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Leyendo a la sombra

Vivir es algo más que respirar. Y morir tiene que ser algo más que dejar de respirar, supongo.

<i>Vivir es algo más que respirar. Y morir tiene que ser algo más que dejar de respirar, supongo.</i>

Los amigos. Kazumi Yumoto.

Traducc. De José Pazó Espinoa.

Noctura Ediciones. 210 pág. 14,90€

 

 

   Nocturna Ediciones ha publicado este año Los amigos,  la primera novela de la escritora japonesa Kazumi Yumoto. El texto se editó originalmente en 1992 y obtuvo varios premios internacionales y muy pronto fue traducida a varios idiomas. Yumoto (Tokio, 1959) pertenece a esa generación de nuevas escritoras que están empezando a ser conocidas por el lector en lengua española, como es el caso de Hiromi Kawakani; conocimiento lento, pues la figura de Murakami parece eclipsar para el lector español a los demás autores japoneses actuales.

   La novela narra una historia bastante simple: tres niños –Kiyama, Kawabe y Yasamitha– de unos doce o trece años, un día, al fallecer la abuela de uno de ellos, se plantean ver la muerte de cerca, ya que nunca han visto morir a nadie. La idea que alumbra su curiosidad es espiar durante las vacaciones de verano a un viejo que vive solo, en una pequeña casa con jardín, y al que consideran, dada su avanzada edad, candidato próximo a la muerte. Eso creen que les permitirá ver de cerca el suceso que tanto desean conocer: la muerte del anciano.

   Pero con lo que no cuentan es con que ese sentimiento de morbosidad dará un giro inesperado cuando se hacen amigos del viejo. Esa amistad les llevará a conocer no la muerte, sino circunstancias de la vida, esos avatares de la existencia como la amistad, la soledad, la vejez, la pérdida… En fin, los meandros inescrutables de la existencia. Así, la novela se convierte en una delicada historia de iniciación y aprendizaje, y el lector asiste a la transformación de los tres muchachos en ese verano en el que empiezan a abandonar el territorio de la infancia para comenzar a adentrarse en el de la pubertad. Ya nada será igual desde ese verano.

   La historia la refiere en primera persona uno de los niños, Kiyama, que cuenta en la novela el inicio de su vocación como escritor. Con una prosa limpia que mezcla pasajes cómicos con otros realmente duros, como la experiencia que el viejo cuenta que tuvo en la II Guerra Mundial, la autora nos lleva al mundo de la infancia, de la pérdida de la inocencia, a la indagación sobre la muerte de unos niños que ya nunca lo serán.

   Es fácil para el lector sentirse próximo a esos chicos,  y de alguna manera hacer suya la reflexión que lleva implícita la novela: hay un momento en la vida en que percibes que se ha producido una fractura, una falla. Tal vez en ese momento no seas capaz de verlo en toda su dimensión, pero el tiempo te trae después la visión y el reconocimiento. Ya eres distinto, y eso puede producir una cierta zozobra.

   No importa, dejemos que lo que tenga que cambiar cambie. No nos aferremos inútilmente a aquello que nos impide ser diferentes, dejemos que las cosas sucedan y seamos partícipes y espectadores de esos cambios... Unas barreras caen para dar paso a otras que también caerán…


El mar secreto

 

Me pareció cuando entré que la uci de neonatos estaba muy iluminada. Eso me extrañó.

Cinco minutos, dijo la enfermera. Cinco minutos, ¿qué voy a hacer aquí cinco minutos? Estaba de pie frente a una incubadora, dentro de una bata desechable de color verde, mirando a un bebé de apenas un mes que dormitaba sedado. Seguí con la mirada el manojo de cables que le brotaban del pecho hasta unos pequeños monitores con gráficos y cifras cambiantes. Me conmovió la respiración agitada, su pecho subía y bajaba como si hubiera hecho un gran esfuerzo. Le miré los pies y las manos, cerradas, con unas uñas muy pequeñas, casi transparentes. Miré alrededor. Apenas había alguna incubadora vacía, tal vez dos o tres. Las demás tenían al lado monitores con gráficos y números. En algunas de ellas una madre o un padre, supuse, miraban en silencio a su bebé. Solo se oía un leve zumbido y tenues e intermitentes pitidos provenientes de alguno de aquellos aparatos eléctricos.

