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Leyendo a la sombra

El lector a la sombra y sus alumnos

Examen (¿de conciencia?)

    Escribo esto en el examen final de la asignatura Lengua castellana y Literatura II, del curso 2º de Bachillerato.

    Veintidós alumnos y alumnas han elegido entre un texto de una conferencia de García Lorca, Las nanas infantiles,  y un texto de Juan Carlos Moreno Cabrera, El nacionalismo lingüístico, y su correspondiente repertorio de preguntas. Es el último examen que harán conmigo y el último también de Bachillerato. Después, la Universidad.

    A algunos de ellos, ahora con dieciocho años, los conozco de cuando tenían trece. Unos críos, que gritaban por las pistas detrás de un balón. Ahora, fuman durante el recreo en el parque de al lado y escriben mensajes en el WhatsApp de manera compulsiva mientras hablan entre ellos.

    Alguno habrá que piense que no va a aprobar la asignatura, los más están haciendo el examen para subir nota, ya han aprobado. Tal vez alguno haya que está aquí a ver qué pasa… En fin, cada cual con sus intereses.

    Y afuera la prima de riesgo marca límites históricos, Grecia se hunde un poco más, y México despide a Carlos Fuentes. Y me pregunto si el mundo de afuera late en este de dentro de alguna manera, si estos chicos y chicas que ahora tienen que escribir sobre la novela realista y naturalista del siglo XIX o sobre el Modernismo y la Generación del 98 habrán pensado en qué es lo que les mueve a los manifestantes del 15M que acuden a la Puerta del Sol, o si conocen a gente a la que los recortes económicos y sociales les hayan supuesto un importante quebranto. Si son conscientes de la merma de derechos que una situación de crisis económica tan grave como esta comporta.

    Y me digo que espero que sí, que estén en este mundo, porque de alguna manera ellos también serán víctimas, y antes o después tendrán que tomar partido, y cuando lo hagan, espero que piensen en los demás. Y actúen en consecuencia.

    Este país se está yendo al garete y sorprendentemente no pasa nada.

Un fracaso esperanzador

Ya saben que teníamos pendiente el tema de la lectura de Expiación que les propuse a mis alumnos de un grupo de Bachillerato, cuyas edades oscilan entre los 17 y los 18 años, (Vid. Va de reto, 26/12/50).

Pues bien, el oxímoron del título de este comentario viene a ser una definición adecuada del resultado: el grupo consta de 25 alumnos y cuando el primer día de clase después de las vacaciones navideñas les pregunté por la lectura de la novela levantaron el brazo dos alumnas y un alumno, o sea, tres personas.

No está mal, pensé, podían haber sido dos, o una, incluso hasta podía no haber encontrado a ningún lector. Me pregunto ahora si podríamos describir a esta “minoría” como lectores maduros pese a su juventud, ¿por qué no? Desconozco lo que estos alumnos leen, pero también desconozco lo que les impulsa a leer, lo que buscan en los libros. Pero en fin, ahí estábamos cuatro lectores de una excelente novela, tres de los cuales se van a terminar convirtiendo, seguramente en buenos lectores. Cada uno de nosotros ha leído la misma novela y, sin embargo, todos hemos leído una novela distinta. Cada uno hemos encontrado nuestro sentido al texto, y se lo hemos dado en la lectura, y eso nos une como a cofrades de una extraña cofradía. Ahora sabemos que tenemos algo en común. Quizás nos hayamos acercado a la novela por motivaciones diferentes, pero todos probablemente nos hemos emocionado con el discurrir de las vidas que narra la novela. Y en ese discurrir hemos vivido más tiempo, porque como bien sabemos por los sueños y por las novelas, en poco tiempo real cabe muchísimo tiempo imaginario.
Leyendo novelas como éstas nos prevenimos contra la brevedad de la existencia en nuestro cuarto de estar, bajo una lámpara o recibiendo la luz que entra por la ventana. Ahí, en su sillón de lectura, estos jóvenes lectores se han convertido en espectadores de otras vidas, al mismo tiempo que se van preparando para entender la suya.

Tres lectores. Por algo se empieza.

Va de reto

En grave empeño ando últimamente metido con mis alumnos de 2º de Bachillerato: que lean estas vacaciones de Navidad Expiación, la excelente novela de Ian McEwan, de la que ya dije algo en este blog (Las lecturas del lector a la sombra).

