Blogia
Leyendo a la sombra

Miscelánea

Una noticia de ahora (aunque a muchos no se lo parezca)

Esta es una de esas noticias cuya lectura no deja indiferente e incluso puede llegar a ser inquietante para algunos. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, ha dicho en varias ocasiones en la pasada campaña electoral que profesores y alumnos no deben tutearse, sino tratarse de usted, y que se debe recuperar la costumbre de que los alumnos se pongan de pie cuando al aula entre un profesor.

Como era de suponer, ya han surgido opiniones a favor y en contra, y ya hay quien ve en la propuesta del presidente francés el inicio de un rearme moral del que estamos realmente necesitados; otros, por el contrario, opinan que supeditar todo a lo meramente formal no conduce a ningún sitio. Los sectores conservadores parecen ver con buenos ojos la propuesta del francés, mientras que sectores progresistas sostienen que más bien parece una vuelta al pasado, un anacronismo impropio de la época que vivimos.

Una vez más, se pone en evidencia lo fácil que es incurrir en los tópicos. Parece como si el respeto fuera patrimonio exclusivo de la derecha, y la autoridad del profesor debiera hacerse evidente, marcar las distancias, se dice, colocar a cada uno en su sitio. De paso, no faltará quien aproveche para cargar una vez más contra el sistema educativo. Por otra parte, qué fácil es identificar posiciones progresistas con actitudes disolutas. En fin, lo de siempre. Ya vendrán después los matices, supongo.

Al leer esta noticia, he rememorado mis tiempos de internado. Época de pantalón con rodillera, zapatos “gorila”, cartera de cuero —aún no existían las mochilas—, dormitorios con literas, estudio vigilado y miedo. El miedo presidía las relaciones entre alumnos y profesores. Y castigos, estúpidos, arbitrarios —a veces sádicos— castigos que sólo tenían como fin en muchos casos, demasiados casos, humillar a los alumnos, dejar claro que allí no existían relaciones de poder, sólo existía el poder. Unos lo tenían y otros se sometían a él. No era posible discutir nada, sólo había una opinión, la del jerárquicamente superior. Los alumnos no podían expresar su punto de vista, simplemente acataban lo que los adultos decían, se les educaba en el sometimiento

En más de una ocasión me tocó aguantar la reprimenda del director del internado o de alguno de los cuidadores. Sabíamos que después de las voces y los gestos grotescos vendría el castigo. Ni siquiera nos atrevíamos a mirar a la cara a quienes nos acusaban, pues hacerlo podría ser entendido como un atrevimiento, como una muestra de osadía, que no iba a quedar impune.

Esta noticia me ha traído a la memoria aquella época, casi olvidada, que pasé en aquel internado de la calle El Sol, cuyas puertas traspasábamos cuatro veces al día. El colegio, distante apenas cuatrocientos metros, estaba en un edificio vetusto, con fachada de piedra y portada neogótica, sobre la que colgaba un rótulo con el nombre del lugar: Colegio Electrón. Allí pasábamos la mañana, hasta el mediodía, momento en que volvíamos a comer al internado, para regresar después al colegio para las clases de la tarde. Una vez que terminaban estas, otra vez de vuelta al internado; merendar, estudio vigilado, un rato de ocio, la cena, otro rato de estudio y a los dormitorios. Si había algún partido se nos permitía verlo como algo excepcional en un televisor en blanco y negro encaramado a una estantería en el fondo del estudio. Las más de las veces, ya en los dormitorios, alguno que había visto recientemente una película nos la contaba en voz baja. Auténticos narradores que susurraban lo visto a un complaciente auditorio que se adormecía en los pasajes más aburridos de la narración.

Una tarde, cuando regresábamos al internado, un avión dibujaba con su estela blanca una figura en el cielo. Al día siguiente, el profesor de “Política” nos dijo orgulloso que el avión había dibujado en el cielo el número 25. Nadie dijo nada. El profesor, señalando con su dedo la calle nos dijo: “¡25! ¡25 años de paz! ¡Es que no os enteráis de nada!”. En efecto, nada más cierto, no nos enterábamos de nada.

Tuvieron que pasar unos años para que empezara a enterarme de algo. Todavía sigo haciéndolo.