No recuerdo bien por qué, pero el caso es que hace veintitantos años una tarde de invierno estoy delante de una incubadora en la UCI de neonatos de un hospital, y apenas puedo mirar al bebé, un niño con unos pocos días, no recuerdo cuántos. Antes de entrar ya sabía que el bebé moriría, su pequeño corazón; su futuro, pensaba, limitaba irremediablemente con esa incubadora. Tenía ganas de salir de allí, pero no quería ver a los padres del bebé, con los que había estado en una sala adyacente unos minutos antes. Pensaba qué cara poner, qué decir, a dónde mirar. Salí antes de que se cumpliera el plazo de la enfermera.

Estos recuerdos han venido en oleadas con la lectura de la novela El nadador en el Mar Secreto, del estadounidense William Kotzwinkle. El libro se publicó en Estados Unidos en 1975, ganó algún premio prestigioso y cayó en el olvido. Hasta que en 2012 el libro aparece citado en la última novela de Ian McEwan, y a partir de ahí ha empezado a tener una nueva vida que lo ha llevado hasta la edición en España, en una traducción de Enrique de Hériz, de la editorial barcelonesa Navona.

William Kotzwinkle (Scranton, Pensilvania, 1938) es escritor de novelas fantásticas y libros infantiles, y autor de la versión en novela de la película E.T. El nadador en el Mar Secreto surge como un acto de desesperación a raíz de la muerte de su primer hijo en 1975, al que vio nacer muerto en el paritorio. Después de la autopsia, Kotzwinkle cogió el cuerpo de su hijo, lo metió en una caja y lo llevó en un trineo al lugar en el que lo enterró. Después, se encerró a escribir esta novela corta, apenas 90 páginas en la edición española.

La novela se inicia la noche en que Diane le dice a Laski, su marido, que acaba de romper aguas, y este arranca su vieja camioneta para dirigirse al hospital. Viven en el bosque, rodeados de árboles y nieve y se ponen en marcha por carreteras nevadas y heladas, ejecutando con precisión los gestos ya pensados previamente que los llevarían esa noche a través de cincuenta quilómetros de carreteras solitarias hasta el hospital donde nacería su hijo.

A partir de ese momento el lector se adentra en el texto de la mano de un narrador omnisciente que de una manera extrañamente contenida, minimalista, nos va contando cómo estos dos seres inician un ilusionado viaje hacia la vida, pero desconocen que la desgarradora muerte les espera en ese hospital. Ya no serán nunca los mismos, pues la pérdida siempre permanece ahí, agazapada para siempre, en el mar secreto, ese mar secreto que se ha llevado a su hijo a su abismo. Ese mar, que era el de la inocencia, el de la felicidad deseada, termina siendo el del dolor y el de la muerte.

Ahora vuelvo a recordar aquella incubadora. Aquel niño también era un nadador en su mar secreto. Allí se hundió para siempre en el recuerdo. Me pregunto si alguien más lo recordará.


William Kotzwinkle, El nadador en el Mar Secreto

Edit. Navona. Barcelona 2014. 90 páginas. 11,50 €

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Julieta Venegas, Debajo de mi lengua

 

Debajo de mi lengua se esconden las palabras

que revelan todo de mí.

Te podrían decir de mis inseguridades,

lo pequeña que me llego a sentir.

Pero hago todo por detenerlo,

es muy pronto para decir.

Todo lo que quiero se me escapa de las manos,

eso es lo que no quería admitir.

Todo lo que quiero se me escapa de las manos,

y no sé manejar lo que empiezo a sentir.

Debajo de mi lengua se esconderán mis miedos

a todo lo que no sé de ti.

