expresión romántica de la contemplación de la belleza y la exuberancia del goce artístico, tal y como se manifiesta en las caras, gestos y actitudes de algunos de los espectadores que ven y oyen cantar a Farinelli “Lascia ch΄io piangia”, en la representación de Rinaldo, la ópera de Händel (Deja que llore/mi suerte cruel / y que añore la libertad), en una de las escenas más emotivas de la película de Gérard Corbiau. Más de uno habrá que piense, a la vista de ello, que no es exactamente una patología, sino un raro privilegio. 

    Los creativos que realizaron este anuncio publicitario para el modelo A8 de la marca de automóviles Audi supieron hacer un buen uso de ese halo de romántico misterio. Repárese en la voz en off que narra la sucesión de secuencias del vehículo envueltas en una sugerente melodía, secuencias todas ellas rodadas de noche, con un halo de niebla y misterio, paisaje de luces y sombras, para finalizar con un fundido a negro y un texto altamente significativo: “A veces la perfección resulta difícil de soportar”, toda una irracionalista declaración de principios, y una excelente lección de la unión efectiva de la referencialidad objetiva de las imágenes del coche y los diversos y subjetivos valores connotativos que a estas añaden la ambientación, la música y el texto. Realidad objetiva y perturbación de ánimo. Pregúntese el lector, pues, si este anuncio acaso no apela a ese otro yo más profundo y elevado que todos llevamos dentro, a ese algo de irracional que nos hace diferentes a los demás, a lo pasional y sentimental que en nosotros habita, esa zona oscura que a veces nos da miedo..., y todo surgido de la contemplación de un sofisticado producto tecnológico de nuestros días como es ese automóvil. ¿Acaso hay algo más contradictoriamente romántico que esto?

  

Recientemente, la siquiatra italiana ha descrito lo que denomina síndrome del David de Miguel Ángel, pero esto será objeto de otro comentario.

Papás y mamás

Me pregunto: si las víctimas de la violencia doméstica, o de género, o machista, o como se quiera llamar, fueran en su mayoría hombres, ¿cuántas asociaciones destinadas a combatirla no habrían surgido ya y cuántas voces en su contra no se habrían oído en multitudinarias manifestaciones apoyadas por partidos políticos y la Iglesia?
Son cientos las mujeres que ahora mismo cuentan con protección policial. Uno espera que estos agentes, con toda probabilidad hombres en la mayoría de los casos, sepan estar a la altura de las circunstancias, como casi siempre.

Un interesante espacio sobre la Guerra Civil española

Les recomiendo esta interesante web sobre la Guerra Civil española, rigurosa, documentada y actualizada.

Con la intención de ser un sitio neutral y objetivo donde conservar la memoria de esos años difíciles, ofrece al visitante interesado en esta época de la reciente historia de España un sitio donde obtener información de lo más variada en un formato manejable y funcional. Cuenta, además, con foros en los que poder participar de una manera más activa. 

 

Vuelve Eduardo Mendoza

Vuelve Eduardo Mendoza

    Eduardo Mendoza, uno de mis novelistas actuales preferidos, está dando los últimos toques a su próxima novela, que se publicará a finales de marzo de 2008 con el título de El asombroso viaje de Pomponio Flato. En ella se narra el viaje de Pomponio por los confines del Imperio Romano en busca  de unas aguas de efectos portentosos. El azar del viaje lo lleva hasta Nazaret, justo en el momento en que va a ser ejecutado el carpintero del pueblo, convicto del brutal asesinato de un rico ciudadano. Pomponio es contratado para esclarecer el crimen por el más extraordinario de los clientes: el hijo del carpintero, un niño candoroso y singular, convencido de la inocencia de su padre, hombre en apariencia pacífico y taciturno, que oculta, sin embargo, un gran secreto.

   Parece que esta simbiosis de novela histórica, policíaca, y hagiografía, nos devuelve al Mendoza divertido de Mauricio o las elecciones primarias (Seix Barral, 2006) y La aventura del tocador de señoras (Seix Barral, 2001). Ya veremos, aunque personalmente prefiero al Mendoza de La ciudad de los prodigios, tampoco me disgusta pasar unos ratos divertidos, aunque existe el peligro de caer en el mero divertimento.

   La editorial, según el diario barcelonés La Vanguardia, “asegura que la novela ajusta "las cuentas" con "muchas novelas de consumo" y construye además "una nueva modalidad del género más característico" de Mendoza, el de la trama detectivesca "original e irónica"”.

El buen lector

    El buen lector se hace, no nace, pues la lectura no es un don natural, sino un arte.

    El buen lector es el que empieza a serlo antes de empezar a leer, cuando oye ensimismado las historias que le cuentan su padre, o su madre, o sus abuelos.

    El buen lector leyó de niño, pues en casa le decían a veces con voz autoritaria “¡A tu habitación a leer!”, y el niño, obediente, se iba a su cuarto, abría un libro y leía. Aquel niño acabó descubriendo con el tiempo la auténtica dimensión de la lectura, y en la lectura su imaginación volaba libre, fuera de aquellas paredes, unas veces muy lejos, otras no tanto. Aquel niño no sabía entonces que se iniciaba así una relación que duraría toda una vida, y no podía imaginar que cada vez que abriese las páginas de una novela, iba a sentir cómo el libro lo acogía, cómo la lectura es un reto, una experimentación, un conocimiento, y el hombre o mujer que es ahora sigue sintiendo la misma curiosidad del niño que fue. Y lee, y cree que es casi imposible que un libro cambie la vida de alguien, pero está convencido de que los libros que ha leído le han permitido vivir otras vidas, han dado otra dimensión a la suya y ha conseguido ver el mundo y entender la vida de una manera que sólo la lectura concede. En alguna ocasión oyó decir a otro que leía para ser mejor. Hoy, otros se lo oyen decir a él. Y no es raro que afirme convencido, tomándole prestadas las palabras al señor don Quijote, que el que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho.