Esta mañana cuando he entrado en clase, he saludado a mis alumnos y les he explicado la poesía española de los años cincuenta. Hemos leído algunos poemas de Celaya y de José Hierro. En esos momentos sólo me interesaba que entendieran los textos, que fueran capaces de aproximarse al sentimiento de aquellos autores que escribieron esos poemas en aquellas difíciles circunstancias, que juntos nos alzáramos al plano superior de la comprensión y disfrute de la poesía. Nada más (¡y nada menos!).

Esto se acaba...

Fin de curso para 2º de Bachilerato.

Notas.

Alegrías.

Decepciones.

Frustraciones.

Las pruebas de acceso a la universidad a la vuelta de la esquina.

¡Cómo pasa el tiempo!

Un poco de diversión podrá compensar los duros momentos.

<object width=

El ojo que ves

El ojo que ves

   Entre los amasijos de hierro y cascotes se puede percibir aún el olor de los adioses. El polvillo blanco, que paulatinamente se va desvaneciendo en el aire, deja un sabor agrio, mezcla de cemento y goma quemada que desgasta las escasas palabras que se pronuncian sin eco. A lo lejos, tras las bandas de plástico amarillo, las miradas viscosas de los curiosos se enmohecen en segundos. Los charcos de agua oscura reflejan apenas en silencio la grisura del cielo sin pájaros del aeropuerto de Madrid. Los únicos ruidos que el paisaje emite son leves quejas de chasquidos metálicos y cristales astillados, como los últimos estertores de un gigantesco, mineral y doliente organismo, monstruo extenuado, que todavía agoniza en los entresijos del aparcamiento después de una batalla más allá de la línea de la vida, donde el horizonte sin sentido de la muerte adquiere la textura pastosa del dolor. Pero el sentido aflora, en primer término, en ese tótem de los nuevos tiempos sostenido con seguridad y convicción. Queda servido, así, el banal juego de los espejos.

París, 18 de mayo de 1883

Les reproduzco a continuación parte de una carta que el pensador y activista musulmán Yamaleddin al-Afgani, refugiado por aquel entonces en la capital francesa, envió al director del Journal des débats y que fue publicada en dicho periódico el 18 de mayo de 1883. La carta es una refutación de tópicos sobre el Islam y la ciencia difundidos entonces por Europa, así como una muestra de que otro Islam es posible si se ejercita el iytihad, el verdadero esfuerzo de interpretación libre de los textos sagrados fundamentales del Islam.

.