Palabras peligrosas y estacas que intentan

todo quieren definir.

Pero hago todo por detenerlas. Es muy pronto

para decir

que todo lo que quiero se mes escapa de las manos.

Eso es lo que no quería admitir.

Que todo lo que quiero se me escapa de las manos

y no sé manejarlo todo. Lo que quiero se me

escapa de las manos.

Eso es lo que no quería admitir.

Todo lo que quiero se me escapa de las manos

y no sé manejar lo que empiezo a sentir.

La visita del inspector

   A últimos de abril, o tal vez en los primeros días de mayo, empezaba a ser consciente de que el final del curso se acercaba y con él llegaban las vacaciones  de verano. Esa sensación se acrecentaba y convertía en algo sólido con la visita del inspector a las escuelas del pueblo, el buen tiempo, los días soleados y los atardeceres limpios.

   En aquellos años, mitad de los sesenta, el inspector, o el Señor Inspector del Ministerio de Educación, como lo llamaban los maestros, venía de Madrid y visitaba durante un día las escuelas de los niños y luego las de las niñas. Recuerdo que vestía siempre un traje de color claro y portaba una cartera de piel marrón cuyo contenido nunca llegamos a ver. Era un hombre serio, solemne, cuya sola presencia nos imponía a los alumnos un miedo reverencial.

   Unos días antes de su llegada, los maestros nos advertían seriamente de la misma, y nos instaban a ir limpios y portarnos bien, a ver qué va a pensar el señor inspector si os portáis mal, nos decían. De alguna manera los alumnos intuíamos que los maestros también hablaban para sí, pues el día que el inspector aparecía ninguno se ponía el guardapolvos gris y también ellos vestían chaqueta.

   La visita a las clases consistía en una charla con el maestro y un recorrido por la clase mirando los libros y cuadernos abiertos sobre los pupitres y haciendo alguna breve pregunta a algún alumno, que respondía de pie lo mejor que podía ante la mirada del maestro y las de los demás alumnos, un poco asustados los más y algo envidiosos unos pocos. Siempre pensé que en aquella visita podía ocurrir cualquier cosa, pero nunca sucedió nada, y año tras años, invariablemente, se repetían los mismos gestos, las mismas palabras, y esa sensación de temor a que pasara algo que jamás pasó.

   Por aquellos años del sesenta y tantos, mi padre era uno de esos maestros en aquel pueblo de Toledo. No sé por qué extraños designios, el inspector aparecía en casa con mi padre a la hora de la comida y comíamos todos juntos. No lo hacíamos en la cocina, como sucedía a diario, sino en el comedor, y mi madre se esmeraba no solo en poner mantel, platos y cubiertos adecuados a la ocasión, sino también en la comida. Aquel día era especial, pues el inspector comía en casa. Mi hermana y yo no abríamos la boca salvo para comer, y nos convertíamos en espectadores de la conversación de mi padre con el inspector. Mi madre apenas hablaba y toda su atención se depositaba en la comida y la mesa.

   No recuerdo cuántas veces cominos con aquel inspector que cada año aparecía por el pueblo a llevar a cabo su labor. Pero sí que mi padre y él llegaron a trabar cierta amistad, que se revelaba en el trato y en una felicitación por Navidad que llegaba desde Madrid puntualmente. De él recuerdo perfectamente cómo se llamaba: José Ramón Fernández Oxea, y recuerdo que en una de esas visitas le regaló a mi padre un libro sobre los dichos y refranes de la provincia de Toledo que había publicado. Esto me impresionó vivamente, pues nunca había conocido personalmente a nadie que hubiera escrito un libro. Mi padre lo respetaba profundamente y nunca oí de su boca nada negativo o crítico sobre su persona.


   Pasaron los años y aquel inspector fue sustituido por otros que ya no comían en mi casa y me fui olvidando de aquel hombre del que en muy pocas ocasiones hablé con mi padre.

