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Leyendo a la sombra

Arranques

Comentaba recientemente con los alumnos el poder subyugador que tiene el arranque de determinadas novelas —alguien citó los momentos iniciales de Cien años de soledad, de García Márquez—, esos primeros quince o veinte minutos de lectura. Ese inicio, les decía, que te hace sentir, en cierta manera, vinculado con el texto desde los primeros párrafos y que es fundamental para articular la relación del lector con la novela, puede ser o bien de índole argumental, o bien de índole discursiva, y en los mejores textos, una sabia suma de ambas.
En el primer caso, lo que te está contando el narrador te resulta fascinante en sí mismo, independientemente de cómo lo cuente; podríamos denominar a este efecto el poder de la historia —el buen cine lo ha heredado de manera evidente—, y es, tal vez, una herencia de la gran novela decimonónica. En las novelas en las que domina esta clase de inicio, el narrador se suele ver impulsado antes o después a dar entrada en la historia a un determinado elemento desencadenante e impulsor de la trama.
En el segundo caso, el de aquellas novelas en las que domina el inicio de carácter discursivo, parece dominar la voz autorial sobre la del narrador, por lo que el discurso se impone a la historia en los inicios de la misma. Importa en ellas más el cómo se cuenta que lo que se cuenta.
En cualquier caso, de lo que se trata es de subyugar al lector, y el problema surge cuando el autor quiere conseguirlo a toda costa.
En fin, el eterno dilema, entre historia y discurso, contenido y expresión..., lo que me llevó a recordar a mis alumnos aquella conversación de Juan de Mairena con uno de sus alumnos en clase de Retórica y Poética:
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—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”.
Mairena.— No está mal.
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Les propongo a ustedes, al igual que a mis alumnos, el mismo ejercicio que le propuso Mairena al señor Pérez, pero esta vez con el primer capítulo de Cuando la noche obliga, de Montero Glez (Edit. El Cobre. Barcelona 2003. 248 págs.). Ahí va:
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Tenía más curvas que una botella de Cocacola, ojos de carbón mojado y piel café. No llevaba sujetador. Se advertía en su cara nada más verla.
Apareció a la hora de las meriendas, cuando más trajín había. Lo hizo envuelta en piel de zorra y remolinos de viento. Con una forma muy especial de castigar el suelo con el tacón alcanzó la barra y se sentó, pierna sobre pierna, en el único taburete libre de la tarde. Emputeció la sonrisa para pedir un cortado, con dos de azúcar, por favor. Vista de lejos parecía estar pidiendo otra cosa. Llevaba el pelo del mismo color que la mantequilla fresca y él imaginó que se lo había teñido así por aquello de que las rubias gustan más, o tal vez para contrastar con el color de su piel, del mismo color que la tinta. Por lo que fuere, había dado en el blanco, siguió imaginando con la bandeja en la mano y el mandilón atado a los riñones.
Luego vino lo mejor, cuando giró media vuelta sobre el taburete y le regaló un oportuno espectáculo de piernas, trabajado con carne negra y mucha sombra. Y así estuvo la de la mantequilla fresca hasta que le sirvieron el cortado, con dos de azúcar, por favor. Entonces volvió a girar y se puso a hurgar en el bolso, de donde sacó una pitillera de plata. Ajustó un cigarro a su boca y le arrancó la primera calada. Con humo borró un trozo de espejo, tras la barra, que contenía su cara, ovalada como una cucharilla. Después se relamió. La lengua era felina y los labio carnívoros y llenos.
A él se le disparó el resorte de un arma de fuego que palpitaba a la altura de su ombligo. Y le entraron ganas de tirar la bandeja y mandarlo todo a hacer puñetas y unir sus sangres y sus huesos a los de aquella piel de seda negra. Contó hasta diez antes de hacerlo. Cuando iba por el siete le pegaron una voz. Pedían una cuenta desde la última mesa, la más cercana a los retretes y también la más indecente. Y hasta allí que se fue, bandeja en alto, disculpándose siempre que pisaba una pierna o la pata de una silla, perdón, pues no era mi intención, distraído por la figura que se recortaba al final de la barra.
Después del café, acarició el palabreo con los labios para preguntar que cuánto se debía. Él logró escucharlo a pesar de la distancia y el silbido de la puta cafetera. Su voz llevaba el azúcar suficiente como para levantar el bastón a un ciego sólo con hablarle al oído. Sin embargo, él no estaba ciego aquella tarde y ni falta que le hacía. Lo único que echaba en falta era más vista de la que le tocó en el reparto, así que empotró los ojos en el meneo de caderas, en la rumba de agua que marcaban los tacones, afilados y deliciosamente obscenos. Bang, bang. Cada paso de aquella mujer le repercutía en las sienes como si fuese un disparo. La siguió con la mirada hasta la puerta y un poco más. Y pudo ver cómo se colocaba los cabellos y cómo después se borró calle abajo. Y también pudo ver olvidada la pitillera, sobre la barra, junto a una taza de café con los bordes corridos de carmín. Y fue que cayó en la cuenta y que salió a la calle por si veía a su dueña. Sin embargo, lo único que consiguió ver fue verse a sí mismo haciendo el ridículo, en plena Granvía madrileña y con la bandeja bajo el sobaco. Entonces no sospechaba, ni por asomo, que lo que empezaría siendo el despiste de una mujer con más curvas que una Cocacola acabaría convirtiéndose en el nudo de una trama que le llevaría hasta la muerte. Vamos a contar cómo sucedió todo.

8 comentarios

Gatito viejo -

¡Aclarado!¿No nos vas a poner otro post con lo que pasó ?¡Qué intriga !
Saludos

El lector a la sombra -

Es una mujer de color con el pelo teñido de rubio.

Gatito viejo -

El anterior "anónimo " era yo ,olvidé poner el nombre, disculpa .Saludos

Anónimo -

"Llevaba el pelo del mismo color que la mantequilla fresca y él imaginó que se lo había teñido así por aquello de que las rubias gustan más "

O rubia o con el pelo blanco si es mantequilla light.
Saludos

Palimp -

rubia de bote, pues

El lector a la sombra -

Me temo que la mujer no era rubia...

Gatito viejo -

Nos propones un reto difícil de asumir.Voy a intentarlo a sabiendas de que fracasaré , pero me parece muy interesante el juego que nos propones y esto se merece una respuesta , aunque algo torpe ,por nuestra parte .

Lo que sucedió en un bar con una mujer rubia y un camarero al que asesinaron más tarde por pardillo .

Palimp -

Demasié pa mi cuerpo pero intentémoslo:

Una rubia buenorra se deja la pitillera en un bar y el camarero, que no le había quitado ojo, sale corriendo para devolvérsela.
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Nunca lo hubiera hecho de saber -algo aún siendo el sueño de muchos y la pesadilla de algunos siempre está fuera del alcance de nuestro conocimiento- que seguir el hilo que Cloto puso en sus manos -¿y acaso uno tiene elección en el fondo?- le conduciría al fin de sus días.