   [...] Ha hecho falta que la humanidad busque fuera de sí misma un refugio, un apacible lugar en que su conciencia atormentada pueda encontrar el reposo y ha sido entonces cuando ha surgido un educador cualquiera que no teniendo el poder necesario para obligar a seguir las inspiraciones de la razón, la abandona a lo desconocido, abriéndole los amplios horizontes en que la imaginación se complace y donde pude encontrar, si no la satisfacción completa de sus deseos, sí al menos un campo ilimitado para sus esperanzas. Y como en su origen la humanidad ignoraba las causas de los acontecimientos que acaecían frente a sus ojos y los secretos de las cosas, se vio obligada a seguir los consejos de sus preceptores y las órdenes que estos les daban. Esta obediencia le fue impuesta en nombre del Ser supremo, al que estos educadores atribuían todos los acontecimientos, sin permitir discutir sobre su utilidad o inconvenientes. Para el hombre es, sin duda, un yugo de lo más pesado y humillante, lo reconozco, pero no puede negarse que es gracias a esta educación religiosa, ya sea musulmana, cristiana o pagana, como todas las naciones han salido de la barbarie y han progresado hacia una civilización más avanzada.
   Si es verdad que la religión musulmana es un obstáculo para el desarrollo de las ciencias, ¿puede afirmarse que este obstáculo no desaparecerá algún día? ¿En qué se diferencia sobre este punto la religión musulmana respecto a las demás? Todas las religiones son intolerantes, cada una a su manera. La religión cristiana, quiero decir la sociedad que sigue sus inspiraciones y enseñanzas y que se ha formado a su imagen, ha salido del primer período al  que acabo de aludir. Y a partir de ahora, libre e independiente, parece avanzar rápidamente por la vía del progreso y de las ciencias, mientras que la musulmana no se ha liberado aún de la tutela de la religión. Pensando en todo que la religión cristiana ha precedido en varios siglos a la musulmana en el mundo, no puedo dejar de esperar que la sociedad mahometana llegue un día a quebrar sus lazos y a avanzar resueltamente por la vía de la civilización, a imagen de la sociedad occidental para la que la fe cristiana, a pesar de sus rigores e intolerancia, no ha supuesto ningún obstáculo invencible. Abogo aquí [...] ante el Sr. Renan no por la causa de la religión musulmana, sino por la de varios cientos de millones de hombres que estarían así condenados a vivir en la barbarie la ignorancia.
   En verdad, la religión musulmana ha intentado ahogar la ciencia y frenar sus propósitos. Ha conseguido así detener al movimiento intelectual o filosófico y desviar a los espíritus de la investigación sobre la verdad científica. Si no me equivoco, pareja tentativa llevó a cabo la religión cristiana y los venerados patriarcas de la Iglesia católica, que yo sepa, no han dado su brazo a torcer. Continúan luchando enérgicamente contra lo que llaman el espíritu del vértigo y del error. Conozco todas las dificultadas que los musulmanes tendrán que superar para alcanzar el mismo grado de civilización, estándoles prohibido el acceso a la verdad a la que conducen los procedimientos filosóficos y científicos. Un auténtico creyente debe, en efecto, desviarse de los estudios cuyo objeto es la verdad científica de la que toda verdad debe depender, según opinión aceptada al menos por algunos en Europa. Uncido como un buey al carro, al dogma del que es esclavo, debe andar eternamente por el mismo surco que ha sido trazado con anterioridad por los intérpre­tes de la ley. Convencido, además, de que la religión encierra en sí misma toda la moral y todas las ciencias, se aferra a ella resueltamente y no hace el menor esfuerzo para ir más allá. ¿Para qué agotarse en vanas tentativas? ¿De qué le serviría buscar la verdad si cree poseerla por entero? ¿Sería más feliz el día que hubiera per­dido su fe, el día en que hubiera dejado de creer que toda perfección está en la religión que practica y no en otra? Por eso desprecia la ciencia. Sé de eso, pero sé igualmente que este niño musulmán y árabe, del que el Sr. Renan nos pinta un vigoroso retrato y que a una edad más avanzada se convierte en un «fanático imbuido del estúpido orgullo de poseer lo que cree ser la verdad absoluta», pertenece a una raza que ha dejado huellas de su paso por el mundo. Y no sólo huellas de sangre y fuego, sino de obras brillantes y fecundas que dan tes­timonio de su gusto por la ciencia, por todas las ciencias, incluida la filosofía con la que, debo reconocerlo, su matrimonio no ha dura­do mucho tiempo.

   [...] Sin embargo, es legítimo preguntarse cómo la civilización árabe, tras haber repartido tan viva luz por el mundo, se apagó de golpe: cómo la llama no ha vuelto a encenderse después y por qué el mundo árabe permanece envuelto en profundas tinieblas.

   En este punto se manifiesta totalmente la responsabilidad de la religión musulmana. Está claro que allá donde se estableció, esta religión quiso ahogar a las ciencias, empeño en el que sir­vió extraordinariamente el despotismo. Al-Siuli narra que el califa Al-Hadi ejecutó en Bagdad a cinco mil filósofos para extirpar las ciencias has­ta la raíz en los países musulmanes. Aun admi­tiendo que este historiador haya exagerado el número de víctimas, de lo que no cabe duda es que esta persecución tuvo lugar y supone una mancha sangrienta para la historia de una reli­gión como para la historia de un pueblo. Podría encontrar en el pasado de la religión cristiana hechos análogos. Las religiones, se designen como se designen, se parecen todas. Ningún entendimiento ni reconciliación son posibles entre estas religiones y la filosofía. La religión impone al hombre su fe y creencia, mientras que la filosofía lo libera totalmente o en parte. ¿Cómo pretender entonces que se entiendan entre sí? Cuando la religión cristiana, bajo sus formas más modestas y atractivas, entró en Ate­nas y en Alejandría, que eran, como todo el mundo sabe, los dos principales centros de la ciencia y la filosofía, su primer empeño fue, des­pués de establecerse sólidamente en las dos ciudades, apartar tanto a la ciencia propiamente dicha como a la filosofía, buscando ahogarlas bajo el matorral de las discusiones teológicas, para explicar los inexplicables misterios de la Trinidad, de la Encarnación y la Transubstanciación. Y así ocurrirá siempre. Cada vez que sea la religión la que gane la partida, eliminará a la filosofía. Y sucede lo contrario cuando es la filo­sofía la que se convierte en soberana. En tanto exista la humanidad, no cesará la contienda entre el dogma y el libre examen, entre la religión y la filosofía, en una encarnizada lucha en la  que —me temo— el triunfo no será para el libre pensamiento, porque la razón desagrada a las masas y porque sus enseñanzas no son comprendidas más que por ciertas inteligencias de las  elites, a la vez que la ciencia, por hermosa que sea, no satisfará por entero a una humanidad sedienta de un ideal y a la que le gusta refugiarse en las oscuras y leja­nas regiones que los filósofos y los sabios no pue­den percibir ni explorar.