   Recientemente, por esos avatares de la vida, me he vuelto a encontrar con él en internet. Y he descubierto algo de lo que nunca oí hablar a mi padre e incluso, ahora, tantos años después, pienso que quizás ni siquiera él conocía. Aquel inspector, don José Ramón Fernández Oxea, fue un maestro represaliado por el régimen franquista por ser de izquierdas y participar como galleguista en diversos actos públicos antes de la Guerra Civil, lo que le valió un expediente de depuración.

   Me pregunto si ahora los vecinos de Ourense que van a hacer la compra al supermercado situado en la calle que lleva su nombre saben quién fue este hombre.

   El tiempo va limando los recuerdos, hasta ese punto en que uno ya incluso duda si no será la imaginación la que realmente alimenta la memoria en muchas ocasiones.

   He terminado de leer estos días el último libro de Luis Landero y me he visto empujado a la nostalgia del recuerdo de aquel maestro de escuela que fue mi padre, hijo de un carretero y hermano de un carpintero enamorado de su jardín. Su afán en el colegio, su bonhomía y carácter conciliador. Sus clases en el verano, una inestimable y exigua ayuda económica a su escaso sueldo. El orgullo con el que se definía: maestro nacional. Pero sobre todo, pienso en aquello que nunca le dije: que le admiraba y le quería, y que siento que si hay algo de bueno en mí, a él se lo debo.

   La noche en que murió estábamos en la habitación del hospital solos él y yo. Miro a la ventana y el cristal me devuelve el reflejo de la estancia, mi padre en la cama respirando fatigosamente y yo a su lado, de pie. Hay algo ajeno y extraño en esa imagen, pero hace horas que sé que esta noche va a suceder. Desde ese instante, me siento un poco más solo y desamparado, sabedor de que ahí comienza de alguna manera mi última andadura.

   Aquel mundo del que formé parte ya solo existe en la memoria de quienes lo vivimos. Me gustaría poder hablarle a mis hijas de él, evocarlo para ellas, y decirles: leed este libro de Luis Landero, hacedlo con cariño y ternura, quizás así sepáis un poco mejor quién soy.

 

Luis Landero. El balcón en invierno.

Edit. Tusquets. 245 páginas. 17 €.


Mujeres que leen

   Navalmanzano es un pequeño pueblo de la provincia de Segovia. Si el viajero da con él, lo más probable es que tal hecho sea fruto de la pura casualidad ya que la autovía que enlaza la capital de la provincia con Valladolid deja el pueblo a un lado, y continuar hasta la cercana villa de Cuéllar para dejar la carretera y detenerse a tomar un café o tal vez comer parece la única opción razonable cuando uno pasa por allí si va en dirección a Valladolid, y si viene del norte y se dirige a Segovia, quizás ni siquiera repare en él.

   Suelo pasar algunos días de finales de agosto por esas tierras, en un pueblo aún más pequeño, más distante de la autovía y al que ni los viajeros que se pierden llegan hasta allí. A media mañana cojo el coche y me acerco a Navalmanzano a comprar el periódico y tomar un café en el bar de la plaza, a esa hora prácticamente vacío de parroquianos. El camarero, un muchacho fornido con el pelo cortado de una manera que recuerda vagamente a un indio mohicano, me saluda y me pone un café solo.

   Le pregunto si me puedo conectar a internet en algún sitio y me dice que en la biblioteca, nada más salir, a la derecha. Pago el café y salgo a la plaza. Miro a la derecha y veo un pequeño callejón que linda con el ayuntamiento. Al fondo, efectivamente, sobre una pequeña puerta se puede leer BIBLIOTECA MUNICIPAL. Unos niños charlan animadamente en la entrada.

   Entro y veo una sala espaciosa, con un alto techo y una galería que circunda todo el espacio. Intuyo que originalmente era un edificio de dos plantas, y de la superior proviene la galería a la que se accede por una escalera. Debajo de esta, un pequeño mostrador y detrás una mujer joven que me sonríe y saluda amablemente. Es la bibliotecaria.