El asunto surgió a raíz de la lectura de una de las obras obligatorias de este curso, Pepita Jiménez, de Juan Valera; una novela decimonónica que alternado una estructura epistolar y un narrador convencional en tercera persona nos cuenta cómo el joven seminarista don Luis de Vargas se enamora en unas vacaciones de verano de la joven y apuesta viuda Pepita Jiménez. Don Luis sucumbe al poder del amor humano y se pone en evidencia su falsa vocación sustentada en el orgullo, la terquedad y un misticismo superficial. Es esta una lectura digamos técnica: en este curso se estudia la novela realista del siglo XIX en España y se analiza críticamente esta obra en sus aspectos formales y temáticos más relevantes.

No se me escapa que esta novela puede quedar hoy lejos del mundo y de los intereses de alumnos y alumnas de 18 años, si bien es cierto que, como todo buen texto, indaga en los intersticios del ser humano aunque dándonos una visión edulcorada y amable de una pasión amorosa. Otros autores de la misma época dieron perspectivas distintas de lo mismo: Galdós en Fortunata y Jacinta y Clarín en La Regenta, por citar los ejemplos más relevantes.

No obstante, intenté animarles con el mayor énfasis a leer esta novela de Valera, pues cada vez que abrimos un libro entramos en un territorio del que desconocemos cómo vamos a salir, si con la conciencia intacta, o alterada, satisfechos, decepcionados, dubitativos, conocedores... En fin, los libros nos ofrecen un pequeño mundo que se va construyendo en la lectura y que vamos construyendo nosotros en ella. Los lectores construimos los libros, es cierto, pero también los libros nos construyen —y destruyen— a nosotros. Los libros no son la vida, pero nos ayudan a entenderla, nos la agrandan, nos la magnifican, a veces la dotan de sentido.

Pues bien, sentadas estas premisas, comentamos Pepita Jiménez en clase. Rehúyo en estos casos, aunque no siempre lo consigo, apreciaciones exclusivamente subjetivas (me ha gustado/no me ha gustado) y me limito a analizar críticamente el texto, desbrozando los aspectos temáticos más importantes, analizando el personaje principal, la forma, el estilo, y explico el sentido de la novela enmarcándola en su época. Pero es inevitable que surjan en los alumnos opiniones valorativas sobre la novela; bienvenidas sean si se apoyan en el propio texto o en una interpretación analítica del mismo producto de una lectura atenta. Hubo para todos los gustos y opiniones. Escuché a todos los que quisieron o tuvieron algo que decir y entonces les dije: muy bien, ya conocéis varios ejemplos de la novela decimonónica (en cursos anteriores habían leído Misericordia o Doña Perfecta, de Galdós), ¿por qué no leéis ahora una novela actual, reciente, que utiliza procedimientos realistas y los combina con soluciones técnicas propias de la novela del siglo XX? ¿Por qué no leéis una novela que articula en su interior un mundo complejo y sutil, una novela que contiene la pura aventura de leer? ¿Por qué no leéis una gran novela, una de esas novelas que nunca te dejan indiferente, que te cambian como lector? Eso es exactamente lo que creo que vais a encontrar en Expiación, de Ian McEwan. Pero para comprobarlo, tendréis que leerla.

Y ahí, en ese punto, y así, de esa manera, quedó la cosa. Me pregunto quiénes de mis alumnos habrán recogido este guante. La respuesta, a la vuelta de vacaciones, ya en enero...

(Por favor: no nos instalemos en el escepticismo)

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¿Por qué leo?