No por ello

El lector a la sombra declara formalmente que no tiene miedo a la libertad,

que lo que de verdad le da miedo es la intolerancia,

el cerrilismo,

la incomprensión,

la censura,

los profetas y mesías que por el mundo andan sueltos, sean del signo que sean,

los conversos fanáticos,

los intransigentes,

los intolerantes,

los que hacen de la ira un modo de ¿vida?

Este humilde lector cree, o al menos cree saber, que el que se convierte en una bestia deja de vivir como un hombre,

que el que teme es un esclavo de su propio temor,

que la verdadera desgracia no es sufrir injusticias, sino cometerlas,

que la auténtica libertad es someterse a las leyes de la razón.

Este lector defiende la alegría, propia y ajena,

sabe que hay que cuidarse de los que dicen poseer la verdad en exclusiva,

porque la verdad nunca es pura y raramente sencilla,

porque todos nacemos sinceros y morimos mentirosos.

Este lector no pretende saber aquello que muchos ignorantes consideran seguro e indiscutible, Dios sabrá disculparle su agnosticismo.

Este lector está convencido del poder de la cultura

para hacernos más fuertes,

mejores,

tolerantes,

compasivos.

En fin, este lector que afirma que el odio es una venda que ciega,

que el odio es la cólera de los débiles,

por mucho que se esfuerce,

se siente,

hoy por hoy,

incapaz de comprender que esto

haya derivado en esto.

Pero no por ello

renuncia a intentar entender el mundo

y a los demás;

renuncia a contribuir con la educación de sus alumnos

a que sean personas fáciles de gobernar,

pero imposibles de esclavizar,

porque el conocimiento es la fuerza de los débiles,

y algo que los poderosos temen.

Shoah, película de Claude Lanzmann (o sobre la dificultad de la representación del Holocasusto)

Shoah, película de Claude Lanzmann (o sobre la dificultad de la representación del Holocasusto)

Generalmente se sostiene que la representación de un objeto nada nuevo añade al mismo, si bien su contemplación puede producir alteraciones o cambios en el espectador. En este sentido, dada la extremadamente difícil relación entre forma y contenido en un hecho de semejante magnitud como fue el exterminio de seis millones de personas debido a su condición de judíos, se ha cuestionado en muchas ocasiones la representación artística del Holocausto.Afirmaba Eli Wiesel, uno de los supervivientes, que la enormidad de la empresa asesina perpetrada por los nazis había privado a la historia de palabras para describirla. En esta ausencia de palabras podríamos encontrar una de las primeras claves de esa enormidad: el exterminio fue de tal magnitud que los verdugos sabían que nadie que lograra sobrevivir iba a ser creído, y lo que no se nombra no existe. Eso explicaría la resistencia a la verbalización de la experiencia sufrida por muchos de los supervivientes: carecían de palabras para nombrar lo que era imposible nombrar.Surge entonces el problema de cómo representar esa imagen del campo de concentración, del horror absoluto, cómo testimoniarla, cómo hacerla visible, cómo hacer corresponder el acontecimiento histórico y su expresión. En definitiva, ¿es posible representar artísticamente aquel horror sin traicionarlo, sin convertirlo en un simple hecho estético? Y, en caso de que ello sea posible, ¿las obras artísticas cuyo tema sea el Holocausto, qué exigencias formales han de cumplir?