    El buen lector debe tener memoria, imaginación, cierto sentido artístico y un diccionario al lado, como decía Vladimir Navokov.

    El buen lector no sabe por qué elige un libro, y a veces sospecha si no será que el libro lo elige a él.

    El buen lector ama la literatura, y no sólo lee novela, también lee poesía porque sabe, o al menos intuye, que el que entiende la poesía tal vez lo entienda todo. También lee ensayo o lo leerá, y también lee ciencia o la leerá, porque el buen lector pertenece a su mundo y sabe que la ciencia lo está cambiando a una velocidad nunca vista.

    El buen lector recomienda sus lecturas, porque le gusta que otros conozcan y disfruten lo que él conoció y disfrutó.

    El buen lector hace suyos, también, los derechos imprescriptibles del lector enunciados por Pennac: el derecho a no leer; a saltarse las páginas; a no terminar un libro; a releer; a leer lo que sea; el derecho al bovaryismo (enfermedad de transmisión textual); el derecho a leer donde sea; a hojear; a leer en voz alta; el derecho a callarse.

    El buen lector ama los cuentos.

    El buen lector sabe que puede ser mejor lector siempre.

    El buen lector a veces piensa que Borges tenía razón, y que lo que tomamos por realidad acaso sean ficciones que alguien sueña, ¡vaya usted a saber!

    El buen lector no se preocupa de colocar los libros al mismo nivel de aprecio y estimación de aquellas actividades con las que se divierten los adolescentes. Todo llegará, piensa, y si no, pues qué se le va a hacer.

    El buen lector no acaba de saber muy bien por qué lee, y mientras se le ocurre algo, sigue leyendo.

    El buen lector lee porque, aunque sabe que la lectura no le ofrece consuelo, sin embargo puede servir de espejo, y eso, piensa, ya es mucho. Ciertamente, se dice, es mucho encontrar en las páginas de los libros el reflejo de la experiencia de uno.

    El buen lector lee porque leer es comprender, y en un mundo tan complejo como este, la lectura es una inestimable ayuda.

    El buen lector no quiere ser reflejo de su sociedad y procura ser crítico, exigente, selectivo; quiere saber, tiene necesidad de saber, por eso no es un lector de anécdotas, sino de sentido.

    El buen lector sabe que en la ficción está la realidad, pues el artista miente en beneficio de la verdad, por eso hay que creerlo.

    El buen lector nunca se pregunta para qué sirve la literatura, para qué sirve la pintura, dar un paseo, oler la hierba o mirar las nubes.

    El buen lector sabe que la literatura no nos hace más felices, pero nos proporciona placer, aunque a veces sea un placer melancólico, masoquista, o puede que hasta perverso. ¡Qué le vamos a hacer —se dice—, si la gran literatura es triste, a veces desoladora, pero es que la tristeza forma parte del ser humano y todas las grandes historias son tristes!

    El buen lector sabe que su patria es su biblioteca.

    El buen lector quizás haya sido capaz de llegar hasta aquí, habrá hecho suyas alguna o algunas de las aseveraciones anteriores, y se dirá a sí mismo que podría seguir, cómplice, continuando lo hasta aquí expuesto.

¿Problemas con el libro?

    Ciertamente, es fácil imaginar los problemas que algunos torpes monjes tuvieron que tener en los primeros momentos de la llegada del libro a los monasterios. Por ello, no es de extrañar que se tuviera que crear la figura del monje ayuda de escritorio.


Horror vacui

El verano se ofrece en esa extraña dimensión en la que parece posible aquello que hace apenas un mes o dos se veía como inalcanzable.

Es fácil instalarse en estos días de calor en la lectura de textos aplazados a lo largo del invierno, libros que sigilosamente reposan en un rincón de la estantería. Si los miras de soslayo, es fácil imaginar su destino. Cuando parece que les ha llegado el momento, uno siente al escoger uno de ellos que traiciona al resto.  A veces, la elección obedece al simple capricho, otras, es la ansiedad la que te lleva a coger uno determinado. Es entonces, en esos momentos en los que el lector comienza su andadura en una de esas tardes en la que la siesta parece ceder a la lectura, cuando siente que la espera tiene un sentido. El aplazamiento no es casual, aunque tampoco obedece a leyes, o al menos así lo siente el lector.

Es el libro el que te ha hecho esperar a ti, te dices, no tú el que ha hecho esperar el libro.

En esa espera, cobra sentido el tiempo. El tiempo de la lectura, egoísta, no compartido con otras actividades inaplazables e imperiosas, absolutamente necesarias. El viejo enfrentamiento entre prisa y lentitud ahora desaparece, y casi todo da igual.

El libro empezado en esas horas sin tiempo de la siesta se prolonga en el silencio de la noche, cuando leer es soñar de la mano de otro. Leer en la cama es un extraño placer, como pasear a la caída de la tarde, escuchar a tus hijos hablar de futuro, ver llover o no hacer nada. El vacío.

En verano te conviertes en un vago que sólo se dedica a leer, me decía mi madre. Y era cierto. Lo que mi madre no sabía es que la palabra vago proviene del latín vacuus (vacío), y que yo, modestamente, me dedicaba a rellenar ese vacío.

Todavía lo sigo haciendo.

Feliz verano (leyendo).