   Me dice que me puedo conectar a internet sin ningún problema, le pregunto por los lectores y sin dejar de sonreír me comenta que prestan más de trescientos libros al mes a lectores de Navalmanzano y de otros pequeños pueblos cercanos. Que suelen estar atentos a las novedades y que además de la financiación de la Junta de Castilla y León reciben ayuda del ayuntamiento. Esto último lo corrobora un hombre joven que parece estar leyendo u ordenando unos papeles. Es el alcalde, me dice la bibliotecaria. Por un instante pienso que este sería el último lugar en el que uno imaginaría encontrar al alcalde de este pueblo, pero no comento nada.

   Me habla de los gustos de los lectores más jóvenes, me cita algunos de los títulos más solicitados. Me dice que la gestión de libros y préstamos está informatizada y con una sonrisa complaciente me informa de que quienes más leen son las mujeres, incluso sospecha que algunos hombres, por un extraño pudor que les impide acercarse a esta bonita biblioteca, envían a sus mujeres a por libros.

   Me despido de la mujer y del alcalde y salgo a la plaza. Voy a buscar el coche y me fijo por un momento en las mujeres con las que me cruzo. Imagino que por la tarde o por la noche alguna de ellas se sumergirá en la lectura de un libro, probablemente una novela, y por unas horas vivirán las vidas y avatares de los personajes que pueblan esas historias, haciendo suyos sus desventuras, fracasos, pensamientos, deseos…

   Siento curiosidad por las lecturas de esas mujeres, pienso en qué le comentarán a la bibliotecaria de esos libros que leen, qué sentimientos les provocan y si hablan de ello con alguien. ¿Les aconseja la bibliotecaria algún título?, ¿comentan entre ellas sus lecturas?

   Imagino a esta peculiar cofradía de lectoras de este pueblo segoviano hablando con complicidad de libros, recomendándose títulos, pidiendo consejo a la bibliotecaria, y cuando enfilo la carretera de salida, de alguna manera me siento cercano a estas mujeres que leen, que imaginan, que viven otras vidas diferentes a las suyas en sus lecturas.

   Mañana, cuando vaya a comprar el periódico y me tome un café en el bar de la plaza, me sentiré un poco como en casa. En la gran casa de la lectura.


Para siempre

Para siempre

 

         Aquella última noche de diciembre

          los niños descubrieron que su mundo

          al mismo tiempo era y no existía

          más allá de la luz de la memoria.

 

          Es por eso que hoy dudo de que tengan

          un rango superior al espejismo

 

          las cosas

          que van siendo

          desde entonces.

                                            Ariadna G. García, Apátrida

 

 

 

   Es muy probable que ni Elena ni Estefanía sepan que hasta los años setenta la entrada al pueblo de su madre se hacía por la curva de las monjas. La llamábamos así por un accidente que tuvieron unas monjas con una furgoneta en aquella extraña curva en cuesta que salvaba la vía del tren. Murieron dos de ellas, tal vez tres. No puedo recordarlo ahora con precisión.

   La carretera pasaba sobre un puente antes de entrar al pueblo. Debajo de aquel puente no había ninguna vía de tren, pero no nos costaba trabajo imaginar aquellos raíles y traviesas que nunca se pusieron y nunca se pondrían en aquella vía de la época de la República. La carretera, que venía de la ciudad distante quince quilómetros y que todos conocíamos como la carretera de Talavera a Puente, atravesaba el pueblo como una arteria que nos comunicaba con el mundo. La otra era la vía del tren.