Hemos visto y conocemos sobradamente manifestaciones artísticas, tanto cinematográficas como literarias, que tienen como referente el exterminio, es decir, que han hecho de la barbarie y la muerte del campo de concentración su tema. Incluso los autores de muchas de esos textos, sobre todo aquellos de carácter literario y memorial, han sido los propios protagonistas, los supervivientes, los que han hecho de la memoria el objeto de su propia permanencia entre nosotros después de los terribles acontecimientos a los que sobrevivieron (Primo Levi, Jean Améry, Robert Antelme, Roman Frister, Imre Kertész, etc.).Pero la expresión audiovisual es más compleja en este sentido que la literaria. El cine y la televisión pertenecen a la industria de la cultura de masas, en expresión de Umberto Eco, y esta pertenencia anula su legitimidad para representar el Holocausto, pues la mercantilización de la cultura es sinónimo de canalización y desmemoria ya que esa mercantilización convierte todo sentido real de historia y memoria en espectáculo y entretenimiento. Así, las series de televisión o las películas de la industria de Hollywood estarían imposibilitadas para asumir las tareas de esclarecimiento, educación o concienciación asociadas a la transmisión de la memoria del Holocausto. En definitiva, existiría una incompatibilidad elemental entre la comprensión racional, cognitiva de la historia y las representaciones emocionales o melodramáticas que ofrecen el cine y la televisión comerciales. De aquí se deriva la preocupación respecto a la “verdad” que ofrecen la televisión y el cine, ya que con demasiada frecuencia desdibujan peligrosamente la línea divisoria entre ficción y realidad. La crítica de Elie Wiesel a la famosa serie televisiva Holocausto se inserta en estos parámetros. En un artículo en el New York Times titulado La trivialización de la memoria: mitad hecho, mitad ficción, afirmaba lo siguiente:

“Me espanta la idea de que un día el Holocausto será medido y juzgado a partir de la serie de la NBC que lleva su nombre. El Holocausto debe ser recordado pero no como serie de televisión.”

Lo que le preocupaba a Wiesel es que el acontecimiento histórico sería eclipsado e incluso sustituido por su representación fílmica, por una simulación. No olvidemos que la televisión “fabrica” realidades, y lo que no sale en ella simplemente no existe. La misma crítica podríamos hacerla extensible a la famosa película La lista de Schindler.

Parece entonces que las únicas imágenes posibles que cabe admitir para la expresión del Holocausto serían las de archivo, pues a estas no se les puede negar su capacidad de documento histórico no ficcional dado, en un principio, su fuerte carácter referencial. No obstante, también existen reservas respecto al uso de dichas imágenes en las producciones audiovisuales sobre el exterminio de los judíos, y sobre ello se han hecho varias consideraciones:

a) Las imágenes históricas documentales que existen sobre el Holocausto (selecciones en andenes, guetos, campos de concentración) fueron en su gran mayoría realizadas por los SS, y aunque sean empleadas en contextos de producción y recepción diferentes, siguen inevitablemente proyectando la imagen distorsionada que los nazis querían dar de sus víctimas. Esto no solamente es un problema para el cine documental, sino también lo ha sido para el cine de ficción, ya sea porque éste ha incorporado imágenes de archivo (como en la serie Holocausto) o porque ha recreado estas imágenes con actores (como es el caso de La decisión de Sofía o La Lista de Schindler).

b) Las imágenes de la liberación de los campos se convirtieron equivocadamente en iconos del Holocausto,  pero fueron grabadas por los aliados en los campos occidentales (Bergen Belsen, Dachau, Buchenwald, etc.) y no en aquellos en los que tuvo lugar exterminio, los campos del este. Por ello no deberían ser empleadas para representar el Holocausto.

c) El horror de las imágenes de los campos liberados, mostrado con esa crudeza realista produce un efecto de irrealidad y bloquea la capacidad de conocimiento del espectador.

d) Esta misma crudeza de las imágenes desposee a las víctimas de la dignidad debida, y ofrece la imagen deshumanizada de reducción a meros cuerpos en que los nazis los convirtieron.

¿Es posible, entonces, un cine sobre el Holocausto, sobre el mal absoluto, como lo definió Claudio Magris (DACHAU, 1942 ¿El mal absoluto? En esa carta. Diario El País, 15/3/2003)? ¿Es posible, en definitiva, superar la aporía de Auschwitz? Tal vez encontremos en Shoah, la monumental película del francés Claude Lanzmann, las respuestas.

