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Leyendo a la sombra

Verano del sesenta y siete

   Aquel curso del sesenta y siete suspendí en junio dos asignaturas de tercero de Bachillerato, latín y matemáticas. No había hecho un mal curso, pero al final las cosas se me complicaron y no pude aprobarlo todo.

   Había estudiado hasta segundo en el pueblo, con  mi padre, que era maestro, y me examinaba en junio por libre en el instituto de la ciudad. Mi padre me marcaba las lecciones y por la tarde, después de volver de la escuela, me corregía los deberes, me explicaba las lecciones y me ponía la tarea del día siguiente. Yo estudiaba por las mañanas en mi cuarto, después de desayunar y de que mi madre hubiera arreglado la habitación. En el buen tiempo lo hacía en el jardín, contra la voluntad de mi madre, que pensaba que me distraía con cualquier cosa. Y era casi verdad. Debajo del emparrado me ensimismaba viendo los gatos pasear indolentes por entre las macetas o dormitar al sol en los peldaños de la escalera que llevaba al desván. Cuando oía los pasos de mi madre, me ponía a la tarea.

   Un día, después de saber que había aprobado segundo, mi padre me dijo muy serio que el próximo curso tenía que ir a estudiar a la ciudad, yo ya no te puedo preparar aquí en casa, y es mejor que tengas profesores para cada asignatura que sepan explicarte las cosas mejor que yo. Me lo dijo mirándome a los ojos y en ellos vi que había tomado una decisión que de alguna manera me cambiaba la vida. Apenas había salido del pueblo y la idea de ir a estudiar a la ciudad me inquietaba a ratos y a veces me daba miedo. Cuando me dijo que tendría que ir interno a un colegio y que vendría al pueblo todos los fines de semana, no dije nada, y entendí que había algo de inexorable en ello. Mi vida, en efecto, ya no sería la que había llevado hasta ahora.

   Y así fue como me marché a estudiar el tercer curso de bachillerato a la ciudad, en un colegio que albergaban los muros de piedra de un destartalado caserón, una especie de palacio pobre que contrastaba con el moderno edificio del casino, frente al cual se alzaba. El internado estaba próximo, en una calle oscura, de estrechas aceras, por las que casi nunca pasaba nadie.

   En junio suspendí latín y las matemáticas. Cuando mi padre me dijo que él no me podía ayudar y que lo mejor era ir a la ciudad a unas clases de repaso durante el verano, no dije nada. Es lo mejor, no te preocupes, y así las aprobarás con toda seguridad en septiembre. Además, dijo, sólo será un rato por la mañana, puedes ir en el ferrobús de las ocho y media y luego volver en el autobús de la una.

   Y así, aquel verano del sesenta y siete, comprendí que mi padre era un maestro de pueblo que ya no me podía ayudar más con mis estudios, y que mi andadura por los libros a partir de aquel momento la tendría que hacer solo.

   Nos levantábamos a las siete y cuarto, desayunábamos y antes de las ocho cogíamos cada uno nuestra bicicleta. Nos poníamos en el tobillo derecho una pinza de metal para no mancharnos el pantalón con la cadena y nos íbamos a la estación, que distaba del pueblo poco más de un quilómetro.

   Pedaleábamos a buen ritmo. Enseguida salíamos del pueblo y enfilábamos la carretera. Mi padre iba delante y marcaba la cadencia del pedaleo. No hablábamos, solo dábamos pedales suavemente. Yo iba viendo la espalda de mi padre, el movimiento acompasado de sus piernas, como si nada ofreciese resistencia, y a la vez sentía cómo la luz lo iba llenando todo, el aire fresco de la mañana me traía los olores del campo, especialmente el de la mies cortada. Aunque me desagradaba ir a la ciudad a repasar las asignaturas que había suspendido, ese paseo en bicicleta era para mí un verdadero lenitivo, y me hacía pensar en lo rápido que pasaría la mañana y que a mediodía comería en casa.

   Llegábamos a la estación bastante antes de la llegada del tren, apoyábamos las bicicletas en una pared y nos sentábamos a esperar. A veces salía a darnos los buenos días el factor, quien invariablemente miraba a las vías y luego a su reloj para decirnos a continuación a ver si hoy viene a su hora.