   El pueblo latía entonces por aquella carretera de paso. Incluso hubo una vez en el sesenta y tantos que pasó Franco, aunque sólo vimos un coche negro, que cruzó veloz el pueblo mientras los niños de las escuelas agitábamos unas banderitas de papel que se rompían al momento. Como las ilusiones de muchos por aquellos años. Imagino que su excelencia (¿o tal vez debería escribir Su Excelencia?) iría a inaugurar algún pantano, aunque hubo alguno que dijo que había venido a visitar su pueblo, Alberche del Caudillo. Pero eso nunca lo vimos en el No-Do, o al menos yo no lo recuerdo. El viajero ahora sólo leerá en los indicadores Alberche, y el pueblo ya no es de nadie, salvo de sus habitantes, supongo. Alberche dista apenas cinco quilómetros del pueblo, y ciertamente, el nombre de antes era algo excesivo, aunque en esa época nadie lo decía, y seguro que más de uno habría al que la segunda parte del nombre le traería a la memoria cosas que en aquella época muchos no podían olvidar y tal vez alguno aún recuerde.

   También llegaban al pueblo, o nacían de él, otras tres carreteras: la del cementerio, la de Velada y la del río. Frente a lo que pudiera parecer, raramente salíamos del allí, y cuando lo hacíamos era casi siempre hacia el este, hacia la ciudad, pues en Talavera era donde se podía encontrar todo aquello que no había en el pueblo en aquellos años. Es decir, todo lo importante. Y así, íbamos a Talavera al médico, a hacernos unas gafas, a comprar el traje de la boda o el vestido de la primera comunión, a sacarnos una muela, o a estudiar el Bachillerato. También había alguno que allí compraba libros y los leía después.

   La carretera del cementerio era la más insignificante de todas, pues era la más corta –yo creo que no llegaría ni al quilómetro–, y ni siquiera estaba asfaltada. A pesar de lo cual, curiosamente, era conocida por otros dos nombres más: carretera del cuartel, y carretera de la estación. Como el avisado lector habrá notado, en esa carretera estaba el cuartel de la guardia civil, el cementerio y la estación de tren. Pero además, también estaba el pilón, donde se cogía el agua para beber antes de que nuestro tío Benito instalase la red de agua potable. No recuerdo que nadie la llamase carretera del pilón y tampoco recuerdo que a nadie le pareciera excesivo que aquella carretera niña que nunca crecería tuviese tantos nombres. Y ahí sigue, asfaltada en algún tramo, aunque ya no lleva a la estación, que se llevó el progreso para traernos otra más alejada del pueblo que nadie utiliza. Muchos años después supe por mi padre que hubo quien se opuso a la llegada al pueblo del agua corriente, y sin saberlo tuve mi primera experiencia literaria con aquel claro ejemplo de la razón de la sinrazón, que todavía sigo sin comprender.

   En la carretera de la estación, o del cuartel, o como se prefiera llamar, estaba la casa de tío Emilio. Era una casa de dos plantas, aunque la de arriba era de mentira, pues tenía ventanas pero por dentro no había nada. A mí lo que más me gustaba de la casa de tío Emilio era que tenía perro, que mis primos mayores tenían una escopeta de plomos, que mis primas tenían una casa de muñecas con luz, que había una tele en la que veíamos Bonanza y un cuarto con juguetes, aunque de esto último no estoy muy seguro. Cuando mi tío Eduardo, hermano de tío Emilio, hizo la casa nueva de la carretera, también hizo una planta de arriba de mentira, y llegué a pensar que esto era una manía de familia o una extraña costumbre que yo no entendía. Pero nunca pregunté nada. Allá ellos, pensaba.

   Me gustaba ir a casa de mi tío Emilio porque a veces mi primo Eduardo me dejaba disparar con la escopeta de aire comprimido, a pesar de que mi puntería era lamentable, e incluso a veces inexistente. Tirábamos en el patio a algún bote o a algún pájaro que desconocía lo que allí se cocía cuando aparecía mi primo Eduardo con la escopeta al hombro y la caja de plomos en el bolsillo. Ahora en las casas ya no hay patio, hay jardín, pero cuando voy a la vieja casa de mis padres, que ya nadie habita salvo el olvido y la memoria, yo sigo viendo el patio y mis hijas ven un jardín (tengo que pensar más en esto).