Porque me gusta aislarme del mundo real y meterme en el universo ficticio del libro, tanto si es de aventuras, como si es de cualquier otra cosa. Me gusta alejarme y ponerme en el lugar de los personajes, y vivir los acontecimientos desde su punto de vista. Eso me hace reflexionar sobre las situaciones en las que te puedes encontrar en la vida. Además, seas quien seas, siempre hay un libro para ti, un libro que nunca olvidarás. En él puedes encontrar desde la solución a tus problemas a una actividad entretenida con la que podrás disfrutar. Pero para eso debes encontrar el libro pues, si no te esfuerzas en buscarlo, es muy improbable que lo encuentres.
Carmen F. 2º de ESO, 13 años.
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Yo leo, la mayoría de las veces, para divertirme y para pasar el tiempo. Muchas veces me lo paso bien leyendo libros que me mandan mis padres, mis abuelos o los que el colegio exige. Pero cuando yo elijo el libro que más me apetece es cuando me lo paso mejor leyendo. También leo libros de un autor determinado que me haya gustado mucho y que tiene otros muchos libros o colecciones de libros. Los libros que más me han gustado son los de la colección de Harry Potter porque me enganchaban mucho y cuando me había leído cincuenta páginas no podía parar hasta terminarlo y después, otro más.
También leo para mejorar la lectura y la ortografía. Por ejemplo, este verano, antes de hacer el examen del cole me leí el cuento de El Saltamontes Verde de Ana María Matute y me ayudo mucho a mejorar la lectura y a retomar lo que había perdido de castellano en Estados Unidos.
Poder leer bien lo valoro mucho porque necestitas leer durante toda la vida y cuando sea mayor y me retire me gustaría saber disfrutar de la lectura y así pasar el tiempo. Con la de libros buenos que hay, seguro que casi todos me gustarán.
Nicolás E. 2º de ESO, 13 años.
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Transcripción literal.
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Hay algo naif en estas dos opiniones y se las traigo aquí porque esta mañana les he pedido a mis alumnos más pequeños que escriban en un folio las razones por las que leen. Cuando terminaron y leyeron algunas de sus opiniones en voz alta les dije que leer les hace mejores, que sigan leyendo, y recordé entonces la columna de Juan José Millás del viernes pasado, Clandestinos. Se la transcribo íntegra:
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Un amigo íntimo me pidió que acudiera el sábado por la noche a su casa para mostrarme algo. Al llegar, abrió la puerta con aire de misterio y me hizo pasar sigilosamente a su cuarto de trabajo. Mientras yo curioseaba entre sus libros, él iba de acá para allá, ofreciéndome té, café, whisky, como si le diera miedo entrar en materia. Tras dejar transcurrir un tiempo prudencial, le pregunté si tenía algún problema. Respondió que no estaba seguro y a continuación, colocando el dedo índice sobre los labios, me arrastró al pasillo, desde donde nos dirigimos con movimientos furtivos al salón, cuya puerta estaba entreabierta. Al asomarme, vi a su hijo, de 18 años, instalado en el sofá, leyendo tranquilamente Madame Bovary.

De vuelta a su estudio, me miró con expresión interrogativa. "¿No te parece alarmante?", preguntó. "¿Preferirías que leyera Ana Karenina?", pregunté a mi vez. "Por Dios", gritó, "es sábado por la noche y tiene 18 años; debería estar tomando cervezas con los amigos". No le dije nada, pero lo cierto es que la imagen del joven, devorando aquella obra clásica, me había perturbado. Quizá no fuera un psicópata, pero tampoco se podía negar que le ocurría algo. Se empieza con rarezas de este tipo, que al principio hacen gracia, y se acaba leyendo a Samuel Beckett. "La lectura es buena", le tranquilicé, "en eso está de acuerdo hasta el Ministerio de Cultura". "La lectura", respondió mi amigo, "es buena cuando tus amigos leen, como pasaba en nuestra época. Ahora es un síntoma jodido. Si al menos le diera por El Código Da Vinci, que no hace daño a nadie...".

Me pidió que hablara con su hijo. "Después de todo", añadió, "lo conoces desde que era un niño y te escuchará mejor que a mí". A los pocos días, me hice el encontradizo con el chaval y entramos en un bar. Hablamos de literatura y me pidió algún consejo para abordar la lectura de los clásicos latinos, que se le resistían. Le recomendé una edición bilingüe de la Eneida y me ofrecí para que la comentáramos juntos. Pagó él y, al despedirnos, me guiñó un ojo, diciéndome: "De todo esto, ni una palabra a mi padre, que está muy preocupado conmigo". Así que llevamos dos semanas leyendo clandestinamente a Virgilio. ¿Adónde vamos a llegar?
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El País, 14/10/2005.