   El tren paraba apenas un minuto y casi  siempre yo era el único viajero. Me despedía de mi padre, subía al estribo y me sentaba junto a la ventanilla. Cuando el tren se ponía en marcha veía a mi padre coger las dos bicicletas y encaminarse andando al pueblo. En la curva en la que el tren salía de la estación, cuando los vagones ya empezaban a tomar velocidad, pegaba mi frente al cristal y lo volvía a ver, subiendo la leve cuesta caminando hacia el pueblo, sujetando las bicicletas, una a cada lado, por el centro del manillar. Al salir de aquella curva, el tren siempre pitaba.

   En aquella época yo no sabía que el futuro ensaya en la memoria.


¡Qué lectura tan divertida!

¿Qué hemos hecho mal?

¿Qué hemos hecho mal?

    Eso es lo que no dejo de preguntarme desde hace meses: ¿Qué habremos hecho mal? Y no me puedo contestar. No señor, no puedo.

    Y es que son tantas las respuestas que enseguida me surgen otras preguntas: ¿Nadie se dio cuenta? ¿Nadie? ¿Verdaderamente nos merecemos esto?

    Y cada vez que leo el periódico, escucho las noticias o veo los informativos de alguna cadena de televisión, las caras de Bárcenas, de Jesús Sepúlveda, de Fabra, de Javier Guerrero, de Rato…, me llevan a hacerme la misma reflexión: esto no debería estar pasando, no debería. Y si está pasando, aquí debe haber necesariamente un plan superior que explique lo inexplicable, esta especie de revolución de ricos. Porque esto es lo que a mí me parece que está pasando: la inversión de la lógica, los ricos están haciendo su revolución y la estamos pagando los demás, y cuando la ciudadanía levanta la voz y alza la palabra se la criminaliza, no se puede protestar, hay que aguantarse, ahora vais a pagar vuestros excesos.

    Aguantar. Maldita palabra. Aguantar Bankia, el expolio de las cajas de ahorro, la red Gürtel, la reforma laboral, sí, aquella que iba a crear empleo, miles de empleos, la privatización de la sanidad pública, los ERE de Andalucía, y etc., etc., etc.

    Imagino a uno de esos oscuros oligarcas de las viñetas de El Roto diciéndoles a otros como él: “Se acabó, hasta aquí hemos llegado. Es hora ya de hacer caja como sea, con lo que sea y a costa de quien sea”.

    Porque si no, no me lo explico. Esto no ha podido ser de otra manera. Y a partir de ahí los fines se disparan sin importar los medios. Y nos dicen que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que nos creíamos suecos cuando en realidad somos pobres. Ay, esa España mía, esa España nuestra…

    La España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, de espíritu burlón y alma inquieta, ha de tener su mármol y su día, su infalible mañana y su poeta. El vano ayer engendrará un mañana vacío y ¡por ventura! pasajero…

    Yo no sé si don Antonio Machado nos dejó esa foto fija inamovible para siempre. No sé si ese mañana vacío y pasajero será nuestro hoy. No sé si, como dice el poeta, después de ese mañana efímero surgirá la España de la rabia y de la idea. Tal vez la rabia sí. Pero la idea… ¿Dónde están las ideas? ¿Dónde ese español que quiere vivir y a vivir empieza?

    En esta pesadilla no es posible sino la náusea. Otro poeta, Francisco de Quevedo, a principios del siglo XVII, lo expresó así:

 

Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes ya desmoronados,

de la carrera de la edad cansados,

por quien caduca ya su valentía.

 

Salime al campo. Vi que el sol bebía

los arroyos del hielo desatados,

y del monte quejosos los ganados

que con sombras hurtó su luz al día.

 

Entré en mi casa. Vi que amancillada,

de anciana habitación era despojos;

mi báculo más corvo y menos fuerte.

 

Vencida de la edad sentí mi espada

y no hallé cosa en que poner los ojos

que no fuese recuerdo de la muerte.

 

    La muerte, dueña y señora. La muerte de la dignidad, de las ideas, de la esperanza, del futuro, de la imaginación.

    Tengo la sensación de que algo ha acabado, de que algo se ha muerto para siempre y tal vez nunca vuelva. Queda poco lugar para el optimismo, y solamente esos patéticos políticos con las espaldas bien cubiertas se atreven a hablar de futuro. ¿Qué futuro?