   Con el tiempo, mis primos se pasaron a la escopeta de cartuchos –del doce, decían– y yo a degustar ocasionalmente alguna pieza que traían a casa colgando de la canana. Nunca se me olvidarán los pastelillos de liebre que hacía mi madre.

   Mis primos Emilio y Eduardo salían a cazar con su padre, mi tío Emilio. Luego se les uniría Javier, el hermano menor. Aquel era un extraño patriarcado cinegético, pues, que yo sepa, ni mi prima Pili, la hermana mayor, ni mi prima Rosi, la madre de Elena y Estefanía, salieron nunca de caza, ni a mí me consta que se quedaran con las ganas de hacerlo.

   Pili, Emilio y Eduardo eran mayores que yo. Rosi, más o menos de mi edad, y Javier algo más pequeño. De alguna manera percibía entonces que los mayores formaban parte de un mundo diferente al mío. Ellos eran como mis primas Encarnita y Marigel, distintos y distantes. Y yo me veía a mí, a mi hermana y a Rosi en una dimensión, y a los demás en otra que apenas me interesaba.

   Sin embargo, recuerdo bien a Rosi como compañera de juegos. Y en estos tiempos en que se acentúa la sensación de ir formando parte de un mundo en blanco y negro que se empieza a diluir en el gris de la memoria, evoco aquellos largos días de verano sin escuela, en los que corríamos entre los cardos del olivar mi hermana Perli, Rosi y yo. La felicidad casi se tocaba con las manos en aquellas tardes.

   Éramos niños y aquel mundo que habitábamos ya solo existe en el recuerdo. Un mundo de pantalón corto y enciclopedia Álvarez, sabañones y jerséis de lana tejidos por las madres, botas katiuskas, calles encharcadas y sin aceras. El mundo feliz de la infancia del que un día se nos echó sin preguntarnos.

   Tal vez Rosi les haya hablado a sus hijas de aquel mundo, y todo aquello que ella vivió entonces, continúe ahora vivo de alguna manera en Elena y Estefanía, depositarias así de una memoria que quizás pueda paliar en algo la sensación de desamparo que están obligadas a vivir cuando el dolor nos sume en la tristeza y algo dentro de nosotros se ha hecho líquido definitivamente.

   Quiero pensar que ahora saben que su madre ya es niña para siempre.

   Ello me consuela.

 


Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013

   

  

 

La Literatura (con mayúsculas) está de enhorabuena con la concesión del Premio Nobel de Literatura a la autora canadiense Alice Munro, de cuyo libro Escapada ya se habló en este blog.

    Uno lee los cuentos de esta escritora y siente que participa en el festín de la gran Literatura, de esa escritura que surge como de modo natural y que habla de lo sencillo y lo corriente, incluso lo trivial y lo banal. Pero el lector enseguida percibe que en eso tan aparentemente pequeño hay una grandeza que atrapa, que te empapa ya desde las primeras líneas.

    Esta mañana, mientras mis alumnos de 2º de Bachillerato hacían un examen y se afanaban en constatar las características lingüísticas de un texto científico, he leído uno de los cuentos de Mi vida querida, su último libro. Entonces, durante la lectura he tenido el privilegio de adentrarme con Jackson en la granja de Belle, y ese hombre, que vuelve de la guerra y se tira de un tren en marcha y camina por el campo sin dirección fija, hasta dar con esa granja y sin saber por qué allí se queda un tiempo, me ha llevado a un territorio muy lejos de allí, el verdadero territorio de la imaginación.

    Ese cuento, que curiosamente se titula "Tren", me ha sacado de las paredes de esa clase por unos momentos. Por eso, y tal vez solo por eso, su lectura ha merecido la pena.

"Una fascinación ilimitada", artículo de Antonio Muñoz Molina en El País.

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Esta ciudad irá donde tú vayas

Luisgé Martín, La misma ciudad.

Edit. Anagrama. Barcelona 2013.

131 páginas. 13,90 €

 

 

   Brandon Moy es un brillante abogado que trabaja en el piso 95 de las Torres Gemelas. Vive en un apartamento cerca de Central Park con su mujer Adriana y su hijo Brent, y posee una pequeña casa en Long Island.