Shoah (1985) es la respuesta cinematográfica al problema de la representación del Holocausto, una reconstrucción de la ignominia sin caer en lo mórbido. Lanzmann empezó a construir su película desde la nada, con el único objetivo de descubrir qué sucedió en el interior de la cámara de gas mediante un método que no se basa en la reconstrucción, como hace Spielberg, sino en la encarnación mediante la memoria. Empezó a trabajar en la película en 1974 y la finalizó en 1985. El material sumaba 350 horas y el montaje le ocupó unos cinco años. La versión definitiva de más de nueve horas se estrena en el festival de Cannes en 1985, y desde entonces ha estado en permanente circulación por el mundo.

Lanzmann considera a los supervivientes del Holocausto como “revenants”, los que regresan, seres que han traspasado el umbral de la muerte y que después de vagar por el mundo como zombis deciden dar su testimonio. El director no ha querido actores ni escenarios artificiales de campos o guetos ni imágenes históricas, sólo supervivientes y lugares tal y como se conservan en la actualidad. La película es un alegato contra el olvido, pues, ¿acaso el Holocausto no fue la negación de una identidad?, ¿no fue el exterminio industrial de un pueblo? Contra ese olvido se erige esta película en la que no hay un solo llanto infantil pero se escucha llorar a los niños, en la que todo el poder de la narración se deposita en los hombres y mujeres que hablan, que testimonian, y en su propio testimonio. El director visita los lugares e insta a los supervivientes a que los visiten, bien con la memoria, bien realmente. La película se convierte así en la construcción de la memoria y de la verdad.

Shoah se proyectó por primera vez en España en un cine de Madrid en 1987 durante dos días. El primer día unos revisionistas camisas marrones plantaron delante del cine un tenderete con libros que negaban el Holocausto. Al día siguiente un aviso de bomba impidió la proyección. Televisión española pasó la película a las dos de la madrugada en cuatro sesiones repartidas en cuatro semanas.

Hace dos años conseguí la edición en DVD de esta monumental obra de arte (4 discos en versión original con subtítulos en español). La vi en aquella ocasión y la he vuelto a ver estas pasadas Navidades, pero, a diferencia de aquel primer visionado, ahora la he visto de un tirón, con las pausas necesarias e inevitables de orden alimenticio o fisiológico. Ha sido realmente una experiencia sobrecogedora. Dudé antes de sentarme delante del televisor, dudé de mi capacidad para asimilar un mensaje tan complejo de forma continuada, dudé de mi capacidad de aguante, pensé que terminaría abominando de la película, pero cuando flaqueaba pensaba en que Lanzmann afirmaba que la película no es segmentable, como tampoco lo es un pensamiento. Fue realmente una experiencia extenuante y sobrecogedora.

En el año 2003 se publicó en España el texto íntegro de la película, que se incluye en la edición en DVD francesa.

.
SHOAH. Un film de Claude Lanzmann.

9h 10mn. Versión original en francés. Subtítulos en francés, inglés, español y alemán. Formato de imagen 4/3. Les Films Aleph.

 

 

Tarde de teatro

Tarde de teatro

En ocasiones los archipiélagos de la realidad se disuelven en incertidumbre y es necesario replantearse la reconstrucción de lo vivido. La memoria nos trae al presente el pasado, que se clarifica al hilo de los recuerdos; pero a veces ocurre que esos recuerdos son decepcionantes y amargos y no aportan la felicidad, aunque es cierto que traen el conocimiento. Somos lo que fuimos, y recordar es conocer.

Tal vez la lucidez sólo añade dolor, y nos hace ver que nada cambia ni va a mejor. Algunos encontronazos con la realidad son insoportables, pero necesarios. Y nos olvidamos de lo que el físico alemán Werner Heisenberg llamó el principio de indeterminación: la presencia del observador altera los datos del fenómeno observado. De ello podemos deducir que tantos espectadores, tantas visiones de la realidad. Somos sujetos, e imponemos la subjetividad.

El pasado jueves fui al teatro. Fui esta vez por referencias: unas compañeras me habían hablado de esta obra como algo realmente bueno, de esas obras que “no te debes perder”. Lo cierto es que me decidí a ir, y allí que nos plantamos (Teatro Reina Victoria, Carrera de San Jerónimo 24, Madrid).