    Solo me viene a la cabeza el pasado y veo que nunca tuvimos una revolución burguesa, que en el largo y oscuro franquismo no existía una cultura de izquierdas; había, eso sí, determinada gente de izquierdas, pero nada más. Y esa mentalidad de izquierdas se acabó cuando esa gente llegó al poder. Cultura democrática verdadera, eso es lo que echo de menos en este país.

    Lo explica muy bien Antonio Muñoz Molina en su ensayo Todo lo que era sólido:

 

    En Granada, hacia mediados de los ochenta, un concejal comunista enamorado de las pompas barrocas inventó una Ofrenda Floral a la Virgen de las Angustias: un día determinado, creo que en septiembre, particulares, instituciones, colegios profesionales, cofradías, escuelas, equipos deportivos, llevaban ramos y coronas de flores que iban cubriendo poco a poco la fachada entera de la basílica de la Virgen. El entusiasmo de los medios fue inmediato: los periódicos de la ciudad invitaban a participar en la convocatoria y publicaban imágenes de las ofrendas en la primera página; las emisoras de radio la transmitían en directo. Al cabo de dos o tres años aquella iniciativa ya se había convertido en una tradición de la ciudad. Lo decía el periódico, lo repetían los locutores en la televisión y en la radio: «la tradicional ofrenda a la Virgen de las Angustias» (página 71).


    Ese ha sido el poder en nuestro país, esa es la viva imagen de la perversión de las ideas. Ese el nuevo lenguaje, el nuevo léxico que hoy y ahora más que nunca sigue dando sus frutos: despido diferido, simulación de despido, reajustes… Una verdadera ocupación del lenguaje, brutal, descarada, filofascista.

    En fin, ya lo dijo Orwell: El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen a verdades y que sea respetable el crimen. Y si no, que se lo digan a muchos de nuestros “políticos ejemplares”, esos que se van de rositas porque vuelven a ser elegidos una y otra vez a pesar de sus corruptelas y chanchullos.

    Solo nos falta un Beppo Grillo… Al tiempo.

    Estas reflexiones surgen de la lectura del magnífico ensayo de Antonio Muñoz Molina sobre la situación actual, muy lejos ya de aquella Transición supuestamente ejemplar que abrió tantas esperanzas, en el que afirma que esto está liquidado, que en treinta y tantos años de democracia y después de cuarenta de dictadura no se ha hecho en nuestro país ninguna pedagogía democrática. ¿Y quién la va a hacer ahora?, se pregunta, ¿los partidos políticos? Esto debe excluirse, dice Muñoz Molina, pues los partidos son una de las causas de nuestra postración democrática. La regeneración habrá de llevarla  a cabo la ciudadanía. Este es el dictamen, estremecedor, del autor:

 

    Hace falta una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano por los derechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política. Hay que exigir de manera eficaz la limitación de mandatos, las listas electorales abiertas, la profesionalidad y la independencia de la administración, la revisión cuidadosa de toda la maraña de organismos y empresas oficiales para decidir qué puede aligerarse o suprimirse, a qué límites estrictos tienen que estar sujetos el número de puestos y las remuneraciones, qué normas se deben eliminar para que no interfieran dañinamente con las iniciativas empresariales capaces de crear verdadera riqueza, qué hay que hacer para alentar y atraer el talento en vez de ponerle obstáculos y someterlo a chantajes políticos. Hay que defender sin timidez ni mala conciencia el valor de lo público, que lleva tantos años sometido obstinadamente al descrédito, a la interesada hipocresía de los que lo identifican siempre con la burocracia y la ineficiencia y celebran por comparación el presunto dinamismo de la gestión privada, y a continuación aprovechan contratos públicos amañados para enriquecerse, y renegando del estado saquean sus bienes y se quedan a bajo precio y a beneficio de unos pocos lo que había pertenecido a todos, lo mismo una red de trenes que el suministro de agua de una ciudad, el patrimonio común convertido en despojos. (página 245)

   

    Creo que este desgarrador libro es ahora más que nunca una lectura necesaria para rearmarnos de civismo, de lealtad a unos valores que están desgastándose cada día, para entender el supremo valor de lo público, la grandeza de servir al bien común.