Arranques

Comentaba recientemente con los alumnos el poder subyugador que tiene el arranque de determinadas novelas —alguien citó los momentos iniciales de Cien años de soledad, de García Márquez—, esos primeros quince o veinte minutos de lectura. Ese inicio, les decía, que te hace sentir, en cierta manera, vinculado con el texto desde los primeros párrafos y que es fundamental para articular la relación del lector con la novela, puede ser o bien de índole argumental, o bien de índole discursiva, y en los mejores textos, una sabia suma de ambas.
En el primer caso, lo que te está contando el narrador te resulta fascinante en sí mismo, independientemente de cómo lo cuente; podríamos denominar a este efecto el poder de la historia —el buen cine lo ha heredado de manera evidente—, y es, tal vez, una herencia de la gran novela decimonónica. En las novelas en las que domina esta clase de inicio, el narrador se suele ver impulsado antes o después a dar entrada en la historia a un determinado elemento desencadenante e impulsor de la trama.
En el segundo caso, el de aquellas novelas en las que domina el inicio de carácter discursivo, parece dominar la voz autorial sobre la del narrador, por lo que el discurso se impone a la historia en los inicios de la misma. Importa en ellas más el cómo se cuenta que lo que se cuenta.
En cualquier caso, de lo que se trata es de subyugar al lector, y el problema surge cuando el autor quiere conseguirlo a toda costa.
En fin, el eterno dilema, entre historia y discurso, contenido y expresión..., lo que me llevó a recordar a mis alumnos aquella conversación de Juan de Mairena con uno de sus alumnos en clase de Retórica y Poética:
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—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”.
Mairena.— No está mal.
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Les propongo a ustedes, al igual que a mis alumnos, el mismo ejercicio que le propuso Mairena al señor Pérez, pero esta vez con el primer capítulo de Cuando la noche obliga, de Montero Glez (Edit. El Cobre. Barcelona 2003. 248 págs.). Ahí va:
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Tenía más curvas que una botella de Cocacola, ojos de carbón mojado y piel café. No llevaba sujetador. Se advertía en su cara nada más verla.
Apareció a la hora de las meriendas, cuando más trajín había. Lo hizo envuelta en piel de zorra y remolinos de viento. Con una forma muy especial de castigar el suelo con el tacón alcanzó la barra y se sentó, pierna sobre pierna, en el único taburete libre de la tarde. Emputeció la sonrisa para pedir un cortado, con dos de azúcar, por favor. Vista de lejos parecía estar pidiendo otra cosa. Llevaba el pelo del mismo color que la mantequilla fresca y él imaginó que se lo había teñido así por aquello de que las rubias gustan más, o tal vez para contrastar con el color de su piel, del mismo color que la tinta. Por lo que fuere, había dado en el blanco, siguió imaginando con la bandeja en la mano y el mandilón atado a los riñones.
Luego vino lo mejor, cuando giró media vuelta sobre el taburete y le regaló un oportuno espectáculo de piernas, trabajado con carne negra y mucha sombra. Y así estuvo la de la mantequilla fresca hasta que le sirvieron el cortado, con dos de azúcar, por favor. Entonces volvió a girar y se puso a hurgar en el bolso, de donde sacó una pitillera de plata. Ajustó un cigarro a su boca y le arrancó la primera calada. Con humo borró un trozo de espejo, tras la barra, que contenía su cara, ovalada como una cucharilla. Después se relamió. La lengua era felina y los labio carnívoros y llenos.
A él se le disparó el resorte de un arma de fuego que palpitaba a la altura de su ombligo. Y le entraron ganas de tirar la bandeja y mandarlo todo a hacer puñetas y unir sus sangres y sus huesos a los de aquella piel de seda negra. Contó hasta diez antes de hacerlo. Cuando iba por el siete le pegaron una voz. Pedían una cuenta desde la última mesa, la más cercana a los retretes y también la más indecente. Y hasta allí que se fue, bandeja en alto, disculpándose siempre que pisaba una pierna o la pata de una silla, perdón, pues no era mi intención, distraído por la figura que se recortaba al final de la barra.
Después del café, acarició el palabreo con los labios para preguntar que cuánto se debía. Él logró escucharlo a pesar de la distancia y el silbido de la puta cafetera. Su voz llevaba el azúcar suficiente como para levantar el bastón a un ciego sólo con hablarle al oído. Sin embargo, él no estaba ciego aquella tarde y ni falta que le hacía. Lo único que echaba en falta era más vista de la que le tocó en el reparto, así que empotró los ojos en el meneo de caderas, en la rumba de agua que marcaban los tacones, afilados y deliciosamente obscenos. Bang, bang. Cada paso de aquella mujer le repercutía en las sienes como si fuese un disparo. La siguió con la mirada hasta la puerta y un poco más. Y pudo ver cómo se colocaba los cabellos y cómo después se borró calle abajo. Y también pudo ver olvidada la pitillera, sobre la barra, junto a una taza de café con los bordes corridos de carmín. Y fue que cayó en la cuenta y que salió a la calle por si veía a su dueña. Sin embargo, lo único que consiguió ver fue verse a sí mismo haciendo el ridículo, en plena Granvía madrileña y con la bandeja bajo el sobaco. Entonces no sospechaba, ni por asomo, que lo que empezaría siendo el despiste de una mujer con más curvas que una Cocacola acabaría convirtiéndose en el nudo de una trama que le llevaría hasta la muerte. Vamos a contar cómo sucedió todo.