Madrid estaba insoportablemente vulgar, las aceras llenas de gente, los comercios atiborrados, las luces de Navidad coloreaban las caras de los viandantes que iban de comercio en comercio siendo fieles a la liturgia del consumo que por estas fechas convierte a esta ciudad en un extraño mercado. Las calles —el teatro está en el centro, a unos metros de las Cortes— han perdido toda referencia cultural para quien las pisa. La ciudad se hace anónima y por unos momentos absurda. Los valleinclanescos espejos del callejón del gato protegidos por vidrios de seguridad, la galdosiana taberna La Fontana de Oro es ahora un pub inglés donde se tiran cañas de cerveza negra y se dan los partidos de la liga inglesa... Max Estrella acabaría hoy en cualquier “museo del jamón” o refugiándose en la antigua pastelería de la calle del Pozo (el mejor hojaldre de Madrid), que se conserva prácticamente igual a como la conoció don Benito.

 Estas calles que recorren los que homenajean a Valle-Inclán ahora están imposibles.

El teatro estaba completo. Buen síntoma. Había venido, como dije, por referencias. La obra se había estrenado en el Bellas Artes y ahora ha vuelto a Madrid. Ha sido un éxito rotundo de público, lo cual es decir mucho en los tiempos que corren para el teatro, y sigue llenando todavía. El público heterogéneo, gente joven y no tan joven; no es ese público incondicional que llenaba los estrenos de Buero. La obra, según reza el programa de mano, está escrita por el Actor, la Actriz y el Director, algo bastante inusual.

Pero cuando se apagan las luces y se encienden las candilejas la magia del teatro se adueña del escenario y del espectador. El Actor y la Actriz, complacientes, van ganando terreno, imponiendo su presencia hasta dotar de sentido al escenario. El texto, imperceptiblemente, va cautivando al espectador, que se deja llevar por el discurso. La puesta en escena se convierte en un pretexto para el texto, inteligente, polisémico, lleno de matices. Y el patio de butacas, el teatro todo, va creciendo con la obra. Un espectáculo brillante, conmovedor, pero, sobre todo, inteligente, de esos que hacen público, que levantan el listón. El espectáculo no acaba cuando las luces y los aplausos  se apagan. El texto sigue bullendo en la mente, en la conversación, la evocación, entonces el espectador comprende que ha asistido, cómplice, a un acto de la inteligencia y la sensibilidad, que la obra tiene sentido porque él se lo da, pero a la vez percibe la existencia de otros sentidos. El texto refleja una visión del mundo, filtrada por la visión de los autores, y el espectador se acerca o cree acercarse a esa visión, o tal vez crea y recrea la suya propia a partir de la que el texto ofrece.

Si convenimos que el mensaje literario no tiene una finalidad práctica inmediata, que su naturaleza es estética, y se destina a producir un placer espiritual desinteresado y a la vez tiene una relación con el conocimiento, el espectador de esta obra de teatro entenderá perfectamente que la literatura es la creación de una obra de arte mediante la palabra, y que si todos leyésemos más, viésemos obras como estas y las comentásemos con nuestros amigos, familias..., el mundo sería distinto.

Merecía la pena, realmente. Toda una experiencia.

..

Hoy: El diario de Adán y Eva, de Mark Twain. Escrita por Miguel Ángel Solá, Blanca Oteyza y Manuel González Gil.

Premios y literatura: ¿es la calidad compatible con el mercado?

La dimisión del novelista Juan Marsé del jurado de Premio Planeta (ganador en 1978 con La muchacha de las bragas de oro) me lleva a reflexionar brevemente sobre el montaje que los premios literarios han ido adquiriendo en España y la influencia de estos en el panorama de la literatura española actual.

Se trata, para entrar directamente en materia y no andar dando rodeos innecesarios, de una cuestión puramente comercial, lo que viene a decirnos que son premios abiertos a la manipulación para asegurar la comercialización de la obra premiada. Sumida esta premisa, creo que podemos convenir que casi todos los premios literarios, al menos aquellos de mayor dotación económica, están más o menos amañados previamente a la concesión. Esto entra dentro de la lógica de las cosas, pues al fin y al cabo estamos hablando de comercio puro y duro, y el producto más rentable es aquel que más se vende, independientemente de otros considerandos. Y la dinámica comercial no iba a ser ajena a esta modalidad literaria de los premios, y si no, piénsese en la cuantía de los premios en el caso del Planeta: 601.000 euros para el ganador y 150.250 euros para el finalista (lo cual choca con las declaraciones hechas el día antes por algunos miembros del jurado) o en el Torrevieja de novela: 360.000, ganado en la última edición por el ínclito César Vidal.