    Lean, si no, lo siguiente y anímense a leer el resto. Merece realmente la pena:

 

    En treinta y tantos años de democracia y después de casi cuarenta de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática. La democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, porque va en contra de inclinaciones muy arraigadas en los seres humanos. Lo natural no es la igualdad sino el dominio de los fuertes sobre los débiles. Lo natural es el clan familiar y la tribu, los lazos de sangre, el recelo hacia los forasteros, el apego a lo conocido, el rechazo de quien habla otra lengua o tiene otro color de pelo o de piel. Y la tendencia infantil y adolescente a poner las propias apetencias por encima de todo, sin reparar en las consecuencias que pueden tener para los otros, es tan poderosa que hacen falta muchos años de constante educación para corregirla. Lo natural es exigir límites a los demás y no aceptarlos en uno mismo. Creerse uno el centro del mundo es tan natural como creer que la Tierra ocupa el centro del universo y que el Sol gira alrededor de ella. El prejuicio es mucho más natural que la vocación sincera de saber. Lo natural es la barbarie, no la civilización, el grito o el puñetazo y no el argumento persuasivo, la fruición inmediata y no el empeño a largo plazo. Lo natural es que haya señores y súbditos, no ciudadanos que delegan en otros, temporalmente y bajo estrictas condiciones, el ejercicio de la soberanía y la administración del bien común. Lo natural es la ignorancia: no hay aprendizaje que no requiera un esfuerzo y que no tarde en dar fruto. Y si la democracia no se enseña con paciencia y dedicación y no se aprende en la práctica cotidiana, sus grandes principios quedan en el vacío o sirven como pantalla a la corrupción y a la demagogia.

    La única manera de predicar la democracia es con el ejemplo. Y con el ejemplo de sus actos y de sus palabras lo que han predicado con abrumadora frecuencia en España la mayoría de los dirigentes políticos y de sus propagandistas ha sido lo contrario de la democracia. Han predicado la greña, la violencia verbal, la irresponsabilidad personal y colectiva, el halago, la intransigencia, la palabrería embustera, la falta de rigor, la indulgencia hacia el robo, el victimismo, el narcisismo, la paletería satisfecha, el odio, la grosería populista, el desprecio a las leyes. Han incumplido las normas legales que ellos mismos aprobaban. Han declarado intocable un paisaje natural y a continuación no han hecho nada para impedir que un especulador inmobiliario protegido por ellos talara miles de árboles o desecara un humedal para construir viviendas de lujo y campos de golf.

    En la persecución de sus intereses no han tenido reparos en desacreditar y socavar cuando les convenía las bases mismas del sistema que nos sustenta a todos. Si una sentencia judicial no les ha favorecido han negado la legitimidad de los tribunales. Si una investigación policial ha dañado sus intereses o no ha dado los resultados que ellos deseaban han procurado desacreditar a la policía y en cuanto han recobrado el poder han castigado a quienes por cumplir con su deber profesional los incomodaban. Pero no habrían tenido tanto éxito en esa tarea si no hubieran contado con tantos cómplices entre esa clase entre periodística e intelectual que es la parte más visible de la opinión pública.

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Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido.

Edit. Seix Barral. Barcelona 2013.

253 páginas. 18.50 €


Futuro imperfecto

Futuro imperfecto

La cara de esta niña presagia la cara de una mujer del futuro.

Parece estar diciéndonos: ¡Eh, vosotros! ¡¿Qué estáis haciendo con mi tiempo!?

Qué terrible que te pidan cuentas por el futuro.


Miradas de agua

 

 

Miradas de agua transparente la que no refleja tu mirada sino que deja ver el fondo más allá del fondo el agua de la imaginación la que arrastra los recuerdos y te deja ver el futuro la que remonta el curso del río hasta el nacimiento del manantial agua que mana y emana vida agua solo agua y nada más que agua ojos de agua labios de agua manos de agua abrazos de agua en el fondo del agua no está el fondo está la mirada clara nunca turbia la que no contiene pasado solo porvenir

Teju Cole, Ciudad abierta

Teju Cole, <em>Ciudad abierta</em>

Teju Cole, Ciudad abierta

Traducción de Marcelo Cohen

Edit. Acantilado. Barcelona, 2012. 295 páginas. 22 €.

