Este es el título de la exposición que el
Círculo de Bellas Artes de Madrid ha dedicado a aquellos que nunca han empezado una guerra pero han sido los que más han sufrido y perdido en todas. El objeto de la muestra es el exilio de los niños españoles que el Gobierno de la República junto con distintas organizaciones evacuó a otros países que les dieron acogida para alejarlos de la guerra de España, nuestra Guerra Civil (1936-1939).
La exposición recorre a través de diversos documentos, fotografías, cartas, materiales de distintos archivos tanto españoles como extranjeros, objetos cotidianos como muñecos de trapo, cuadernos escolares, precarios juguetes, el drama de estos expatriados forzosos que tuvieron que abandonar su país e instalarse en otros cuyas lenguas y costumbres en la mayoría de los casos desconocían por completo.
Por ejemplo, Francia, el país que más niños acogió (unos 20.000); o Gran Bretaña, a donde fueron unos 4.000; la Unión Soviética, allá fueron 2.900. Bélgica acogió a 5.000; México recibió a 500, como Suiza. En total unos 33.000 niños y niñas fueron evacuados de España en distintos momentos de la guerra e iniciaron así un exilio forzoso que les deparó circunstancias diversas: unos volvieron reclamados por sus padres o algún familiar directo, otros, con menos suerte, allí quedaron, en algunos casos para siempre.
En el recorrido por las salas de la exposición el visitante ve fotografías de grupos de niños pobremente vestidos, los chicos con el pelo muy corto al rape, se decía, junto a bultos, hatos, maletas de madera, que constituyen su equipaje. Se les ve con caras serias, de niños-hombre, como si de alguna manera fueran perfectamente conscientes de lo que están viviendo y tal vez de lo que van a vivir. También puede leer el visitante alguna carta que mandó algún niño con esmerada caligrafía a sus padres, o documentos de estos reclamando a través de organizaciones internacionales a sus hijos. Sobrecoge, especialmente, la lectura de una carta escrita a su mujer e hijos por un hombre apenas unas horas antes de ser fusilado.
En esas fotografías, ya digo, casi siempre de grupo, suele haber un niño o una niña que mira directamente al objetivo de la cámara; la cara seria, digna, y unos ojos que transmiten una extraña sensación de tristeza. Es una tristeza que ha recorrido tiempos y espacios, una tristeza universal. Tal vez el paradigma de la tristeza absoluta, la de un niño a quien sus padres han tenido que mandar a otro lugar, muy lejos de donde nació. No es solamente la tristeza del abandono, no. Es una tristeza que de alguna manera se transmite a los ojos del visitante, como si algo en el papel de la foto permaneciera vivo aún, resistiéndose al paso del tiempo. El visitante, perturbado ante esta visión, no tarda en reconocer esos ojos en otros más cercanos: Vietnam, Etiopía, Ruanda, Afganistán, Irak...
El visitante ve las fotografías, y éstas le están mirando desde el pasado. Hay reciprocidad en la mirada. No es una mirada lo que allí se ve. Y el espectador, inevitablemente, se pregunta por el destino de esos niños, que no son historia, sino intrahistoria, una parte de la memoria que se actualiza en la mirada de otros niños, los mismos siempre, los que lo perdieron todo. ¿Qué habrá sido de esta niña que da a la mano a un niño pequeño? ¿Serían hermanos? ¿Y aquél, que mira desafiante a la cámara, volvería a casa? ¿Por qué sonríe esta niña, ésta, la que está al lado de este muchacho con el pelo casi al cero, completamente hierático?
Cuando el visitante abandona la exposición y recorre la acera de la calle de Alcalá, la Cibeles al fondo, entre un mar de chapas de colores, va pensando si no se le habrá pasado algo, algún detalle, ese algo que otorgue un cierto sentido a lo que ha visto, o al menos un sentido diferente. Recuerda los rostros, las manos, los vestidos, los harapos. Pero no recuerda haber visto lágrimas, una cara llorosa, ni siquiera una cara que gimotee. El visitante, entonces, piensa que tal vez debería volver otro día.