   El lunes 10 de septiembre de 2001, ya de noche, de camino a casa, se entretuvo un instante a mirar por los ventanales a los clientes del restaurante Continental, uno de los más valorados de la ciudad. Detrás de las cristaleras vio a un antiguo compañero de la adolescencia, al que había perdido la pista desde los años de la universidad, que salía con una mujer del restaurante.

   Moy y su antiguo compañero, Albert Fergus, se saludan efusivamente y este le cuenta al joven abogado la peripecia vital desde los años de la universidad: viajes, diversos empleos, relaciones con mujeres, drogas… En ese instante Brandon siente que su existencia es insignificante, un conjunto de renuncias y humillaciones, de deseos no cumplidos, justo lo contrario a la vida de libertad de Fergus.

   Al día siguiente, se levanta tarde, y camino del trabajo la policía le impide seguir. Las Torres Gemelas han sido atacadas. Brandon tiene un impulso que le va a cambiar la vida: aprovechar esa hecatombe para desaparecer, esfumarse, hacerse pasar por una de las víctimas del ataque y poder vivir sus anhelos e ilusiones perdidas.

   A partir de este momento la historia irá desgranando las peripecias de Brandon relatadas por un narrador que en diversas ocasiones tuvo contacto con él y al que le refirió su impostura y su existencia: de Nueva York a Boston, Madrid, varios países de Hispanoamérica, ciudades italianas…, convertido en Albert Tracy. Una vida muchas veces al filo del abismo.

   La novela se construye a partir de un poema de Kavafis, La ciudad, que se reproduce en la página 79, traducción del poeta Ángel González y que también aparece en la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghai:

Dices: «Iré a otras tierras, a otros mares.

Buscaré una ciudad mejor que ésta

en la que mis afanes no se cumplieron nunca,

frío sepulcro de mi sentimiento.

¿Hasta cuándo errará mi alma en este laberinto?

Mire hacia donde mire, sólo veo

la negra ruina de mi vida,

tiempo ya consumido que aquí desperdicié.»

 

No existen para ti otras tierras, otros mares.

Esta ciudad irá donde tú vayas.

Recorrerás las mismas calles siempre. En el mismo

arrabal te harás viejo. Irás encaneciendo

en idéntica casa.

Nunca abandonarás esta ciudad. Ya para ti no hay otra,

ni barcos ni caminos que te libren de ella.

Porque no sólo aquí perdiste tú la vida:

en todo el mundo la desbarataste.

 

   Esta historia que arranca del atentado a las Torres Gemelas es una profunda reflexión sobre esa crisis de identidad que hace que en un determinado momento veamos nuestra propia vida como un fracaso, frente al triunfo de la vida de los demás. Ese vano empeño de lo nuevo, de lo posible, de lo que no fue, cuando “No existen para ti otras tierras, otros mares./ Esta ciudad irá donde tú vayas”.

   Tal vez lo más interesante del libro sea que todo él es en el fondo una mirada, tal vez una pregunta, sobre la posibilidad de la felicidad.

   Creo que el libro bien merece una lectura, son apenas 130 páginas, y aunque tal vez pueda estar de más alguna peripecia, lo cierto es que el desarrollo de la trama y la contención en el lenguaje, bastante sobrio, por cierto, lo que es de agradecer, hacen que la lectura te enganche.

   Al posible lector le diría que esta novela tal vez sea una digna muestra de esa literatura en la que uno no encuentra respuestas, sino que se le plantean más preguntas. Eso produce una cierta desazón. La vida misma. La misma vida. La misma ciudad. Pero quién dijo que leer nos hace felices…

   “No soy feliz. Pero ahora al menos sé que no podré serlo. No hay incertidumbre, y eso, a mi juicio, es una forma de felicidad”, le confiesa el protagonista al narrador testigo que refiere la historia.

   Al menos leer este libro no deja indiferente.