Nuevo curso

Se inicia un nuevo curso cuando aún resuenan algunos ecos del anterior, reacios a extinguirse del todo.
Los pasillos y aulas vuelven a recobrar el pulso y las pizarras adquieren nuevamente esa pátina blanquecina que deja la tiza que no se ha ido con el borrado. Suenan nuevamente los ruidos cotidianos que nos indican que el Colegio, como un inmenso ser vivo, se ha puesto en marcha: el organismo funciona.
Un perfecto ajuste de piezas evidencia que el cuerpo ha salido del letargo veraniego, y los seres que lo habitan durante unas horas se mueven por su interior como si nunca lo hubieran abandonado y éste fuera su lugar natural. Sólo por algunas caras de sorpresa y algunas miradas perdidas el profano sería capaz de adivinar que la nostalgia del verano se resiste a abandonarnos. Tiempo al tiempo. El otoño empieza a hacerse hueco tímidamente y el verano empieza a pegarse a las paredes, dentro de poco sólo quedarán de él algunos resquicios en las solanas.
Hoy ha llovido. La tierra apenas recordaba la lluvia.
Un nuevo curso, y las nuevas emociones preceden secretamente a las ideas.

El exilio de los niños

Este es el título de la exposición que el Círculo de Bellas Artes de Madrid ha dedicado a aquellos que nunca han empezado una guerra pero han sido los que más han sufrido y perdido en todas. El objeto de la muestra es el exilio de los niños españoles que el Gobierno de la República junto con distintas organizaciones evacuó a otros países que les dieron acogida para alejarlos de la guerra de España, nuestra Guerra Civil (1936-1939).
La exposición recorre a través de diversos documentos, fotografías, cartas, materiales de distintos archivos tanto españoles como extranjeros, objetos cotidianos como muñecos de trapo, cuadernos escolares, precarios juguetes, el drama de estos expatriados forzosos que tuvieron que abandonar su país e instalarse en otros cuyas lenguas y costumbres en la mayoría de los casos desconocían por completo.
Por ejemplo, Francia, el país que más niños acogió (unos 20.000); o Gran Bretaña, a donde fueron unos 4.000; la Unión Soviética, allá fueron 2.900. Bélgica acogió a 5.000; México recibió a 500, como Suiza. En total unos 33.000 niños y niñas fueron evacuados de España en distintos momentos de la guerra e iniciaron así un exilio forzoso que les deparó circunstancias diversas: unos volvieron reclamados por sus padres o algún familiar directo, otros, con menos suerte, allí quedaron, en algunos casos para siempre.
En el recorrido por las salas de la exposición el visitante ve fotografías de grupos de niños pobremente vestidos, los chicos con el pelo muy corto —al rape, se decía—, junto a bultos, hatos, maletas de madera, que constituyen su equipaje. Se les ve con caras serias, de niños-hombre, como si de alguna manera fueran perfectamente conscientes de lo que están viviendo y tal vez de lo que van a vivir. También puede leer el visitante alguna carta que mandó algún niño con esmerada caligrafía a sus padres, o documentos de estos reclamando a través de organizaciones internacionales a sus hijos. Sobrecoge, especialmente, la lectura de una carta escrita a su mujer e hijos por un hombre apenas unas horas antes de ser fusilado.
En esas fotografías, ya digo, casi siempre de grupo, suele haber un niño o una niña que mira directamente al objetivo de la cámara; la cara seria, digna, y unos ojos que transmiten una extraña sensación de tristeza. Es una tristeza que ha recorrido tiempos y espacios, una tristeza universal. Tal vez el paradigma de la tristeza absoluta, la de un niño a quien sus padres han tenido que mandar a otro lugar, muy lejos de donde nació. No es solamente la tristeza del abandono, no. Es una tristeza que de alguna manera se transmite a los ojos del visitante, como si algo en el papel de la foto permaneciera vivo aún, resistiéndose al paso del tiempo. El visitante, perturbado ante esta visión, no tarda en reconocer esos ojos en otros más cercanos: Vietnam, Etiopía, Ruanda, Afganistán, Irak...