 

    Los amores que matan nunca mueren —Joaquín Sabina dixit—, y esta novela nace del amor a la ciudad de Nueva York, sus gentes, sus luces y sus sombras y el aire que sus habitantes respiran. El lector de esta novela recorre su epidermis en los paseos que refiere el protagonista por las calles, parques, cruces, estaciones de metro… Pero también recorremos la dermis, esa parte interna del protagonista a través de sus pensamientos, emociones y contradicciones.

    Diríase que como en un cuadro de Edward Hopper, lo que se ve da paso a lo que no se ve, y ese hombre que pasea solo por las calles, plazas y parques de la ciudad de Nueva York, que deambula cruzándose con gentes, embebido en sus pensamientos, nos transporta de su viaje exterior a su viaje interior. Y aquí radica uno de los atractivos de la novela, esa doble piel, ese doble paisaje, el mundo de fuera y el de dentro, los dos igual de complejos, misteriosos. Ambos llenos de zonas grises que nunca se aclaran del todo, como velados en un sutil juego de escamoteo. Los meandros del pasear y los meandros del recordar, entrelazándose sutilmente, apenas sin artificio, de manera natural.

    Este hombre es Julius, un psiquiatra nigeriano, que está haciendo la residencia en un hospital de la ciudad. Recorre la piel de la gran manzana a cualquier hora, unas veces a la tarde, después de la salida del trabajo, otras por la noche. En una ocasión casi al amanecer, después de una fiesta. En ese recorrido la mirada de este hombre de color se proyecta sobre los demás, con los que establece relaciones esporádicas, momentáneas. Con otros mantiene una relación intermitente, como ocurre con el viejo profesor de literatura. La narración avanza así en digresiones surgidas de ese deambular por la ciudad, los encuentros y los recuerdos, como el de Nadège, la mujer con la que mantuvo una relación, o la abuela alemana de la que hace años que nada sabe, y de la que intuye que fue violado por un soldado soviético.

    Esas digresiones se orientan hacia la política, la literatura, la música… Tejiendo un sugerente entramado narrativo que de alguna manera atrapa y envuelve. En ese tejer la historia, el paisaje y los personajes, el lector va topándose inopinadamente con paisajes urbanos que se van entretejiendo con las reflexiones del narrador, que en su soledad dirige la mirada hacia los demás, principalmente inmigrantes, gentes diferentes como él (africanos, asiáticos, árabes). Así va fluyendo la historia, lentamente, como una caricia sobre la piel de Nueva York.

    Ciudad abierta es una buena muestra de esa narrativa del yo, muy cercana a la autoficción y a la novela-ensayo. Los lectores la disfrutarán, sin duda, pues no hay nada como un paseo lento para disfrutar, a través de esa sutil mirada, del paisaje y el paisanaje de esa ciudad, acaso extraña metáfora de un nuevo mundo.

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Editorial Acantilado

El autor habla de su novela en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona

Empieza a leer Ciudad abierta


Mujer leyendo en el metro

    Regreso a casa en metro después de haber asistido a la representación de Cinco horas con Mario, adaptación teatral de la novela del mismo título de Miguel Delibes. Es la tercera o cuarta vez que veo esta obra. En este caso, interpretada por Natalia Millán, en el madrileño teatro Arlequín. Hemos ido los profesores de Lengua con los alumnos de 2º de Bachillerato. Algunos dicen que les ha gustado, pero no estoy muy seguro de que sea así. A la salida nos despedimos hasta el lunes.

    Cojo el metro en la estación de Plaza de España. Son las 22:30 y está lloviendo en Madrid. Enseguida reparo en una mujer joven que lee un libro con la espalda apoyada en un lateral del vagón. De vez en cuando sonríe enfrascada en su lectura. Siento curiosidad por saber qué lee. Lleva las uñas pintadas de azul y el pelo de color caoba, un color que brilla extrañamente bajo la fría luz de neón. No va maquillada, o al menos así me lo parece. A sus pies reposa una mochila que intuyo con libros y apuntes.

    Pasa las páginas sin levantar la vista del libro, entonces reparo en lo que está leyendo: El camino, una novela de Delibes. Me sorprende que una mujer joven lea esta novela. Me hubiera gustado preguntarle qué le parecía la historia, por qué la estaba leyendo y si había leído algo más de ese autor. Decirle también que, ¡vaya casualidad!, yo venía de ver una adaptación teatral de una famosa novela suya.