Posiblemente esta curiosa y escandalosa situación tenga su origen en aquellos años de la posguerra cuando era necesario revitalizar la literatura, especialmente la novela, y a ellos se aplicaron editoriales como Destino con el premio Nadal, de tanta importancia en aquellos años, que ayudó ciertamente a dar a conocer al gran público a autores que de otra manera prácticamente hubieran permanecido en el anonimato, tal es el caso de Nada de Carmen Laforet, ganadora en 1944 de la primera convocatoria. Ahí es donde entran editores buen conocedores del mercado, como es el caso de Lara, que creó en 1952 el premio Planeta, que ya desde entonces fue el mejor dotado económicamente y por ende el más proclive a lo comercial. Después vendrían otros como el Biblioteca Breve, o el Herralde.

Todo lo anterior me lleva a pensar que estamos concibiendo el libro como un producto comercial más, y en las reglas del comercio se juega sobre seguro, nadie apuesta por aquello que cree que tendrá una mala salida, es decir: una mala venta. Y esto, en el caso de la novela, viene a decir que los premios están consagrando el eminente carácter comercial de las lecturas que el mercado demandará siguiendo las leyes propias del mismo. Aquí no valen más apuestas que las de vender y vender el mayor número de ejemplares, es decir, ser complaciente con los gustos del público. Esto nos llevaría a una cuestión colateral pero no menos importante: ¿quién impone esos gustos: las editoriales (el mercado) o el público (el consumidor).

En fin, la fórmula parece que se va imponiendo y los lectores y los medios de comunicación contribuyen con su apoyo al triunfo de la misma. El sistema es perfecto y perverso: sólo importan las ventas, y todo lo demás está al servicio de la industria editorial: ediciones, promociones, ruedas de prensa, etc.

Tengo delante un ejemplar de la novela citada con la que Juan Marsé ganó el Planeta en noviembre de 1978 (en diciembre se aprobaría la Constitución), dotado entonces con cuatro millones de pesetas. En la portada se anuncia: 1ª edición, 110.000 ejemplares. Dentro del libro hay un recorte del diario ABC, del domingo 26 de noviembre de aquel año. Es una entrevista en la que se dice que el crítico Rafael Conte ha calificado la novela de Marsé como una de las peores del escritor y se le define como un espíritu independiente que no se casa con nadie. El hasta entonces enfant terrible de la narrativa española afirma que no cree ni en los premios ni en las políticas editoriales.

Encontrar ahora a Juan Marsé saliéndose airosamente del sistema que ya criticaba hace años, pero que parece que lo absorbió sin mayores problemas no deja de ser cuando menos curioso, pero sea bienvenido el francotirador novelista si ello nos supone a los lectores una excelente novela, mejor que la publicada recientemente.

Una última referencia, para ir terminando, a los únicos premios que en este desolador panorama editorial me merecen cierta consideración: el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Literatura. Ambos se conceden al mejor libro publicado en el año, el primero lo otorgan la Asociación de Críticos Españoles y el segundo la Dirección General del Libro, dependiente del Ministerio de Cultura. El de la crítica no tiene dotación económica alguna y el Nacional creo que tiene una dotación de unos 15.000 euros. Ambos premios se sitúan en la línea de los grandes premios europeos, como el Goncourt francés.

Si les soy franco, leo sistemáticamente, salvo alguna excepción las novelas galardonadas con el Premio de la Crítica, con el Nacional de narrativa y con el Herralde. Siempre han sido lecturas gratificantes, de esas que a uno le animan a seguir leyendo y a conocer más obras del novelista ganador. Lo demás, ustedes no sé, pero para mí: humo. Y el humo, ya saben, se lo lleva el viento. Y si no, díganme: ¿qué aporta realmente a la novela española el señor César Vidal?, ¿será este un autor que merezca estar al lado de otros?, y aquí podría citar a autores como Luis Mateo Díez, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Muñoz Molina, y un largo etcétera. Eso sí: seguro que venderá muchos ejemplares de la novela ganadora, de cuyo nombre ni me acuerdo en este momento, y disculpen el quiebro cervantino, pero es la verdad.

Respecto a la pregunta del título, si la calidad es compatible con el mercado, ustedes me dirán, pero me temo que en el caso de la novela, no.