El visitante ve las fotografías, y éstas le están mirando desde el pasado. Hay reciprocidad en la mirada. No es una mirada lo que allí se ve. Y el espectador, inevitablemente, se pregunta por el destino de esos niños, que no son historia, sino intrahistoria, una parte de la memoria que se actualiza en la mirada de otros niños, los mismos siempre, los que lo perdieron todo. ¿Qué habrá sido de esta niña que da a la mano a un niño pequeño? ¿Serían hermanos? ¿Y aquél, que mira desafiante a la cámara, volvería a casa? ¿Por qué sonríe esta niña, ésta, la que está al lado de este muchacho con el pelo casi al cero, completamente hierático?
Cuando el visitante abandona la exposición y recorre la acera de la calle de Alcalá, la Cibeles al fondo, entre un mar de chapas de colores, va pensando si no se le habrá pasado algo, algún detalle, ese algo que otorgue un cierto sentido a lo que ha visto, o al menos un sentido diferente. Recuerda los rostros, las manos, los vestidos, los harapos. Pero no recuerda haber visto lágrimas, una cara llorosa, ni siquiera una cara que gimotee. El visitante, entonces, piensa que tal vez debería volver otro día.

El rito de paso de la Selectividad

Hoy viernes han terminado los exámenes de la famosa Selectividad o PAU (Prueba de Acceso a la Universidad). Después de la tensión acumulada, la incertidumbre, las noches y días de estudio, el calor... llega la liberación y las vacaciones bien merecidas, siestas, lecturas, trasnochar..., en fin, el verano.
El primer examen fue el de Lengua española y Literatura, mi asignatura. Creo que ha sido un ejercicio fácil, en el sentido de que las dos opciones propuestas ofrecían posibilidades para hacer un buen examen, incluso la tan temida sintaxis era bastante normalita; y las preguntas de Literatura en ambas opciones correspondían al siglo XX. Todo dentro de un orden.
Cuando ves que las propuestas las has trabajado en clase con tus alumnos y que el examen no rompe ningún esquema previo de los que te habías hecho con anterioridad, sientes un cierto alivio. Es decir, entiendes que en este momento tus alumnos dependen ya de ellos mismos. El examen es una especie de rito de paso a la edad adulta, ya han dejado de ser tus alumnos, para ser otra cosa; aún no sabes muy bien qué, pero ya no son tus alumnos en el sentido en que lo eran apenas un mes atrás; y dentro de unos meses estarán sentados en las aulas de una facultad y se sentirán ellos también otros. Y yo me alegro por ellos.
Estuve en la Facultad de Físicas antes del examen de Lengua, charlando con unos y otros, dando ánimos, resolviendo alguna duda de última hora, intentando generar un poco de tranquilidad entre tanto nerviosismo. No sé si sirvió de mucho o de nada, pero allí estuve, compartiendo un poco el trance, espectador de cómo empezaban a ser otros, mejores de lo que ya eran. Y cuando salieron del examen y estuvimos comentando las respuestas, los aciertos, los inevitables errores, me sentí más cerca de mis alumnos que en ningún momento, porque percibí que empezaban en ese momento su andadura, a enfrentarse a su alteridad, con lo que no son, para llegar a comprenderse mejor a sí mismos.
Final de un ciclo. A partir de ahora, seremos recuerdo, acaso olvido.