    He mirado alrededor y nadie, excepto ella, iba leyendo en el vagón.

    En una de las paradas quedó libre un asiento. La mujer cerró el libro, lo metió en la mochila y se sentó. Antes de cerrarlo echó un rápido vistazo a las páginas que le quedaban para finalizar la lectura. A punto he estado de decirle que muy pocas, un par de empujones más y terminaba el libro.

    En el reverso de la entra del teatro he escrito la dirección de este blog y antes de salir en mi estación se la he dado. Me ha mirado un poco sorprendida por lo inusual del gesto, y ha cogido la entrada. He salido del vagón y allí se ha quedado, siguiendo su viaje. Espero que dé significado a ese gesto y pueda leer esto, lo que me hubiera gustado decirle:

    Verte leer a las diez y media de la noche esa novela de Delibes es reconfortante, verte sonreír lo es aún más. Ese libro habla de un mundo muy lejano para ti, pero los sentimientos y emociones que contiene los has hechos tuyos ya, y eso, esta noche lluviosa y fría del mes de diciembre de Madrid, te ha convertido a mis ojos en alguien diferente a todas las demás personas que viajaban en ese vagón de metro. Por un instante he sentido que algo indefinible me unía a ti, un hilo que nacía en Daniel, el Mochuelo, y terminaba en Carmen Sotillo, que los dos formábamos parte de esa cofradía de lectores que de vuelta a casa, leen en el metro, y no sienten que viajen por el subsuelo de Madrid, sino que viajan en su lectura, entre las páginas de un libro. Dos personas tan diferentes, que no han intercambiado una palabra, que tal vez no se vuelvan a cruzar jamás, han vibrado y volado por los mundos de Delibes esta desabrida noche de Madrid. Eso tal vez no sea nada, o tal vez sea mucho.

    Con todo, verte leyendo ha hecho que me sintiera menos solo en ese vagón de metro a las once de la noche de este viernes de diciembre.


El sobre

(Para Marián, que a veces se siente vencida por los recuerdos y la melancolía)
  

  Hasta el día en que su madre le dijo en el despacho dejó papá un sobre para ti, estará en uno de esos cajones llenos de cosas, y no volvió a mencionar nada más acerca de este asunto, la mujer siempre había pensado que era alguien con arrojo y decisión. Tuvieron que pasar varios meses desde la muerte del padre hasta que fue capaz de sentarse en el sillón de aquel despacho.

    Los cajones del escritorio siempre habían ejercido en ella una rara fascinación. Allí tenían cabida lo maravilloso, lo extraño y lo desconocido, y raro era el mes en el que de niña no los abría un día y se asomaba a su interior y contemplaba con fúlgidos ojos aquel maravilloso mapa. La última vez que lo hizo fue apenas una semana antes del fallecimiento del padre. Allí estaban la pluma y los viejos relojes, juegos de llaves, mecheros, pequeñas libretas de un azul desvaído, frascos de pastillas vacíos, un paquete de picadura de tabaco... Pero no recuerda haber visto el sobre. Igual que entonces, no tocó nada y un brillo antiguo asomó a sus ojos por un instante.

    Hoy la ciudad ha amanecido de un gris dulce, pegajoso, y la melancolía ha hecho que la mujer se sintiera más huérfana que ayer. Vencida una vez más por los recuerdos, ha decidido ir a la casa de sus padres y buscar ese sobre del que solo una vez le habló su madre.

    Ahora, sentada en el sillón, sostiene en sus manos un sobre amarillo que ni siquiera está cerrado y en el que lee su nombre escrito con una letra azul, temblona y redonda. El sobre guarda un pequeño papel primorosamente recortado en sus esquinas. Enciende la lámpara, y bajo la blanquecina luz deposita el papel en el que vuelve a reconocer la caligrafía de su padre. Escritas en trazo firme, una fecha, la de su nacimiento, y debajo una frase: Siente gratitud en tu vida, es una forma auténtica de felicidad.

    La mujer mira por la ventana. Al otro lado del cristal el manto de la tarde gris casi negra va envolviendo acuoso y salado la ciudad.